Para llevar a cabo semejante misión, los arquitectos de Ciudad Universitaria, liderados por el rector Ignacio Vélez Escobar, establecieron unos criterios mínimos en el diseño:
1. Austeridad. Los recursos debían invertirse de manera óptima, por lo que se eligió la construcción en serie con materiales de poco mantenimiento y con los elementos estrictamente necesarios, de ahí la similitud de los edificios y los ornamentos.
2. Funcionalidad. El campus debía ser un espacio para la educación y el esparcimiento, por lo que era necesario que pudiera adaptarse en el tiempo y que tuviera numerosos lugares aptos para la confluencia de diferentes disciplinas. Estos espacios estaban concebidos para modificarse, por eso la estructura y los cerramientos son independientes.
3. Estética. Habitar el campus debía ser una experiencia inspiradora, por lo que se retomaron aspectos de la arquitectura antioqueña como los balcones, las tejas y los jardines. Así mismo, se instalaron dos obras de arte: la escultura El hombre creador de energía de Rodrigo Arenas Betancourt y el mural El hombre a través de los grandes descubrimientos de la ciencia y la física de Pedro Nel Gómez.
Y los planes salieron más que bien. Los arquitectos diseñaron un conjunto arquitectónico homogéneo que consiguió todo lo que la Universidad buscaba en esa época: definir una identidad universitaria, reunir a la mayoría de unidades académicas en un mismo espacio, renovar la estructura curricular para ajustarla a las necesidades contextuales y aumentar la cobertura. Sin embargo, 50 años después, ya no cabemos en el campus.
Ciudad Universitaria se diseñó para 12 mil personas y actualmente la habitamos 35 mil. Ese crecimiento desmedido, no planeado en los 60, se refleja en aulas, oficinas y laboratorios repletos, en una comunidad universitaria que cada vez encuentra menos lugares para el esparcimiento, en un campus que siempre está lleno y con ruido al punto de que se dificulta incluso la circulación. Ni siquiera la biblioteca es un lugar propicio para el estudio.
Desde hace años las administraciones realizan intervenciones que no ofrecen una respuesta certera y contundente al problema: construyeron un tercer piso al bloque 9; demolieron el bloque 19 para construir otro más grande (que preserva varias de las características de los demás edificios y por eso logra mimetizarse medianamente bien); tumbaron el coliseo y levantaron otro de mayor volumen y buscaron predios cercanos para expandir el campus, como el Edificio de Extensión. A pesar de los esfuerzos, el hacinamiento sigue siendo un problema sin resolver.
Las nuevas mesas en las terrazas que conectan a los bloques 9, 14, 13 y 12 permanecen repletas y encontrar una silla es casi un milagro. Las mesas que se pusieron en el primer piso del bloque 9 entorpecen el desplazamiento de las personas. La cancha de vóley-playa le quitó todavía más espacio a la plazoleta occidental del estadio universitario. Las nuevas mesas de piedra en la Facultad de Ingeniería siempre están llenas. Y el proyecto de poner mesas en la plazoleta Barrientos tendrá un destino similar.
La comunidad universitaria merece espacios adecuados para el silencio, el estudio, la lectura y la socialización, pero lo que nos dejan estas intervenciones es un campus todavía más ruidoso y saturado. La administración, y en especial la División de Infraestructura Física, debe entender que el campus cumplió con todo lo que se le pidió hace medio siglo. Es momento de buscar nuevos espacios fuera de Ciudad Universitaria antes de que se asemeje más a El Hueco que a una universidad.