DLU LAB
event 10 Octubre 2024
schedule 94 min.
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Por Estefanía Carvajal, María Isabel Naranjo y Laura Almanza, Universo Centro. Fotografías: Juan Fernando Ospina.
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Historias de una vieja práctica

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Esta es una crónica de Universo Centro en la que seis mujeres y una niña que residen en Medellín les contaron las heridas que ha dejado en ellas la explotación sexual que comienza desde la infancia. Las menores aún se rebuscan la vida en las calles. También, a través de un rastreo en el Archivo Histórico Judicial de la ciudad, hablaron con mujeres de otros tiempos. Con horror comprobaron que es poco lo que ha cambiado.

“(...) ¿O cuál es más de culpar,

aunque cualquiera mal haga:

la que peca por la paga

o el que paga por pecar?”.

Sor Juana Inés de la Cruz, 1689.

 

Los barrios rojos de los abuelos solían ser Guayaquil, Lovaina, La Veracruz y El Pedrero, pero hace años que todos los barrios prendieron sus bombillos rojos y apareció el glamur de Medellín, sus letras cantadas, su fama anunciada hasta en las vallas bajando del aeropuerto y una legión que demanda “servicios sexuales”. El viejo burdel creció, y ya no apaga la luz sino que enciende sus reflectores. 

Seis mujeres y una niña nos contaron las heridas que ha dejado en ellas la explotación sexual que comienza desde la infancia. Todas residen actualmente en Medellín, y las menores aún se rebuscan la vida en las calles. También escudriñamos el Archivo Histórico Judicial de la ciudad y, a través de él, hablamos con mujeres de otros tiempos. Con horror comprobamos que es poco lo que ha cambiado.

Las historias que el lector está a punto de conocer ocurrieron en décadas y siglos distintos, pero son retratos de la misma enfermedad: la pobreza vehemente, los entornos familiares agrestes y las oportunidades solo para abusadores. Los relatos de la explotación sexual se repiten en los espejos donde la música suena muy fuerte y todo da vueltas y salen manos de las paredes con golpes y billetes y tarjetas y todas las cuentas por pagar. Son ellas quienes tienen la palabra de la calle en la punta de la lengua. Los nombres que usamos, que podrían ser cualquiera, les pertenecen solo en estas páginas.  

I. La primera vez

Antes de la calle fue el caos: una familia violenta, un episodio de abuso, la orfandad, el desplazamiento. El Sistema de Alertas Tempranas de la Alcaldía de Medellín ha identificado los factores que inducen a la explotación sexual infantil, y que no distan mucho de lo que ocurre en otras ciudades de Colombia y América Latina. La pobreza es el motivo principal, pero no el único. Casi siempre las necesidades económicas de las niñas y niños explotados vienen en combo con otras tragedias: líos familiares, antecedentes de violencia sexual, consumo de sustancias psicoactivas, trabajo infantil, dificultades para permanecer en la escuela, alteraciones del estado de ánimo y alta exposición a internet (o todas las anteriores). 

Alejandra (30 años)

Pues eso fue hace muchos años… Yo tenía 8 cuando eso. Lo que pasa es que mi mamá me vendió a una cierta persona que se encargaba de manejar una casa de prostitutas de alto nivel. Era en Itagüí; todo muy reservado. Solamente se manejaban prostitutas menores de edad. Mientras fueran de 8… Póngale por ahí hasta los 14 o 15 años. A los 15 nos echaban de la casa porque ya no servíamos, ya éramos objetos inútiles.

Cuando yo empecé no sabía, no tenía ni idea sobre lo que me iban a hacer. Hasta donde yo tenía entendido en esa casa nos iban a cuidar temporalmente mientras resultaba, no sé, una forma de que las niñas aprendieran a pintar las uñas o arreglar el cabello… Pero era un total engaño con el que esa mujer traía a las niñas, incluso de otros pueblos, a prostituirse a Medellín.

Exactamente en Itagüí, siempre estuvo ahí.

La casa era discreta. Allá no entraba cualquiera, solamente entraban clientes que ya supieran o que se contactaran directamente con esta persona. Fue muy duro al principio porque el no saber realmente a qué me iba a enfrentar me costó muchos castigos. Era un mundo al que yo no estaba acostumbrada, pues una niña de 8 años sabe de muñecos y de juguetes; del mundo de la prostitución no sabe nada. Yo no sabía ni qué era una parte íntima del cuerpo, ni de un hombre, ni de una mujer, ni de nada; ni siquiera cómo venían los hijos al mundo. Y fue un totazo enterarse de todo: “Usted aquí viene es a trabajar y a sacarle producto a la mina que tiene dentro de las piernas”.

En esa casa estuve hasta los 10 años que alguien compró mi lote de tierra y ya me pude salir. Pero no salir a hacer mi vida y a hacer mis cosas, sino a seguir en la prostitución, porque la persona que compró mi lote era un proxeneta que me obligó a seguir con lo mismo hasta que cumplí 15 años y me volé para el Centro.

Camila (18 años)

Profe, a mí nunca se me olvida la primera vez que estuve con alguien por plata. Yo siempre lo recuerdo y nunca se me olvida y eso que han pasado muchos años… Tenía 14 o 15 años. Nunca se me olvida: yo sé quién es el man. Eso marca mucho la vida, ¡y eso que lo hice conscientemente! Ahora yo pienso en las niñas que las obligan o están en contra de su voluntad… Eso debe ser muy horrible.

Yo conocía a una pelada que se llamaba Daniela. Estábamos en una parte quizque la UVA (uno de los catorce parques públicos creados alrededor de los grandes tanques de agua de EPM). Me dijo: “Lo que pasa es que el man que manda acá la vio a usted y le gustó”. Él era un viejo. Pero ella me decía: “Él quiere estar con usted, a él ni se le para el pipí. Vaya que no le van a hacer nada”. 

Recuerdo que en realidad yo no quería. Uno nunca quiere, pero la plata le daña a uno la cabeza y el corazón. Uno lo que quiere en ese momento es que la otra persona termine, y por eso lo que uno tiene que hacer es actuar. Métase en su película. Actúe porque si usted no actúa, no va a complacer a la otra persona. Todo se trata de complacer. Y si le tiene que decir que le gusta, dígale que le gusta, que le encanta, para que él se pueda sentir bien. Apenas terminó, quedé con una sensación muy horrible y me bañé por ahí dos, tres veces. Uno se siente sucio, como pegajoso. Profe, es que yo creo que no hay mujer a la que le guste… “Trabajar”. 

María de los Ángeles (14 años en 1918)

Hace como unos tres meses, hallándome yo sola en mi casa de habitación, que está situada en esta población (Cañasgordas, municipio en el occidente de Antioquia), llegó allí el señor Juan Cansio Correa, hijo de José María Correa, que vive en La Llorona, y porque no quise acceder a entregarle mi cuerpo, él me cogió por la fuerza e hizo de mí lo que quiso, sin que yo quisiera. Busqué rechazarlo mucho, pero no pude. Él triunfó con su fuerza. Cuando mi madre vino, le conté el hecho, pero no me hizo caso.

Desde entonces, he continuado entregándole mi cuerpo a otros, varios individuos, incluyendo al mismo Juan Correa. Mi madre nos alcahuetea a mi hermana Julia Rosa y a mí, pues nos dice que nos entreguemos al hombre que ella quiera o al que ya pagó dinero, y nosotras, por miedo, nos entregamos a cualquiera.

Cada vez que uno de estos individuos nos solicita, de día o de noche, mi madre lo manda donde nosotras nos hallamos, se sale del interior de la casa y, cuando acabamos, vuelve.

El señor juez segundo del circuito de Frontino, en sentencia del 6 de mayo de 1918, condenó a Salomé Flores a la pena de un año de reclusión por el delito de alcahuetería. El expediente se cerró con la condena a la madre, y una nota que valoraba moralmente la conducta de la hija: “María de los Ángeles Bran no ha sido buena en materia de moralidad y buenas costumbres, pues aquí en esta población ha sido tomada como mujer pública y escandalosa”. Aunque el sindicado del caso era Juan Cansio Correa, nada concluyente se dijo de él. 

II. La familia

Casi la mitad de los niños y niñas víctimas de la explotación sexual en Medellín han crecido en familias monoparentales: por lo general, una madre soltera —y sola— a cargo de la crianza de los hijos. En estos contextos, dice el Informe Alterno por los Derechos de la Niñez de 2022, el escaso acompañamiento familiar lleva a los menores a presentar comportamientos que rompen todos los vínculos afectivos.

La Policía Metropolitana del Valle de Aburrá coincide en el diagnóstico: muchas madres de niñas explotadas son también trabajadoras sexuales que inducen a sus hijas a vender sus cuerpos por dinero, cuando no son ellas mismas quienes las venden. Para ellas es algo completamente normal: la prostitución está dentro del curso natural de los acontecimientos de la vida.

Mireya (19 años)

A los 16 años conocí a mi mamá, aunque en Bienestar Familiar me habían dicho que estaba muerta. Yo les dije que por qué me habían ocultado las cosas, que me contaran la historia de verdad. Como ya mi mamá había aparecido, no tenían de otra. Y ahí me dijeron que cuando yo había nacido mi mamá consumía, y como no tenía para el vicio me había dejado en una plaza. A los quince días de nacida los jíbaros me metieron a Hogares Sustitutos y desde eso iba de hogar en hogar.

Yo siempre había anhelado estar con mi mamá. Cuando me dijo que me fuera a vivir con ella, yo no lo pensé y me volé del internado. Un día casualmente vi que estaba chateando con la psicóloga que yo tenía allá. Ella le decía que me retornara, que era por mi bien, que ya iba a empezar el curso de enfermería en el SENA. Mi mamá le decía que yo no quería, pero no era así. Yo le decía que quería volver a internarme, pero ella era la que me decía que no, que para qué, que con ella no me iba a faltar nada. Hasta que le escribieron que ya no podía volver, que se me había acabado el tiempo y ya no tenía cupo en ningún lado. Entonces, mi mamá me confesó que ella solo me había llevado a casa para que complaciera a mi padrastro. 

María Beatriz (63 años)

Mi madre murió cuando yo nací y a mí me tiraron a un basurero. Una amiga de mi madre, que estaba en embarazo parejo con ella, supo que me botaron y fue la que me rescató. Cuando yo tenía 5 años mi familia paterna mandó por mí. Me llevaron donde mi mamita, que estaba tullidita. Ahí empezó mi martirio. Mi tía — que fue tía, madrina y mamá— se consiguió un novio y se casó. A los dos meses, el esposo le dijo: “Lo siento, yo no me casé con usted para mantenerle muchachitos, vea a ver qué hace con ella”. Me dejaron allá, pero pa mamá darme un bocadito de comida tenía que ser al escondido de él. Cuando yo tenía 7 años y medio, él le dijo: “Haceme el favor y mandás a esa sinvergüenza a ayudarme con el alambrado”. Yo salí como un perro regañado detrás de él. Cuando estaba terminando el alambrado, tendió una ruana. “Te acostás ahí o te acuesto”, dijo, y se dejó venir a quitarme la ropa. Yo pensé: “Dios, ¡ayúdame!”, y me volví una fiera. Por donde me tocaba le mandaba yo mordiscos y las uñas. Lo volví una melodía. Supe que logré soltarme y pedir auxilio, todo eso desnuda. Ese mismo día, a las ocho de la noche, me volé de mi casa por el monte.

Verónica (16 años)

Son una familia del barrio a la que le dicen “las Riquis”. Uno ve que salen todas a putear. La mamá y las tres hijas se van a trabajar juntas. Yo nunca vi que la mamá las obligara, yo digo que era más porque veían que eso era fácil. La verdad era una convivencia muy rara. Yo me hablaba con una de las más pequeñitas, que en ese momento tendría por ahí 12 años, y más de una vez me tocó escuchar que las hermanas le decían que no lo hiciera, pero ella les decía: “Paila, si ustedes no me van a llevar a conspirar, yo misma hago plata”. La mamá tampoco les daba mucha importancia, ella vivía en el mundo de las pepas. Yo creo que, si uno tira su vicio y tiene un hijo, no tiene por qué decirle: “Vaya a comprarme dos pepas que me voy a empepar”, como si lo mandara a comprar el desayuno.

María Soledad (68 años) 

Yo tenía 15 añitos. Mi familia había llegado a Medellín cuando yo tenía 6. Veníamos desplazados de la violencia en Sevilla. Eso queda en el occidente yendo hacia Urabá. Vivimos un tiempo en La Calesita y en La Bayadera (un asentamiento de miles de ranchitos embutidos en una franja de terreno entre el río y las vías del ferrocarril), y dos años después hubo una reubicación y nos llevaron para el barrio Castilla. Ahí hizo mi papá un ranchito de barro (en esa ranchería fue violada cuando apenas tenía 12 años).

Yo fui la primera hija, a mí era la que me tocaba todo. Después de mí venían otras tres hermanitas. Y mi papá me castigaba mucho. Él fue muy bruto conmigo, era de esas personas que no saben castigar. En aquel entonces los papás nos enseñaban a punta de garrote, y yo me aburrí y me fui violada. 

Recién me desaparecí mi papá empezó a buscarme en Medellín, yo ya estaba en Sopetrán. Llegué donde una tía mía, pero una prima, que en paz descanse, me dijo: “Bueno, mijita, aquí hay que trabajar, aquí soy yo la que lleva la batuta. Bienvenida, pero vamos a trabajar”. Ella era salonera en una cantina, y allá me llevó a mí. 

Justiniana Barreiro (edad sin establecer, 1854)

Archivo 13091. Juzgado Segundo del Circuito. Folio tres. El 20 de diciembre de 1854 fue Dominga Vahos, mayor de 21 años, de oficio lavandera y cocinera, y quien vivía en la misma casa de la sindicada, la que afirmó que Matilde Cuéllar, la madre de Justiniana, un día la encerró en una habitación con Agustín Restrepo y escondió la llave del cuarto “para que allá a solas pudiesen cometer las maldades que quisiesen”. Según contó, ese día la madre le había pedido que fuera a visitar a Agustín Restrepo junto a su hermana pequeña en la botica que hay cerca de su casa, y que conversara con él “cariñosamente”. Al poco tiempo volvieron las pequeñas diciendo que no se habían atrevido a entrar. Entonces la madre fue a sacarlo de la botica, lo empujó hasta su casa y luego lo encerró con su propia hija en el cuarto que compartían las tres. Varias veces intentaron salir, pero la madre le gritaba desde la puerta: “No le des la llave al Agustincito para que no se vaya”. El Agustincito forcejeó con la niña mientras ella le suplicaba “no le doy la llave porque mi mamá me mata”, y cuando por fin se las quitó, tenía los dedos hinchados. La testigo sostuvo que lo dicho era verdad, y que no firmaba porque no sabía escribir.

María del Carmen (65 años)

Éramos ocho: seis hijos, mi marido y yo. Había que rebuscársela porque con la plata que se hacía él, no nos daba. Yo trabajaba haciendo aseo en una casa de familia, hasta una vez que me intoxiqué con límpido y los patrones no hicieron nada. Yo pensaba: “Estos hijueputas me van a dejar morir aquí”. Ni que me hubieran acabado de conocer. Yo llevaba más de seis años trabajando allá. Desde ese día, nunca más. Ahí fue que empecé a putear. 

En mi casa nadie sabía. Yo decía: “Chao, me voy a trabajar”, y nadie me preguntaba nada. Un día cualquiera iba yo entrando a un motel con un cliente. Estábamos subiendo las escaleras para la pieza, cuando miro hacia la calle y veo a mi hijo mayor de frente. Ay muchacha, yo nunca había sentido tanta vergüenza en mi vida, temblaba de la vergüenza, se me salían las lágrimas. Cuando llegué a la casa, todo como si nada. Al otro día él se me acercó y me dijo: “Mamá, usted no me tiene que explicar nada. Yo entiendo que levantar seis hijos no es fácil”. Y me abrazó. 

Escuche las voces de Alejandra (35 años) y Mireya (19 años) aquí.

III. Los clientes

“Nada de libre elección: la puta gozosa es un invento del porno y lo que queda, en realidad, sobre cada uno de los colchones vencidos, es un hilo de esperma y una sensación de dignidades desiguales. Los tipos ya no van con putas para gozar y tomar el té: pagan para mostrar qué fuertes son, y no hay varón más débil que el que necesita explicar lo contrario”.

Josefina Licitra.

El caso que prendió los reflectores fue la captura y judicialización de alias ‘Jake’, un gringo pionero en el turismo del bajo mundo de Medellín. Agarrarlo requirió más de un año de investigación y 48 diligencias judiciales. Era 2016 y la ciudad apenas se estaba dando cuenta de que los extranjeros miraban hacia acá con ganas criminales. La policía lo agarró en su PH en El Poblado, en el que también encontraron a una menor de 13 años, el jacuzzi inflable que aparecía en las fotos de su sitio web, 33 millones de pesos en efectivo, y un ramillete de drogas de todos los colores. 

Pero como ‘Jake’ había muchos, otros, tantos, y su captura no frenó el problema: antes de los extranjeros,  los señores de bien que vivían en Prado y bajaban a Lovaina a buscar lo que no se les había perdido, y por ese mismo tiempo, los mineros, y antes de los mineros, los cachacos. Pocas cosas tan antiguas como el abuso infame de una niña. Y pocas cosas tan inútiles como el sistema de justicia que las protege: en Medellín, cada dos días se denuncia un caso de explotación sexual infantil. Más del 95 % quedan en la impunidad.

Camila y Verónica (18 y 16 años)

—Vea profe, le voy a contar la de Paul. Él ya estuvo en la cárcel por estar con menor de edad. Nosotras lo conocemos, hemos parchado con él y nos ha tocado ver, estando allá, cómo recibe sus audiencias. Es de Chicago, de Estados Unidos.

—Se llama dizque Paul. El man vino, conoció a una niña y la niña le dijo que ella era mayor de edad. Él se la llevó a un viaje a Cartagena y la mamá denunció. Cuando volvieron, la policía le quitó el celular. Salió que ella era una proxeneta porque vendía a las amigas. El man quedó sin nada prácticamente. 

—No tiene identificación.

—No tiene nada, pero está viviendo acá. Vive en un apartamento con jacuzzi al que van muchas peladas. A mí me llevó una amiguita. Queda en Itagüí.

—Él se refugia en su dolor. Nos dice que vive muy triste porque no puede volver y su mamá está muy viejita. Él acá está prácticamente solo, qué pesar.

—Y dice que no quiere estar con menores de edad, pero yo soy menor de edad y parcho allá. Otras amiguitas de él también son menores. El man es muy inconsciente, ¡tanto vicio que compra! 

¿A qué edad empezaste?

—Profe, la verdad, yo empecé como a los 13 años. Yo creo que uno se hace conocer en este mundo por las amigas que uno tenga. Pues, las que se hacen llamar amigas.

—Nosotras conocimos a un japonés. Él salía con nosotras. Yo le presenté muuuuuuchas amigas, y él me presentó otros extranjeros.

—Entonces, un ejemplo: si yo sé que mi hermanita se puede ganar la plata ahí (porque Camila y Verónica son primas, pero crecieron juntas en la misma casa, con la misma mamita que adoran), yo le hablo de ella, y el man luego va y la busca.

Alejandra (30 años)

La prostitución en sí es difícil. Dicen que es la vida fácil, pero es una vida muy difícil. Nadie se alcanza a imaginar lo difícil que es. Pero si uno tiene hijos y una responsabilidad, no se puede poner cansón. Lastimosamente hay que decirlo.

Me ha tocado ver desde el más rico, que uno dice que tiene mucha plata, tiene muchas formas de no estar aquí, ¿entonces qué hace aquí?, ¿qué hace buscando a la gente del bajo mundo? Muchas dicen que ellos vienen es a que los roben, a que les hagan daño. Pero en realidad vienen a contarle a uno sus perversidades. Yo me quedo aterrada. Cosas que uno nunca cree que van a existir, que ni yo, que he vivido en la calle toda la vida, sería capaz de decirle a otra persona. Tríos con travestis, con otra mujer, con otro hombre, orgías, fiestas swingers, fiestas con menores de edad… De pronto llegan y le dicen a uno: “Mira, vamos a jugar a que yo soy tu papá y tú eres mi hija, es un juego sádico para terminar en la cama. Entonces vas a recibir golpes como normalmente los recibe una niña”. Se supone que de eso se trata. Y son gente que uno dice, ¿en serio esta persona le pidió a uno eso? Gente que aparentemente tiene más estudios y más vida, a proponerme esas cosas a mí, una muchacha de calle, una persona que no conocen. Y tú no puedes decir ni hacer nada. Si tú necesitas la plata para el diario vivir, como es obvio, uno se tiene que quedar callado y hacer lo que el cliente dice.

A la mayoría de los clientes les gusta beber y les gusta consumir alucinógenos. Entonces, en sí, uno nunca va a estar libre de eso.

Después de que salen de su turismo, ellos van a buscarnos a nosotras como si nada. ¡Ya saben! Saben en dónde estamos y simplemente llegan: “Oye, yo querer una chica como tú. No cara, no costosa. Llévame a la plaza de vicio, llévame a conseguir droga, llévame a conseguir más chicas”. Sí, se supone que ellos son turistas y vienen a turistear, pero ellos mismos dicen que conocen a Medellín como la ciudad del vicio y las prostitutas baratas.

Blanca Pulgarín (12 años en 1917)

Folio cinco. 20 de enero de 1918. Juzgado Segundo Superior de Medellín. Se toma una ampliación de su primera declaración:

Hace aproximadamente año y medio que, estando mi madre reducida a la cama, me vi obligada a salir a la calle con una muchacha de nombre Clementina Henao. Alguna vez me propuso que fuera a la casa del doctor Llano. La primera vez que fui a la oficina de dicho doctor, este me propuso que me pasara a la pieza de su dormitorio, me acostó en una cama y abriéndome el traje, me introdujo su miembro por mis partes genitales. No hubo o no vi hemorragia, aunque sí sentí dolor en las caderas. Esa vez el doctor Llano me dio cincuenta pesos papel moneda. La Henao me aconsejaba que lo hiciera con el doctor, que era muy bueno y que ella lo iba a hacer también. Esto se repitió unas cinco veces. 

Primero de febrero de 1918. Indagatoria del doctor Eduardo Isaza Llano.

—¿Conoce usted a Blanca Pulgarín y quiere decir desde hace cuánto tiempo?

—La conozco hace más o menos un año. 

—¿Puede decir usted hasta qué punto ha llegado en las relaciones con la citada Pulgarín? 

—A mi oficina iba con mucha frecuencia, siempre en compañía de otra niña, de unos 14 años de edad. Recuerdo que una vez me ofrecieron que si no les daba de a diez pesos decían que yo las había perdido. Por este hecho llamé al portero del edificio para que buscara un policía y las cogiera. 

—¿Quiere decir el fin con el que iban a la oficina o consultorio las citadas Pulgarín y Henao? 

—Las niñas iban siempre a pedir limosna, mandadas por su madre, pues tenían porte de mendigas, a juzgar por los talegos que con comida se les veía. 

—¿Cómo explica usted que habiendo hecho retirar a la Henao y la Pulgarín, estas insistieran en volver a su consultorio? 

—Con el mismo objeto de pedir limosna.

—¿Con qué frecuencia iba a su consultorio? 

—Por ahí cada ocho días, los sábados, cuando era la hora de repartir limosna a los pobres. 

Junio 28 de 1918. Fragmento de la conclusión del proceso: 

Los autos no contienen otro dato concreto que el dicho de la ofendida, niña corrompida hasta el extremo, la cual se contradice en sus aseveraciones para culpar al sindicado. El Tribunal Superior, de acuerdo con la opinión del señor fiscal, confirma el sobreseimiento. Notifíquese y cúmplase.

Escuche las voces de Camila (18 años), Verónica (16 años) y Alejandra (35 años) aquí.

 IV. Los riesgos de la noche

Todo lo que rodea al comercio de los cuerpos es indigno y violento. Consumo problemático de drogas, robos, armas, contactos sin nombre. En Medellín, la modalidad abierta de la explotación sexual de niños, niñas y adolescentes —la que ocurre en las calles o establecimientos públicos, a la vista de todos— tiene como principal escenario la Comuna 10: el viaducto del metro entre estaciones Prado y Parque Berrío, Parque Bolívar, Barbacoas, El Raudal, La Veracruz y Plaza Botero, y San Diego sector La Cuarenta. El Parque de los Deseos (Comuna 4) y los parques Lleras y El Poblado (Comuna 14), se sumaron recientemente al mapa de este delito. 

En estos lugares, el riesgo que se corre por unos pesos de más puede ser la vida misma. Visto desde afuera es un mundo precario y siniestro. Por eso sorprende que las víctimas cuenten sus historias y sus miedos entre risas, como si fueran una ficción ajena a sus cuerpos. Quizás es la forma que han encontrado para transitar la tragedia.

Camila y Verónica (18 y 16 años)

—Mentalícese, porque si a usted le va a dar miedo montarse en un carro e irse, no va a poder trabajar.

—Uno allá en San Diego se para, tin, para que lo vean. En los carros van pasando los manes, bajan la ventanilla y desde ahí le dicen: “Vamos a tal parte, por tanto”. Y cuando usted ya está montada en el carro, el man manejando rápido, consumiendo vicio… En varias ocasiones me tocó dejar todo tirado, porque me veía en riesgo. Muchas veces también me dejaron a mí tirada.
—A mí una vez me durmieron y me robaron. Un man me robó la plata, me robó los celulares, todo. Y yo seguí yendo a trabajar allá, y varias veces me pareció verlo de nuevo, pero preferí no acercarme al carro.
—Nosotras no podemos hacer nada allá en ese punto porque si uno pelea, le ponen multas. Y con la plata que uno se gana, ¿cómo se va a poner a pagar multas?
—Es tanto que los policías la paran a usted. Los policías saben que usted es menor de edad, y no dicen nada. Antes le regalan vicio. Le dicen a usted: “¿Ya se trabó?”.
— “¿Cuánto se ha cuadrado?”, “¿cuánto se ha hecho?”, “si hacés algo mal hecho te voy a llevar”.

Alejandra (30 años)

He probado todos los vicios. Todos, todos, todos, todos los que se manejan en el Centro. De probar y probar me quedé con uno que me tuvo en situación de calle aproximadamente un año, hasta que paré en Centro Día (los lugares de atención a habitantes de calle de la Alcaldía de Medellín), y allá estuve superando mis problemas de adicción. A los seis meses yo ya dije: “Estoy preparada para volver a la calle, para volver a pagar un inquilinato, para volver a empezar con mi vida desde cero”. Es muy duro separarse de las drogas, pero es más difícil mantenerse, decirles que no. A veces los problemas mismos se encargan de cerrarle a uno la cabeza y lo ponen a escuchar esa típica voz interior, que yo llamo la voz del diablo, que todo el tiempo le dice a uno: “Oye, nada tiene sentido, vuelve. Vuelve a lo mismo, vuelve a lo mismo, vuelve a lo mismo”. Pero si vuelvo a coger las drogas, ¿qué va a pasar conmigo? Obviamente, no me volvería a levantar.

Camila y Verónica (18 y 16 años)

Un día, no hace mucho tiempo, les llegó el rumor de que en los pueblos mineros se ganaba mucha plata porque pagaban con oro. 

—Nosotras averiguamos cómo ir hasta ese pueblo, qué se necesitaba, todo. Lo primero era coger un bus desde la terminal hasta Tarazá.

Llegando, vieron por primera vez las corrientes marrones del Cauca y se sorprendieron. 

—Uy, Cami, mirá donde estamos, esto es de locos —dijo Verónica.
  —Mor, usted para dónde me va a llevar —le respondió Camila.

Verónica, la menor de las dos, era la guía. 

—Yo tenía mero miedo. No le contamos nada a nadie, ni para dónde íbamos, nada, nada. Yo ahora es que pienso: donde nos hubiéramos desaparecido qué.
—En Tarazá había que coger un mototaxi hasta Cáceres. Ahí nos recibió una señora como toda carediablo, carebruja que uno dice. A mí sí me dio como cosa, pero bueno... Ella nos montó a cada una en una moto y de ahí pa dentro por ahí hora y media.
—Yo solo veía monte y monte, y pase ríos y piedras y curvas y pregunte, y una bien asustada. Donde usted haga algo malo allá y se quiera volar, no tiene cómo. Eso es un pueblo por allá escondido. Ni siquiera había señal. Uno veía guerrilla, gente con pistolas, no hay ley, no hay un hospital por si a usted le pasa algo. No, qué susto.
—Cuando llegamos nos estaba esperando otra señora y esa sí nos causó confianza. Pa qué, la señora fue rebién con nosotras. A la carebruja no la volví a ver.
—Ella nos acomodó en un rancho de tablas, que era donde dejaban a las muchachas cuando venían. Había tres piezas, cada una con cama, ventilador y un foco. Nada más.
—Ni la puerta tenía candado, había que acomodar un palo y acostarlo para que le hiciera presión.
—La primera vez fue muy bien todo, el ambiente, los señores… Salimos bien ligadas (les ofrecieron oro, pero no quisieron recibirlo: qué iban a saber ellas distinguir el oro de la fantasía).

—Pero la última vez, la verdad, yo quedé sin ganas de volver por lo que me pasó. Me marcó tanto que no era capaz de contárselo a nadie.
—Nos habían dicho que eso estaba caliente. Uno veía por las noticias que el Bajo Cauca estaba maluco, que yo no sé qué.
—Nosotras estábamos trabajando en la taberna. Teníamos que animar el negocio, servirles cerveza. Entonces llegó un man que nunca se me va a olvidar… Tenía cara de loco, la camisita por dentro, botas y una pistola.

El hombre le ofreció marihuana y ella aceptó.

—Todo bien hasta ahí.

Después, él la invitó a la pieza. Cerraron la puerta de madera con la tabla y, con la luz apagada, se quitaron la ropa.

—A mí me dio por prender la luz y él la apagó.

Verónica quería que le viera bien el cuerpo para que acabara rápido, pero cuando volvió a prender la luz, él le respondió con un grito y la pistola en la cabeza: “¡Entonces qué, pues, por qué está tan acelerada!”.

—A mí se me bajó todo. El trago, la marihuana, todo lo que tenía encima. 

Él la acusó de querer verle la cara para delatarlo. Y Verónica:

—Mor, yo con quién lo voy a vender, yo no conozco a nadie por acá.

Y él: “¡Entonces por qué prendés el foco!”.

—Yo veía a ese man tan decidido a matarme ahí, sin yo hacer nada, yo que solo me estaba haciendo la plata. 

Después de eso, no han vuelto a cruzar las aguas turbias del Cauca.

Escuche las voces de Camila (18 años), Verónica (16 años) y Alejandra (35 años) aquí.

V. Las autoridades

No pasa solo en Medellín. También ocurre en Tailandia, Camboya, Filipinas y Sri Lanka. Pasa en Cartagena, en La Habana y en Ciudad de México. Cada vez son más los turistas que viajan hacia países donde les resulte más económico y más “seguro” cumplir sus fantasías sexuales. La Unicef calcula que son dos millones de niños y niñas víctimas, y alrededor de 32 000 millones de dólares anuales los que se mueven en el mundo por este delito. La red ECPAT International ha denunciado que en algunos países es tan fácil y barato, que incluso los niños y las niñas son intercambiados por ropa y comida. O por fiesta y drogas, como sucede hoy en Medellín.

El otro boom es el mediático, que parece visibilizar el fenómeno como nunca, lo que ha sido aprovechado al máximo por las autoridades. Las capturas dan likes. El pasaporte del monstruo depredador ha marcado, por fin, la indignación social frente a un problema histórico en la capital antioqueña. Pero el número de arrestos y condenas sigue siendo penoso en comparación con la cantidad de denuncias. Solo hay que dar una vuelta por Prado o por la calle 10 en El Poblado para corroborar que los esfuerzos de las autoridades, por más bulla que se haga, son insuficientes y casi siempre inútiles. 

El educador 

Conoce bien los casos que se cuentan de boca en boca. El del chino que quedó en libertad y regresó a su país mientras la niña que lo drogó con escopolamina fue judicializada. El del gringo que se casó con una niña de 15 años y la contagió de VIH. El del español que vino durante quince años a pasear con niñas en una chiva. Es educador popular y trabajó veinte años con niños y niñas de la Candelaria y de la Unidad de Niñez. Se llama Armando Zuluaga. 

—Las leyes que hay son suficientes, pero no se aplican —dice Armando—. La inoperancia del Estado no son vacíos institucionales, sino falta de voluntad política. Hace cuatro o cinco años las niñas del sector de San Diego eran trasladadas al Motel Punto Cero, ¿y qué pasó? Nada. No hubo extinción de dominio. Solo cambiaron el nombre. Todos vemos lo que está pasando, y socialmente lo aceptamos. 

Algunos exfuncionarios de la Unidad de Niñez denuncian una falta de articulación entre el ICBF y la Alcaldía: la ruta de atención del 123 no se inicia siempre desde el sector de la salud, como debería suceder. Las víctimas enfrentan numerosas barreras para recibir ayuda cuando realmente la necesitan.

—La primera barrera —dice Armando— es que, en lugar de empezar por una institución de salud, a menudo se comienza por el ICBF, lo que evita muchas veces recopilar las pruebas para la justicia. 

Por ejemplo, un día estaban haciendo recorridos de rutina en la Comuna 14, cuando vieron a una niña sentada en una acera. Una indígena de 7 años que tenía monedas en la mano.  Cuando les preguntaron a los vecinos y comerciantes: “¿Hace cuánto está por aquí?”, los vecinos le dijeron que ahí permanecía. Que la recogen en carros y la vuelven a traer. Era, evidentemente, un caso de explotación sexual infantil. Estuvieron dos horas jugando con la niña hasta que llegó la policía. Luego la acompañaron hasta el ICBF porque la policía la llevó directamente allá. No la llevaron a una Unidad Hospitalaria para la recolección de pruebas que permitan la judicialización de los victimarios. 

—La segunda —continúa— es el horario restringido de las Defensorías: de lunes a viernes de ocho a cinco de la tarde. Como si los delitos solo ocurrieran en horario de oficina. La tercera es la escasez de patrullas de Infancia y Adolescencia: solo hay dos para toda el área metropolitana que no solo deben atender estas violencias, sino muchas más. Y la cuarta: no hay capacidad de respuesta del 123, una línea que tiene que atender todo tipo de delitos.

El capitán  

—Tenemos ojos en todas partes. Gracias a la información de la ciudadanía que permanentemente nos está diciendo: “Mire, acabó de entrar una adolescente que parece menor de edad con un ciudadano al parecer extranjero”. Eso no pasaba antes —dice el capitán Jeison Alberto Rodríguez Marmolejo, de la Policía Metropolitana del Valle de Aburrá.

El año pasado por esta misma época, el 123 ya había recibido 13 000 llamadas relacionadas con delitos de infancia y adolescencia. Hoy están hablando de que pueden llegar a 23 000.

—Ahorita con la visibilización del fenómeno se le dice al ciudadano que eso no es normal. Cualquiera que observe a un ciudadano extranjero o un turista nacional con una adolescente, sea cenando en un restaurante, sea parado en una esquina, sea entrando a un hotel, motel o Airbnb, el ciudadano llama al 123, escribe a la línea de explotación sexual. Inmediatamente, nos informan, nosotros llegamos, hacemos la verificación y ahí es donde tenemos los resultados. 

Este año: veinticuatro capturas. Doce han sido de extranjeros. ¡Veinticuatro entre más de veinte mil alertas! El principal obstáculo: ni las niñas ni las madres quieren dar versiones de los hechos para evitar que se capture a su victimario. 

—Hemos encontrado familias donde la mamá justifica con la carencia económica la actividad que está realizando la adolescente. Incluso, en muchas ocasiones, las mamás son trabajadoras sexuales. Personas adultas, ya conscientes, que inducen a sus hijas para que sean explotadas sexualmente. 

Los defensores las intentan persuadir con argumentos como: “Mire, usted es víctima de un delito, la están explotando sexualmente, usted no está para que esté haciendo estas cosas porque es menor de edad”. 

—Y de alguna manera con esa concientización hemos logrado que ellas hablen, y así ponemos a buen recaudo a estos depredadores y explotadores sexuales.

El problema mayor es otro obstáculo que menciona Armando: desde hace cuatro años no se asigna un defensor de familia para cada niña y son ellos, y no la policía, quienes pueden hacer la entrevista en un proceso de verificación y restablecimiento de derechos en una ruta de atención a víctimas.  

VI. Los sueños

A pesar de todo, las mujeres con las que hablamos sueñan con otros futuros posibles. Una vida distinta —más propia, más humana— que el infierno que les tocó. Las mayores han lograron alejarse de las calles: pudieron estudiar, organizarse como Las Guerreras del Centro y encontrar una hermandad en otras mujeres que sufrieron el horror de cambiar sus cuerpos por dinero. Las menores siguen “trabajando”, pero ya se han acercado a la institucionalidad a través de Casa Vida, el programa de la Alcaldía de Medellín para la atención de niños y niñas en condición de calle. Allí, además de hallar comida y techo, pueden hablar de sus dolores. Y nombrar la infamia, aunque parezca vano, es el primer paso para acabar con ella. 

Verónica (16 años)

Desde niña yo me dibujaba siendo una enfermera. Siempre ha sido mi sueño. Yo estuve internada en un momento difícil por un shock emocional que tuve y mi hermanita es testiga de que yo no quería vivir más. Me puse a tomar pastillas psiquiátricas con ron y eso me disparó uf. Total, que me internaron una semana con las enfermeras del psiquiátrico y aunque yo no me aguantaba más allá, a mí me quedó encantando eso. Es un trabajo que me parece muy valioso, y me gustaría aprenderlo. Implica mucho amor. Y si yo me voy a meter en ese cargo es una cosa seria. Hay que aprender muchas cosas. 

María Soledad (68 años)

Mi mamá siempre me alcahueteaba todo y un día le dije: “Ma, quiero estudiar”, y me fui a estudiar con unas monjitas que nos iban a enseñar modistería en la escuela. Me compró el cuadernito, el lapicito, el borradorcito, sin que se diera cuenta mi papá, porque él sí me pegaba. Por ese miedo que yo sentía de que mi papá me encerrara con candados, fue que me abrí. Cuando me preguntaban: “¿Usted qué hace?”, yo decía: “Trabajo en los bares, cantineo, saloneo”. Si me hubiera tocado trabajar en una cafetería también, pero como yo no era estudiada… Nunca me dieron trabajo en una cafetería. 

Mi primita sí iba a estudiar y yo me iba con ella, y desde la ventana anotaba lo que alcanzaba a ver. Así aprendí a leer un poquito. Mi mamá, que no era estudiada tampoco, me enseñó a hacer mi firma. Manuscrita. Con letra pegada y en cursiva. Me enseñó los números del uno al cien. El abecedario y las vocales. Cuando íbamos en los buses o caminando yo me pegaba de los letreros, tratando de deletrearlos. Todo lo que ella sabía fue lo que me enseñó. Ya vieja, en 2017, después de empezar mi carrera artística, es que hice el bachillerato. Las hermanas del Centro de Escucha me pusieron a estudiar. Yo les dije: “Sí quiero”, y a Comfenalco fui a dar. Empecé en segundo de primaria y allá hice todo mi bachillerato. 

María del Carmen (65 años)

Cuando me metí allá eso era un solar. Antes yo vivía donde una tía. Ya tenía mis seis hijos, el más pequeño estaba de cuatro mesecitos. Cuando mi madre fue por mí a Santa Cruz, le dije un día: “Madre, yo no voy a seguir pagando arriendo, venga le muestro donde voy a hacerme una casa”. Yo vivía en una casa, como en un segundo piso, hacia abajo un sótano y hacia arriba otros dos pisos. Y de ahí, desde la plancha, se veía. Le dije: “Yo voy a construir mi casa en ese hueco”, donde un carro de Zamora le había tumbado el rancho a dos personitas que vivían ahí. Y mi madre me dijo: “Vos es que estás loca”, y yo le respondí: “Allá me voy a ir”. Y me fui. En esa casita sigo hasta hoy, y primeramente a Dios se lo agradezco. 

Camila (18 años)

Yo quisiera muchas cosas. Pues, aprender muchas cosas. Se me vienen imágenes a la mente. Lo primero es que me gustaría ser una chef profesional. Cocinar en otros países. Aprender comidas muy diferentes. Tener mucha plata… Pues, que mi trabajo me dé mucha plata para darle comida a la demás gente. Yo apoyo mucho lo de ayudar a los habitantes de calle. La gente piensa que es una alcahuetería, pero… Mi tío está allá. Por eso yo quiero que mi trabajo me dé plata, para montar un restaurante bien grande y que toda la gente que me conoce diga:

—Ummm… ¡Como cocina de rico!

Y después de ese restaurante me gustaría hacer otro, pero donde la gente no pague. Que tantas mamás que uno ve por la calle con los hijos puedan entrar y yo les pueda dar una comida porque sí, porque un hambre es muy dura. La gente vende en la calle confites todo el día solamente para conseguir un plato de comida. Por eso me parece tan cruel que boten tanta comida en las Casa Vida. ¿Cómo se llama la gente que tiene fundaciones? A mí me gustaría tener una casa así para ayudar a mucha gente, y después otra para ayudar a los animalitos como el gato que adopté en el Chocó. Pero esa es otra historia.

La ciudad promete un sueño y entrega miles de pesadillas. Los viejos abusos de puertas para adentro animan las “aventuras” de muchos viajeros. Pero el abuso habla en nuestro acento desde hace muchos años, y se canta, adorna los taxis, ajusta las cuentas de la casa, rueda en los teléfonos, ahoga las redes. Cerca de 30 000 mujeres trabajan en plataformas webcam en Medellín. Un catálogo que habla de una triste disposición. Viejas historias bajo un nuevo glamur.

*Esta crónica se realizó con el apoyo de La Liga Contra El Silencio y la Tejeduría Territorial.

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