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Edición 104

event 13 Abril 2023
schedule 14 min.
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David Steven Cano Cano
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Julián Caro Bedoya
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Melany Peláez
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  • “Nunca me arrepentí de ingresar a las Farc”

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    Durante los cinco años que lleva Jacobo en el AETCR Llano Grande se ha capacitado en masajes, yoga y alimentación sana. Sueña con montar un spa con los ocho millones que le corresponden a cada firmante para sus proyectos productivos. La asignación única de dos millones del Gobierno para la reincorporación la gastó en un computador y un concierto de rock en Manizales. Perfil de un excombatiente que dejó las armas, pero defiende la vigencia de sus ideas.

     

    Jacobo FARC

    Jacobo en su cuarto en el AETCR. Entre las imágenes del fondo, una réplica de la pintura Reflejos imposibles de Escher. Fotografías: Julián Caro Bedoya

    “‒No es ningún sacrificio. No hago ningún sacrificio. Estoy cumpliendo mi deber de obrero, de dirigente obrero. Lo que usted llama sacrificio mi razón de ser. No podría actuar de otra manera sin sentir repugnancia de mí mismo. ‒Pero ¿por qué? ‒Desde el momento en que me convencí de la verdad de las ideas que defiendo, sería un miserable si no me dedicara a propagarlas, a luchar por su victoria. Me sería imposible vivir en paz conmigo mismo. Ni la cárcel, ni las torturas, pueden hacerme renunciar a mis ideas. Sería como renunciar a mi propia dignidad de hombre”.

    Así piensa Jacobo, como el personaje de una de las novelas de la trilogía Los subterráneos de la libertad, de Jorge Amado. Ni su paso por la cárcel ni la derrota de la lucha armada entristecen o avergüenzan sus recuerdos. “No, nunca me arrepentí de ingresar a las Farc, ni antes ni ahora”, dice. “La guerra toca hacerla” o algo así recuerda que decía Manuel Marulanda. Jacobo se la pasa citando frases, libros y canciones para convencerse de sus ideas, sí, convencerse sobre todo a sí mismo y no tanto a quien lo escucha.

    En medio de una selva devorada por la niebla, las botas amarillas de Jacobo guían una visita por el Antiguo Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación (AETCR) Jacobo Arango en la vereda Llano Grande Chimiadó del municipio de Dabeiba, a 185 kilómetros de Medellín. Allí, otro Jacobo, este Jacobo sin apellido, de pelo largo y crespo, intenta construir un futuro trabajando en sus propios proyectos productivos.

    Travesías por la Paz, por ejemplo, es una iniciativa de ecoturismo con la que Jacobo busca que los visitantes se reencuentren con la naturaleza. Vio en las montañas una oportunidad para que la conciencia ecológica se dé “como una forma de resistencia contra el imperio multinacional”. Aunque ama la libertad que le brinda el campo y es la única razón por la que permanece allí, eso no tuvo nada que ver con su vida en la guerrilla. Perteneció a un frente urbano y su tarea como “guerrillero profesional” era hacer inteligencia y poner explosivos en la ciudad con ayuda de milicianos.

    En 1998, junto con otros siete compañeros, detonó un carrobomba en la Cuarta Brigada de Medellín que mató a un policía y a un soldado bachiller. Pero en la operación hubo un “sapo” y el Ejército ya los tenía fichados. Más temprano que tarde cayeron en un operativo en la zona nororiental. Jacobo piensa en esos días y se imagina como un personaje más de la película La noche de los lápices. Fue un fin de semana entero con las manos atadas y los ojos vendados, recibiendo golpes, insultos y amenazas. Cuando le metieron una granada en la boca y le pidieron que rezara, recordó que era ateo y no sabía cómo hacerlo. Tuvo que lidiar con la rabia de ver a sus compañeros comiéndose las hamburguesas que les dieron a cambio de su colaboración. Solo la mitad del grupo se mantuvo firme hasta el final. En esos momentos comprendió que la peor tortura es la fractura de la unidad porque como dice él que predican en el ELN: “La unidad es una gran parte de la victoria”. Y esa es ahora su forma de defensa.

    Cuando entró a la cárcel de Bellavista en 2002 no era un preso más. Era respetado porque todos sabían que las peleas con las Farc “eran muy duras” y en efecto lo fueron cuando se resistió a seguir ciertas reglas o pagar vacunas. Estuvo en varias cárceles y reconoció sectores que estaban bajo el control del ELN, otros de las Farc, los extraditables o las autodefensas que también tenían su territorio. Los grupos hacían alianzas si el problema los afectaba a todos.

    Cuando lo obligaron a raparse la cabeza y afeitarse la barba, Jacobo interpuso una acción de tutela y aunque suele decir que “no espera clemencia de los jueces” fue gracias a uno que se ganó el derecho a ser quien era.

    Con las Farc no volvió a tener contacto sino hasta después de seis años de haber entrado a la cárcel. Entre tanto, recibía visitas de la familia y los amigos cercanos. Recuerda con ternura una carta que le escribió un vecino militante de la Unión Patriótica en la que le decía que se sentía culpable de haber influido en su decisión de ingresar a la lucha armada. Él le respondió que no había de qué preocuparse, pues los motivos para enlistarse venían también de la familia, el colegio, la universidad, el trabajo y la vida misma. También hizo amigos como “Pedro, Pedrito el necio”, el hombre que lo recibió en la cárcel y con el que compartió visitas de familiares. “Lo bonito fue que la mamá y la hermana, luego de la muerte de él, me siguieron visitando y hasta la fecha siguen esos lazos de hermandad”. En Cómbita conoció a un tipo que le contó que había leído 120 libros en un año y eso le marcó una nueva etapa para los “18 años, nueve meses y unos días” que pasó en la cárcel. Alcanzó a leer 80 libros en un año y se obsesionó con la pintura, el ejercicio físico y el estudio de las matemáticas, como cuando estudiaba Física en la Universidad de Antioquia.

    Jacobo se crio en Manrique. En el solar de su casa había un árbol frutal donde “miqueaba de un lado pa’l otro”. Aunque no era el mejor en la escuela, se “defendía”. En los ratos libres vendía cigarrillos y globos afuera de los teatros o el estadio. No lo hacía por necesidad, sino para gastar con sus amigos, jugar maquinitas y “pasar bueno”. En ese entonces Manrique Oriental era una zona de invasión y con los amigos “salía por ahí a andar, a hacer convites” y a conversar con campesinos que “tenían como un calorcito lo más de rico, un calorcito que viene como del corazón”. En los 80, empezó a interesarse por la música que unos parceros trajeron de Estados Unidos. “Las letras rebeldes” del rock y del metal se volvieron parte de su personalidad en contra del imperio y la religión. En esa misma época comenzó a hacer acampadas con sus amigos y cree que desde ahí se “estaba preparando para el monte”. Entró a la Universidad de Antioquia y cuando su novia quedó embarazada intentó trabajar y estudiar para mantenerlos, pero se dio cuenta de que no podía y eso le pareció una injusticia. Entonces se enlistó en las Farc. Aunque la relación con su hijo es buena, reconoce que perdió “la oportunidad de estar con él, de formarlo, o de deformarlo mejor dicho [...] porque lo hubiera vuelto más revolucionario”.

    Desde pequeño supo lo que era la libertad, no solo para callejear, sino también para pensar. Su mamá era hija de una “chusmera”, como se les conocía a los liberales hace más de sesenta años; su papá estudió en el Liceo Antioqueño y en la Universidad de Antioquia, y ambos fueron sindicalistas. Martha, una de las tres hermanas de Jacobo, cuenta que uno de sus primeros recuerdos era “asistir todos los años a la marcha del Primero de Mayo y escuchar música y recibir toda esa formación desde la izquierda, desde la educación popular”. En la casa de Jacobo sabían qué era una asamblea y se hacían asambleas para todo: cuando había problemas o para repartir los quehaceres. “Ninguno se sorprendió cuando el Grillo [refiriéndose a Jacobo] cayó preso, ya todos sabíamos que él andaba por ese camino”. Su papá le dijo que “estaba haciendo lo que él no pudo”.

    Jacobo FARC 2

    El Centro de Memoria Histórica de Llano Grande en el que estaría la escultura que conserva Jacobo todavía no funciona porque, según él, fue construido de afán, solo por gastar dinero.
     Mientras hablamos, los dedos de Jacobo rascan la cara del “Guerrillero Heroico” que tiene puesta en la muñeca. Sus ídolos siempre están con él. En las paredes de su cuarto en el AETCR hay más retratos del Che, también están por ahí los rostros de Manuel Marulanda, alias Tirofijo; Jorge Briceño, alias Mono Jojoy, y hasta del mismísimo Antonio Nariño en un emblema listo para ser bordado. Tiene una miniescultura de un guerrillero en postura de tiro con la rodilla en tierra, pero sin apuntar, con uniforme, equipaje y fusil. Dice, reflexivo: “Ese guerrillero pudo haber sido cualquiera de nosotros”. La idea es que esa escultura, como muchas otras cosas de su cuarto involuntariamente maximalista, sea utilizada en el Centro de Memoria Histórica de Llano Grande. Su casa está dividida por placas de fibrocemento con pinturas alusivas a sus causas de lucha: tiene una dedicada a la Primera Línea, otra que llama El muro feminista con carteles de “Vivas nos queremos” y “Ni una menos”; adentro hay afiches y réplicas de pinturas que él mismo hace con vinilo y carboncillo, y en los exteriores de la casa están los rostros de mujeres palenqueras y wayuu; y, claro, otro muro más dedicado al Che y al Partido Comunista.

    Durante los cinco años que lleva Jacobo en el AETCR Llano Grande se ha capacitado en masajes, yoga y alimentación sana. Sueña con montar un spa con los ocho millones que le corresponden a cada firmante para sus proyectos productivos. La asignación única de dos millones del Gobierno para la reincorporación la gastó en un computador y un concierto de rock en Manizales, porque sus ideologías atraviesan lo político y terminan en “pasar bueno”.

    El día que el expresidente Iván Duque visitó el AETCR para mostrarle al país que se acordaba de los firmantes de paz y prometió hacer algo con las casas de cartón (ver página 16) en las que han vivido cerca de cinco años, Jacobo se escondió junto al Che y su perro Corozo “para no escuchar”. De hecho, dice, tenía “ganas de colocar una pancarta y denunciar lo que pasa allá, pero sabía que los medios lo iban a ocultar. Era una lucha en vano”. Según él, algunos liderazgos se han convertido en “acomodamientos”. Jacobo no es un hombre de silencios ni de conveniencias. Cuestiona y contradice, alza la voz porque en la paz todavía hay injusticia. Y mientras exista la injusticia, dice, existirá Jacobo. De lo contrario, nada más quedaría Héctor Iván Piedrahita Londoño, como figura en el registro civil.

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