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Edición 105

event 22 Julio 2023
schedule 9 min.
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Karen Sánchez
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Elisa Castrillón Palacio
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  • Hasta encontrarlo: la búsqueda de un excombatiente de las Farc desaparecido

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    Este texto es un fragmento y una continuación de la investigación “Hasta encontrarlo: la búsqueda de un excombatiente de las Farc desaparecido”, que hicimos entre 2019 y 2021 para graduarnos como periodistas.

     

    Bejuco

    Fotografía: archivo familiar.

    “De los muchachos recuerdo muy poquito, pero del Bejuco sí. Es que ese Bejuco no se le olvida a uno”. Era 17 de octubre de 2020. Llevábamos casi un año buscando a Bejuco, preguntando por él a excombatientes de las Farc, a vecinos de la infancia y abriendo procesos con instituciones como el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) y la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas (UBPD). Pero esa frase, que le dio un giro definitivo a nuestra investigación y puso en otra etapa un duelo familiar de 13 años, la encontramos en una casita al final de una montaña en el ETCR Jacobo Arango, en Dabeiba. Allí, exguerrilleros de los frentes 5 y 18 de las Farc iniciaron su proceso de desmovilización en 2016.

    En esa casita campesina vivía Astrid con su hijo, su mamá y su hermano. Toda ella y la casa eran un jardín de hortensias y orquídeas. Astrid combatió en la guerrilla por 12 años, hasta 2014, cuando se desmovilizó para rencontrarse con su familia. Fue la primera persona que conocimos que no tuvo que escarbar demasiado en su memoria para recordar a Bejuco.

    Aprendimos mucho de la memoria en ese encuentro. Que es selectiva, incompleta, a veces inútil. Pero alguien más recordaba a Bejuco y eso era suficiente. “Ojalá lo encuentren”, nos dijo, y nos despedimos sin ninguna otra pista.

    Cuatro meses después, en febrero de 2021, supimos que Bejuco estaba muerto. Uberley Tuberquia, excomandante de la columna móvil Mario Vélez de las Farc, quien era conocido como Remorado, nos dijo el 16 de febrero de 2021 que a Bejuco lo había matado en 2008 el disparo de un paramilitar durante un enfrentamiento en el que murieron tres guerrilleros. Días después, tres excombatientes más nos dijeron que murió en una emboscada del ejército donde hubo otras cuatro víctimas.

    Salvo algunas diferencias entre ambas versiones la conclusión era la misma: Bejuco estaba muerto.

    Cuando empezamos a buscar

    La primera vez que hablamos de Bejuco estábamos sentadas en una de las mesas de la universidad. El tema surgió luego de una clase en la que teníamos que plantear una pregunta de investigación para nuestro trabajo de grado. Era 2019. Queríamos investigar sobre el conflicto armado, sobre la desaparición forzada, sobre el reclutamiento de menores. Pero la desaparición de Bejuco, que tocaba tan cerca a una de nosotras, no nos parecía entonces una pregunta válida.

    Leirman Yonairo Palacio ingresó a las Farc el 16 de agosto de 2007 en Río Verde, una vereda de Puerto Libertador, Córdoba. Tenía 18 años recién cumplidos. El día que se fue le dejó una carta a su familia en la que sin ser muy explícito les contaba su decisión: “Karen: yo sé que te va a doler al saber para dónde me he ido, pero es algo que he decidido. Yo lo pensé y quiero que siempre pienses en mí como un hermano. Y te doy un consejo, vive la vida al máximo y aprovecha las cosas lindas que nos da. Te quiero, Karen, y siempre serás mi hermanita del alma. Hasta nunca familia. Gracias por el amor que me brindaron”.

    Una de nosotras todavía guarda ese papelito de cuaderno arrugado entre libros para que el tiempo no diluya la tinta. Y como una forma de luchar contra el olvido.

    Desde ese 16 de agosto, hace 16 años, su familia no sabe nada de él.

    Bejuco, como le decían en su casa y como supimos luego que le decían también en la guerrilla, es ahora un tatuaje en el brazo de su hermana, un guayacán amarillo en el patio de la casa de su familia y el recuerdo más doloroso de su mamá. Pero es, sobre todo, un duelo inconcluso.

    La historia de su partida, de su desaparición y de su búsqueda es tan individual como colectiva. Como Bejuco, 83 mil personas desaparecieron en Colombia entre 1958 y 2017, según el Centro Nacional de Memoria Histórica. Para la UBPD esa cifra alcanza las 120 mil personas y, según el CICR, son 117 mil.

    Todas ellas hacen parte de un rompecabezas que probablemente nunca se vaya a completar, porque según la UBPD solo el 5 % de los desaparecidos son encontrados en Colombia o por lo menos se sabe qué pasó con ellos.

    Bejuco hace parte de ese porcentaje.

    Lo buscamos por casi dos años, y se convirtió en una reportería que trascendió un requisito para graduarnos. Primero agotamos las rutas legales, las entidades oficiales y los contactos experimentados en la búsqueda de personas desaparecidas. Hasta ahora, ninguna de esas fuentes ha dado respuestas claras que permitan dar con su paradero. Luego, empezamos a preguntar por nuestra cuenta. Nos reunimos con exguerrilleros, investigadores del conflicto armado, familiares de Bejuco y funcionarios de los organismos de búsqueda internacionales y del Estado. Supimos que estaba muerto y el lugar en el que podría estar su cuerpo.

    Juntas construimos un mapa de la desaparición y vivimos de cerca la búsqueda, incluidos sus obstáculos. Por ejemplo, al repasar con la memoria el cuerpo completo de Leirman, sus cicatrices, sus lunares, el tamaño de su nariz y ojos, para llenar una ficha con la que podrían identificarlo si en algún momento el Estado encuentra un cuerpo sin nombre. Lo hicimos mientras la asesora de ese proceso, una guerrillera desmovilizada, se tinturaba el pelo en una casa llena de desconocidos que nos escucharon llorar y recordar una historia dolorosa.

    Por ejemplo, al abrir solicitudes de búsqueda oficiales y contar varias veces el mismo relato sin éxito. Y que luego nadie nos contara el paso a paso que seguiría o nos hablara de la posibilidad real de encontrar respuestas.

    Por ejemplo, al buscar a un desaparecido en medio de una pandemia. Fue estando separadas, abrazándonos por medio de una pantalla, después de cuatro meses de varios viajes y entrevistas, que empezaron a llegar las respuestas más importantes sobre Leirman.

    El día que recibimos la noticia del encierro nacional, el 14 de marzo de 2020, también encontramos a la primera persona a quien Leirman se le hacía conocido. Estábamos entre las montañas del norte de Antioquia, en el ETCR de Santa Lucía, en Ituango.

    En adelante ese episodio se repitió muchas veces. Hablamos con por lo menos 27 excombatientes de los frentes 18, 5, 36, 57 y la columna móvil Mario Vélez de las Farc para quienes Leirman era una cara o un nombre conocido, pero no tanto.

    Antes de vernos con Astrid en Dabeiba, la búsqueda de Bejuco era más un juego de resistencia de nuestro lado, que de certezas del otro.

    Tal vez esa sea la contradicción más ilustrativa de este proceso: la idea de que no hay noticias felices, solo esperanzadoras, y que cada una era camino a la despedida de Bejuco.

    Aun así, no lo hemos despedido del todo. El drama de la desaparición es justamente la despedida incompleta: no es suficiente con saber que un ser querido está muerto, queremos que sea una certeza irrefutable.

    Y por eso, dos años después de saber qué pasó con Leirman, lo seguimos buscando.

    Los últimos hallazgos

    Saber que Bejuco estaba muerto desde 2008 significó el cierre de una búsqueda de más de 13 años. Los mismos en los que su familia esperó una llamada espontánea, una noticia de alguno de los vecinos en Río Verde o reconocer una mirada familiar en alguno de los ETCR en los que las Farc se concentraron para su desmovilización.

    Para 2021 ya sabíamos que Leirman había muerto en un combate, aunque no era claro si había sido contra los paramilitares o el ejército. Que tenía 18 años cuando una bala lo mató; que había durado menos de un año en una guerra que nos parecía injusta. Y que en efecto fue injusta porque causó un dolor irreparable. Que su cuerpo fue enterrado por otros guerrilleros a orillas del río Sinú, en la vereda Puerto Fuerte, en Córdoba, muy cerca de donde vivía su familia al momento de su desaparición.

    Desde ese momento una cosa cambió para siempre: ya su familia no debía esperarlo.

    En su nombre hicimos eucaristías, novenas y reuniones para tratar de despedirlo con los rituales que se le hacen a un cuerpo presente o que, al menos, vimos morir. Todos esos rituales, sin embargo, seguían incompletos. Con la ausencia de un cuerpo, o lo que pueda quedar de él, se hace imposible soltar la búsqueda de manera definitiva.

    Por eso, aunque nuestra investigación terminó el 16 de julio de 2021, una de nosotras ha continuado la búsqueda, ya no sobre lo que pasó con él, sino con su cuerpo.

    La última información que recibimos fue un final y a la vez un principio de nuevas preguntas que hasta hoy no han cesado. ¿Dónde están los restos de Bejuco? ¿Será posible recuperarlos? ¿Qué queda de él?

    En mayo de 2022 una de nosotras retomó el contacto con los excombatientes que hace tres años nos ayudaron a armar el rompecabezas de la desaparición. Otilia, una excombatiente del Frente 5 de las Farc que coordina el enlace entre esa exguerrilla y la UBPD para buscar a los desaparecidos del conflicto armado en Antioquia, Córdoba y Chocó, es nuestro puente de comunicación con los exguerrilleros dispuestos a dar información sobre Bejuco.

    Aparecieron nuevos nombres, algunos de quienes supuestamente lo enterraron: Yarledis, la Nene, Mélida, Lucero, Chapolo, Arbey, Ángela, Nelson, Wilder y el Flaco. Es casi como empezar de cero, pues tras la firma de los acuerdos de paz la mayoría de ellos volvieron a usar sus nombres de nacimiento, cambiaron de ciudad o terminaron presos.

    Uno de ellos está recluido en la cárcel de El Pedregal, en Medellín, y dice haber enterrado a Bejuco a orillas del río Sinú. No decimos su nombre para no comprometer su seguridad. Él es, probablemente, la última persona que tuvo cerca el cuerpo de Bejuco y la única que podría decirnos exactamente dónde está. El duelo, la despedida inconclusa, el ritual suspendido dependen de su relato. Nosotras tenemos su nombre completo, su número de documento de identidad, el del patio en el que está preso y el de identificación de interno, pero él tiene un dato, uno solo, que puede cambiarlo todo para una de nuestras familias.

    Como él, también encontramos a dos hermanos, excombatientes que se acogieron al acuerdo de paz, que recuerdan a Bejuco y dicen conocer la zona donde supuestamente está enterrado, aunque no el punto exacto. Ambos podrían ubicarlo si repasan el mapa de la zona donde lo mataron. Así de contradictorio y esperanzador es este proceso: cada paso allana el camino de la despedida. Pero depende de la voluntad de otros.

    Los dos hermanos decidieron que, por el momento, solo hablarían con Otilia. Y el excombatiente en la cárcel, que solo lo haría con funcionarios del CICR. Llegar a ellos implica hacer trámites que podrían tardar meses. Saber sus nombres y dónde están ha sido difícil ante la realidad de no poder confrontarlos directamente, hacerles nuestras propias preguntas y escuchar lo que tienen para decir sobre Bejuco. Si algo hemos aprendido en este tiempo es que el camino en la búsqueda no es lineal ni controlable. Está cargado de incertidumbres.

    Quiénes somos después de buscar

    Estos textos son fragmentos del capítulo final de nuestro trabajo de grado. Ambos son reflexiones personales sobre quiénes somos, qué sabemos y cómo cambiamos tras la búsqueda.

     

    Elisa

    Muchas cosas han cambiado y mucho he aprendido desde que empezamos a buscar a Bejuco hasta hoy. Por ejemplo, que Bejuco no es solo el hermano desaparecido de una persona a la que quiero. Sé de su vida y su intimidad mucho más que lo que saben personas que lo conocieron. Sé cómo era su cuerpo, sus ojos y su boca. Sé qué le gustaba comer, jugar y cuáles eran sus sueños. Sé que era desobediente, buen hermano, calmado y humilde. Lo construí: construí el relato de su vida y de su pérdida, del tamaño de su ausencia en su familia, de sus primeros días en la guerrilla, de los últimos días de su existencia.

    Tanto lo conozco que siento nostalgia de no haber escuchado nunca su voz, de no haberlo podido abrazar nunca, de tener de él solo el relato de otros. La historia de Leirman ya no es un secreto. Podemos hablarla entre nosotras y con otros sin ocultar detalles. Ahora tenemos más respuestas que preguntas, aunque todavía tengamos preguntas.

    Pienso, con tanto que hemos encontrado y tan poco que sabemos, que ese fue nuestro mayor aprendizaje: contar, convertir en palabras el silencio de años. En todo este tiempo, con tantos cambios, nombrar la ausencia fue el ritual más liberador. Nuestros hallazgos han empezado a liberar la culpa familiar de lo que pasó con Leirman y también transformaron una pérdida vergonzante en un relato de persistencia y amor: todas las personas son seres amados por alguien.

    Pienso, en la retrospectiva sobre las respuestas que conseguimos, que nuestra búsqueda no es solo el mayor aprendizaje sino nuestro mayor regalo. Ha valido la pena cada segundo. Hemos sentido a Leirman muy cerca, hemos soñado con una despedida plena, y hemos vuelto a alejarnos de la verdad. Pero ha valido la pena cada segundo. Ha valido la pena nuestra amistad, tanto amor que nos ha rodeado en la búsqueda, tantas manos dispuestas a ayudar y tanta certeza sobre dónde están las voluntades y dónde las barreras.

    Aquí estamos, aquí seguimos: hasta encontrarlo.

     

    Karen

    Poner en palabras los sentimientos y las sensaciones de los últimos cuatro años es, de alguna manera, volver a la nostalgia que me produce recordarte a ti como tanto lo he hecho desde que tomé la decisión de traerte de nuevo a mi vida, de buscarte. Empezar no fue fácil. Me costó asumir como propia la búsqueda de mamá, esa angustia que empezó el sábado 18 de agosto de 2007; asumirla y darle la importancia que merecía. Reconozco que llegué a sentir miedo. Miedo de sacar a la luz una verdad que, pensaba, pocos podrían entender, y por la cual iba a ser juzgada o señalada. Tuve miedo de que le estuviera dando a tu historia, la de mamá, la mía, más importancia de la que merecía. Después le temí a la verdad, no sabía si estaba preparada para saber qué había pasado contigo, todavía no sé si lo estoy.

    En los últimos 13 años no había soñado tanto contigo como en los días previos a la noticia de tu muerte. Después quise pensar que eras tú, que de alguna manera me escuchaste cuando te pedí que me ayudaras a saber de ti y que me dieras la fuerza para estar preparada para lo que viniera.

    Hermanito, nunca estuve preparada, sigo sin estarlo. No me acostumbro a la idea de no volverte a ver más que en mis recuerdos o en las pocas fotos que conservamos de ti. Me cuesta muchísimo pensar que fue verdad el “hasta nunca familia” de la carta que nos dejaste a mamá, a papá y a mí. Hermanito, tengo impotencia y mucha rabia porque te fuiste a una guerra que no era tuya, que no te correspondía. Me da rabia pensar que esa guerra te arrebató la vida tan joven, que seguías siendo el mismo muchachito alto, delgado y de sonrisa grande, y que no tuviste la posibilidad de pensar si esa era la vida que realmente querías vivir.

    Me queda otro camino por recorrer, soy consciente de ello y te prometo que voy a hacer todo por encontrarte. Por ahora, hermanito, aquí termina una historia. No sin antes darte las gracias por la vida que le diste a mi vida con tu presencia, porque los 13 años juntos y los recuerdos que conservo de ellos son el mayor tesoro que tendré siempre.

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