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Edición 104

event 23 Febrero 2023
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Juan Esteban Cabrera Quintero
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  • Damas Rosadas: la vida al servicio

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    Varios grupos organizados de mujeres dedican sus vidas a acompañar a pacientes solitarios, apoyar a sus cuidadores y tratar de alivianar la carga de la enfermedad en clínicas y hospitales. Uno de ellos funciona en Medellín.

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    Lucero Gutiérrez y Amparo Martínez son integrantes del equipo de voluntarias que trabaja en el Instituto Neurológico de Colombia. Fotografía: Juan Esteban Cabrera Quintero.

     

     

    Por los pasillos del Instituto Neurológico de Colombia, en el centro de Medellín, camina una mujer de camisa y pantalón rosados, pañoleta blanca y zapatos negros de charol a la que el personal médico saluda con respeto. Esta mañana de noviembre, detrás de una de las tantas cortinas de las salas de atención, la mujer observa a la acompañante de un hombre mayor que está conectado a un respirador artificial. La ve postrada, angustiada. Se le acerca: “Recuerde que nos puede pedir ayuda a nosotras, estamos a su disposición, ¿oyó?”, le dice. La acompañante le responde con una sonrisa y al menos por un momento se ilusiona con la posibilidad de desahogarse.

    Lucero Gutiérez es la vicepresidenta del voluntariado del Neurológico, un grupo de amas de casa, jubiladas, profesionales y estudiantes que destinan una parte de su vida a acompañar a los pacientes de la clínica. Casi todas son mujeres. Están ahí, dos en la mañana y dos en la tarde, cada una destina como mínimo cuatro horas semanales, para ayudar a un paciente que está solo en un examen médico o cuidar a un bebé mientras la madre está en una consulta o escuchar a un acompañante que está desesperado. “Aquí uno debe mostrar fortaleza para que los demás sientan fortaleza”, dice Lucero.

    Ella llegó al voluntariado hace cuatro años, después de jubilarse y de ver a una de sus amigas usando su particular uniforme rosado. “Le pregunté cómo podía entrar y me trajo. Yo no conocía nada del voluntariado, pero siempre he tenido un espíritu de colaboración”, recuerda Lucero. Aunque en los últimos años ha desempeñado un rol más administrativo, no ha dejado a un lado la vocación que la llevó a esa organización. “El deseo del servicio es la característica principal del voluntariado. Si no tienes deseo no tienes nada”, dice.

    Según la Corporación Colombiana de Voluntariado, que reúne a organizaciones dedicadas al voluntariado en todo el país y en diferentes áreas, el 26 % de los voluntarios en el ámbito nacional pertenecen al sector salud. Se encargan de apoyar una serie de tareas que el personal médico no puede o no quiere asumir. Por ejemplo, conversar con los enfermos, escribirles cartas a sus familiares, animarlos, en otras palabras, tienen la misión de humanizar la estadía de los pacientes en las clínicas y los hospitales.

    En América Latina se habla de voluntariado desde la época de la colonia, cuando los misioneros religiosos fundaron los primeros hospitales para atender a la población vulnerable. Con el tiempo fueron apareciendo pequeñas organizaciones de beneficencia, muchas de ellas de origen y vocación religiosa, que sembraron la creencia de que el voluntariado o las acciones filántropas eran lujos de gente adinerada. Sin embargo, la figura del voluntario se popularizó durante las guerras mundiales. Cuando los cuerpos médicos escaseaban, montones de personas acudían a ayudar a los heridos de guerra y a los damnificados, especialmente mujeres esperanzadas en un reencuentro con sus esposos o hijos.

    “La figura de la mujer como enfermera voluntaria se potenció en la guerra cuando los heridos no tenían quién los cuidara. A partir de allí nació un poco lo que se conoce hoy como el voluntariado”, explica José Fernando Jaramillo, trabajador social del Instituto Neurológico de Colombia y quien es el puente entre esa institución y las voluntarias. Fue tal la popularidad que ganaron estas mujeres dedicadas al cuidado, que los pacientes y el personal de los hospitales comenzaron a llamarlas volunteer nurses o enfermeras voluntarias. Cuando la guerra terminó, cientos de hospitales en Estados Unidos reconocieron su trabajo, y para evitar confusiones con las enfermeras profesionales les asignaron un uniforme rosa y un nombre que las diferenciaría del resto: Pink Ladies.

    En Colombia, en la década de los 50, muchas mujeres acudían a los hospitales ofreciendo ayuda sin pedir una remuneración. Las entidades sanitarias de esta época aceptaron las ofertas y formaron sus propios grupos de voluntarias, cada uno con estatutos y enfoques distintos. El primer voluntariado hospitalario del país se creó en 1955 en el Hospital Infantil Lorencita Villegas de Santos, en Bogotá.

    Myriam Garcés, de 81 años, viuda y con cuatro hijos, cuenta que todavía hace 20 años la labor social del país era asociada con la gente adinerada. “Aquí el voluntariado empezó en el Hospital General de Medellín, pero ahí solo estaban las esposas de los doctores. No había cabida para las personas del común”, dice.

    Myriam descubrió el oficio gracias a Luz Helena Yarce, costurera y amiga, quien la convenció de que todo lo que necesitaba era tiempo y deseo de servir. Juntas y separadas han pasado por clínicas como la Santa María de Itagüí (que ya no existe), la León XIII, el Marco Fidel Suárez en Bello y ahora están en el Instituto Neurológico.

    A Luz Helena le gusta estar en urgencias, acompañar a los pacientes, asistir al sacerdote que diariamente ofrece la comunión y participar en las jornadas de salud en los pueblos. Myriam, en cambio, desde la pandemia prefiere dedicarse solo a coser la ropa que venden, a mil o dos mil pesos, en el ropero comunitario que instalan en la casa de una de las voluntarias, en Itagüí, los viernes y los sábados en las tardes. También hace tarjetas o toallas en fechas especiales para conseguir recursos. “Prestamos el servicio a la medida de nuestras capacidades, pero uno está todo el tiempo en observación: ayudamos con los fichos o estamos pendientes de que el viejito que se quedó solo no se quiera volar”, explica Myriam.

    Desde su creación, el grupo del Neurológico hace parte de la Asociación Colombiana de Voluntariado Hospitalario y de Salud (Avhos), una entidad privada, de carácter social y sin ánimo de lucro que reúne a los voluntariados similares de todo el país. El Hospital General de Medellín fue la primera entidad en Antioquia que se unió a esta asociación, aunque actualmente no pertenece a ella.

    Los voluntariados que pertenecen a Avhos tienen cuatro líneas de atención: la asistencia hospitalaria, que es el servicio de acompañamiento que se presta en las clínicas; las brigadas o jornadas de salud en comunidades vulnerables; la atención al adulto mayor; y la atención de niños. A Avhos también pertenecen otras entidades como la Fundación Clínica Infantil Club Noel de Cali y la Clínica Materno Infantil San Luis en Bucaramanga. En cualquier caso, aclara Lucero, no se necesita pertenecer a Avhos para realizar el voluntariado.

    “La mayoría de las voluntarias son mujeres pensionadas que han logrado los objetivos de su vida y ahora quieren ayudar y servir”, dice José Fernando. Gloria Ochoa, por ejemplo, llegó al Neurológico hace 11 años buscando un lugar seguro para ejercer el voluntariado. Después de jubilarse, entró a un programa de la Universidad de Antioquia llamado Préstame tus Ojos en el que apoyaba a personas con alguna discapacidad visual a preparar exámenes, pero los paros y las protestas la hicieron retirarse. En el Neurológico encontró un espacio en el que podía sentirse útil ayudando sin el temor que le producía a veces el ambiente de la universidad.

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    Por otro lado, Natalia Cardona, de 45 años, una de las más jóvenes, entró al Instituto hace cinco años con la idea, según dice, de retribuir todo lo bueno que ha pasado en su vida desde la llegada de su bebé. “Aquí viene gente muy necesitada, de pueblos muy lejanos y de hogares muy vulnerables, gente que a veces no sabe leer, por ejemplo, y nosotras los acompañamos desde que entran, hacen el papeleo, hasta que tienen la cita. Son pequeños actos de amor”, dice Natalia.

    En las jornadas de salud que el Neurológico lleva a cabo en municipios y comunidades vulnerables han atendido por lo menos a unas cinco mil personas. En la última, en San José de la Montaña, participaron 400. Las voluntarias son las encargadas de acondicionar los espacios y son la mano derecha del personal de salud que lidera las jornadas. También se encargan de actividades recreativas, ofrecen servicio de peluquería y llevan una parte del ropero comunitario.

    En Medellín tienen un programa llamado Respiro en el que se toman un café o salen a pasear con un paciente mayor durante un par de horas. Con el dinero que ganan con el ropero y con las donaciones que reciben compran desde sillas de ruedas, muletas y bastones para pacientes necesitados, hasta equipos para el Instituto o para los hospitales de los pueblos que visitan. Van por todos lados con el Carrito de la Alegría que está lleno de crucigramas y sopas de letras con los que entretienen a los pacientes. Incluso, en pandemia siguieron repartiendo mercados y no abandonaron el ropero. A futuro, cuenta Lucero, están pensando en montar un semillero para atraer jóvenes, porque no hay relevo generacional. “Por ahora estamos tratando de vincular a gente joven en las jornadas de salud. Esto enriquece el alma, da mucha satisfacción”.

    Las Damas Rosadas son más que un grupo de mujeres solidarias: se mueven por la necesidad de ayudar y servir. Algunas viven en otros municipios y tienen otros trabajos, pero se sostienen como grupo en el deseo de devolverle a la vida todo lo que han recibido y de alguna forma luchar contra las desigualdades. Saben que el voluntariado es un servicio silencioso, poco visible, y un compromiso que requiere tiempo y dedicación. Cumplen horarios, respetan unos reglamentos e incluso aportan una cuota mensual.

    Sin embargo, cada vez es más difícil para mujeres como Myriam y Luz Helena continuar en su trabajo de voluntariado porque la pandemia hizo que algunas instituciones decidieran retirarlas por su edad y el riesgo que eso representaba para su propia salud. “Pero esto es un motivo de vida. Mientras yo me sienta aliviada y pueda caminar, vengo a cumplir con mis horas. Y eso que a mí me duele todo, pero me tomo dos acetaminofén y listo”, dice Myriam. “Yo he dicho que si me muero lo hago feliz porque ayudé a la gente. Nosotras somos como soldados rasos, nos mandan a la guerra y nos matan”, concluye Luz Helena.

     El ropero comunitario es una de las estrategias que utilizan las voluntarias para conseguir recursos que permitan el funcionamiento del grupo. Fotografía: cortesía. 

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