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Edición 105

event 22 Julio 2023
schedule 11 min.
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Luisa Fernanda Moscoso
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María Yisley Alzate Tobón
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  • ¿Por qué yo no me veo así? La tiranía de la belleza

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    No es que simplemente no hayamos encontrado la forma de amarnos lo suficiente, no es una inconformidad individual, es un malestar colectivo, una presión que ejercen muchas instituciones e industrias y que desemboca en formas de discriminación. Este es un análisis de la lucha contra la tiranía de la belleza y la violencia estética.

     

    Violencia estética

    Ilustración: Ana Sofía Ramírez

    –Yo creo que ninguna persona crespa ha amado su cabello desde el principio –dice Juliana Uribe, una joven modelo de 20 años. Nos encontrábamos en medio de una de las primeras entrevistas que hicimos para comprender el mundo del modelaje en Medellín cuando nos contó que, curiosamente, sus crespos, una de esas características de su cuerpo que la hacía sentir más insegura, son los que mejor le han funcionado en su carrera como modelo que ya incluye marcas como Avon, Leonisa y Pilsen. Es difícil detectar el momento exacto en el que nuestro aspecto físico se convierte en un problema, pero una vez comienza ya no se detiene.

    A medida que las mujeres crecemos empiezan a sumarse nuevas exigencias y opiniones sobre nuestro cuerpo: los comentarios en las reuniones familiares, las bromas pesadas de los compañeros de colegio y el murmullo de los vecinos. La apariencia física en general se convierte en una preocupación constante que todo el tiempo nos hace cuestionarnos cómo se supone que debe lucir una mujer, cómo nos vemos y cómo nos perciben los demás.

    Habitar nuestro cuerpo en ese entorno nos hace sentir insuficientes, y solemos entender ese dolor desde las experiencias individuales en relación con nuestro propio cuerpo. Sin embargo, como lo explica Nadia Martín, periodista y comunicadora audiovisual española, experta en género, “ese malestar que se siente con el cuerpo no es un trastorno individual o una dismorfia que tenía yo y ya está, sino que es el resultado de las violencias que vivimos”.

    La violencia estética

    La publicidad de la industria de la moda es una de tantas formas en las que se ejerce violencia estética. Sí, esa inconformidad individual con la apariencia física tiene nombre. Una violencia que ocurre, entre otros motivos, por la falta de representación e inclusión de cuerpos no estereotipados en campañas publicitarias y medios de comunicación, y que puede desencadenar en procesos de discriminación como el racismo o la gordofobia.

    Naomi Wolf, escritora estadounidense reconocida por ser una de las representantes de la tercera ola del feminismo, comenzó en los años 90 una aproximación al término de violencia estética. Sin nombrarlo aún, explicó que pese a que las mujeres, al menos en Occidente, superaron obstáculos materiales y legales para alcanzar sus derechos, presentaban una constante incomodidad hacia su imagen por cuenta de referentes de belleza inflexibles y crueles. Toda esta teoría la desarrolló en su libro El mito de la belleza.

    La imagen de una mujer insatisfecha, parada frente a un espejo, que consume diferentes productos para alcanzar un ideal, es lo que Wolf define como el éxito del modelo de mercado. Y en este punto de su investigación toman relevancia dos industrias: la cosmética, que cerró 2021 en Colombia con 9401 millones de pesos en ganancias, según datos de la Asociación Nacional de Empresarios de Colombia (ANDI); y la industria de la moda, que aportó el 9.6 % del PIB nacional en 2019.

    Este fenómeno que anticipaba Wolf fue retomado en 2014 por Esther Pineda, socióloga venezolana, magíster en Estudios de la Mujer, quien investiga sobre temas de género y discriminación racial. En su libro Bellas para morir, Pineda definió la violencia estética como un “conjunto de narrativas, representaciones, prácticas e instituciones que ejercen una presión perjudicial y varias formas de discriminación sobre las mujeres para obligarlas a responder al canon de belleza imperante, que se erige y se fundamenta sobre la base de premisas sexistas, gerontofóbicas, racistas y gordofóbicas”. Así dio nombre a ese malestar de las mujeres que, como narra Wolf, hace que se sientan culpables por su apariencia física.

    El problema debería entenderse desde la perspectiva que explica Pineda: “A las mujeres se les ha enseñado que lo más valioso que pueden poseer es su belleza”. Todo, cabe aclarar, desde una mirada masculina que, señala la escritora, es la encargada de imponer la jerarquía estética predominante. Aunque ese fenómeno supera fronteras, y afecta a mujeres tanto en Venezuela como en Estados Unidos o España, en este punto vale la pena hacerse una pregunta: ¿qué tiene de particular enfrentarlo en una ciudad como Medellín, atravesada por la industria de la moda?

    La ciudad de la moda

    Aproximadamente tres años después de la fundación de Coltejer en 1907, esa empresa que durante el siglo pasado fue una de las más importantes en Colombia, llegó por primera vez a Medellín la máquina de coser Singer. Inicialmente destinada a las fábricas, fue migrando poco a poco a los hogares debido al apogeo de la modistería. Desde entonces la industria textil ha marcado el desarrollo de la ciudad.

    Según la Cámara de Comercio de Medellín, en el Valle de Aburrá y el norte de Antioquia en 2018 había 4920 empresas en actividades relacionadas con el clúster textil/confección, diseño y moda. La ciudad y varias poblaciones cercanas se consolidaron como un centro de producción de alta calidad e innovación que terminó llamando la atención de diseñadores de diferentes partes del mundo. Este proceso fue liderado por la gestión de Inexmoda, una institución privada ideada en 1987 con el objetivo de crear plataformas de negocio para internacionalizar el sector. Así se fundaron las ferias de insumos textiles y de moda más importantes de América Latina: Colombiatex (1989) y Colombiamoda (1990). Esos eventos, a diferencia de muchos otros que ya desaparecieron en otras partes del país, se han mantenido durante más de treinta años, según cuenta Gabriel Alvarado, consultor de estrategias para publicidad de moda.

    Desde hace años, en Medellín se instaló toda una cadena completa de producción que empieza con los insumos, pasa por el diseño y la exhibición y termina en la comercialización. Este modelo creó un ecosistema fuerte para otras áreas afines, como la publicidad. María Teresa Mesa, periodista y consultora experta en moda, explica que “con el desarrollo de la ciudad, otros actores comenzaron a aparecer y posicionarse, como estilistas, maquilladores, fotógrafos, agencias de publicidad y modelaje”.

    Todos estos entornos nutren la cadena y refuerzan el protagonismo de la moda en el imaginario colectivo. Un escenario en el que tanto las marcas como las agencias de publicidad están constantemente emitiendo mensajes para sus consumidores desde diferentes plataformas y con esto validar su mensaje. Como escribe Pineda, a la industria de la publicidad le interesa la creación de nuevos mercados, no importa que para ello deba emprender toda una campaña de fabricación de defectos y fortalecer el sentimiento de insuficiencia en sus consumidores.

    En Medellín, entonces, se conjugan diversos factores que convierten a la ciudad en un escenario ideal para amplificar estereotipos de belleza: un modelo de negocio fuerte alrededor de la moda, donde todos los elementos de la cadena pueden realizarse de forma local, incluida la publicidad; y una fuerte influencia que dejó el narcotráfico desde finales de los años 70.

    La herencia que nos quedó

    “Los hombres han creado los cánones de belleza […]. Durante siglos han esculpido, pintado, escrito y poetizado sobre la belleza que ellos han diseñado e impuesto a las mujeres como requisito para demostrar su feminidad”, escribe Pineda en su libro Bellas para morir.

    En el caso de Colombia, la marca del patriarcado dentro de la concepción de belleza tiene un hito en la historia reciente: Pablo Escobar y la época del narcotráfico. Más allá del tráfico de sustancias y el negocio, Omar Rincón plantea el legado de una estética que se instauró en nuestro lenguaje, en la televisión, la arquitectura y la moda. El cuerpo femenino pasó a ser un objeto que puede venderse, comprarse, exhibirse y modificarse para la complacencia masculina, y se impuso la imagen de una mujer voluptuosa y curvilínea: senos grandes, cintura pequeña y trasero grande.

    La influencia de esa narcoestética sería aprovechada también por la industria de la moda con prendas como los famosos jeans levantacola o las fajas colombianas. Según Procolombia, entidad gubernamental encargada de promover las exportaciones y la inversión extranjera en el país, solo en 2018 la exportación de jeans colombianos representó 106 millones de dólares. El auge mundial de estas prendas ha ratificado en el mercado internacional el imaginario de la latina voluptuosa.

    María Ospina, activista plus-size y diseñadora de modas de la Universidad Pontificia Bolivariana, describe el aumento del exotismo de las latinas en el mundo como “la nueva fruta exótica que en los 90 eran las asiáticas”. Estos estereotipos aspiracionales e inalcanzables representan solo un tipo de cuerpo, cuando la realidad es diversa. Por ello algunas mujeres recurren a intervenciones y procedimientos estéticos, con la promesa de estar un poco más cerca de esa idea de “perfección”. En el fondo no necesariamente hay una búsqueda individual de satisfacción, sino la necesidad de moldear y construir el cuerpo para la vista y el disfrute de otros.

    Según la Sociedad Colombiana de Cirugía Plástica, cada año se llevan a cabo aproximadamente 300 mil procedimientos de este tipo, y uno de los que más se practica es el aumento de senos. Como lo cuenta el consultor Gabriel Alvarado, “es un producto muy bien diseñado […]. Te quedas en hoteles cinco estrellas, con todo el posoperatorio completo, con la faja incluida, con tratamientos faciales”. En Medellín entonces hay una mezcla de factores que permean el entorno y que todo el tiempo te venden un paquete que no sabes que necesitas: las vallas publicitarias en cada rincón de la ciudad, las redes sociales y las exigencias externas son aspectos que impactan en nuestra concepción del cuerpo, y la creación o ratificación de estereotipos que pasan de generación en generación con múltiples consecuencias.

    No soy yo, eres tú

    “Ámese, quiérase, valórese y tenga amor propio, pero no coma tanto que se engorda”. “Péinese, vístase bonita que no sabe quién la puede ver por ahí”. “Muestre un poquito que no es monja, pero no mucho porque puta tampoco”, esos y otros comentarios lanzan las tías en las salas de las casas a modo de consejo. En Medellín crecemos con el bombardeo constante de imágenes femeninas en las que ninguna se ve como nosotras.

    Las figuras canónicas de la publicidad terminan cavando en el imaginario colectivo. “Las imágenes que nos rodean todo el tiempo son siempre el mismo tipo de persona, el mismo tipo de cuerpo, por supuesto blanca, por supuesto flaca. Si lo que ves todo el rato es así, se te queda la idea de que, si tú no te ves así, nadie te va a querer, no vas a tener éxito, no vas a ser deseada”, dice Nadia Martín sobre su experiencia grabando su documental La imposición de la belleza, un proyecto que se desarrolló en Islas Canarias, en España.

    Nuestras primeras experiencias de violencia estética suelen remontarse a la infancia, época en la que no tenemos herramientas para procesar ni identificar este tipo de situaciones. Según un informe de la Unesco de 2019 titulado Detrás de los números: acabar con la violencia y el acoso escolar, la principal causa del bullying en el mundo es la apariencia física con el 15.3 %, seguida del racismo con un 10.9 %. El lugar donde más ocurren las agresiones es en el colegio, pues allí nos enfrentamos muchas veces por primera vez a la percepción individual del cuerpo y la belleza.

    Colectivizar el dolor

    A este mito alrededor de la belleza se le han atribuido, como explica Naomi Wolf, causas biológicas, sexuales o evolutivas que vinculan la apariencia de las mujeres con su fertilidad y por ende con la selección sexual a cargo de los hombres. Sin embargo, la actualización constante de los estereotipos, que en el último siglo ocurrió aproximadamente cada década, ligada a la implementación de nuevas tendencias, desmiente esas ideas.

    Como dice Nadia Martin, “el hecho de tener palabras para nombrar esa violencia [la violencia estética] nos permite tener herramientas o comenzar a trabajar para erradicarla” y que las nuevas generaciones no crezcan con las mismas presiones que vivimos las mujeres hoy. Uno de los primeros pasos sería la exigencia a las marcas para crear publicidad más real, menos editada y con mayor diversidad. “Entender esta no solo como cuotas de diversidad y exotización, sino hablar de los cuerpos diversos y crear una conciencia alrededor”, explica Gabriela Casseres, feminista y activista afro, que ha ganado los premios Changó y Mujeres Jóvenes Talento.

    La incomodidad de las mujeres con su apariencia no es un problema que se reduce al “amor propio”, aunque este sea un paso en la lucha individual contra la violencia estética. Como explica Ignacia Oteiza, activista feminista y psicóloga, “decirles a las chicas esa idea descontextualizada de que el amor propio depende solo de ellas es mentira, depende también del sistema donde estoy y del lugar que habito. Incluso de las políticas públicas que deben empezar a hacerse cargo de la propaganda sexista, de la industria gordofóbica o la cultura de las dietas”.

    Lucir de una forma determinada no debe ser equivalente a tener más o menos valor. Que tantas mujeres en el mundo se sientan inconformes respecto a su cuerpo es prueba del problema, pero también, como explica Ignacia, es una oportunidad para unirnos: “Yo creo en colectivizar el dolor, este dolor que es tan inmenso que necesito compartirlo”. Es descubrir que son mis amigas, las chicas de la universidad, las mujeres del baño de la discoteca, mis profesoras, mi madre, porque no estoy sola. No estamos solas.

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