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event 02 Agosto 2024
schedule 14 min.
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Santiago Vega Durán
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¿Por qué todavía duele haber perdido?

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Pasan los días y la derrota del 14 de julio en la final de la Copa América sigue doliendo como una tusa que uno espera superar pronto. Pero ¿por qué tanto dolor? Quizá porque a un país acostumbrado a perder se le fue la oportunidad de ganar.

 

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La noche del 14 de julio, en las afueras del Museo de Arte Moderno de Medellín, se transmitió la final de la Copa América entre una Colombia con más de dos años de invicta, y una Argentina campeona del mundo y defensora del título de la Copa. El lugar estaba a reventar, pero aun con todos los miles que asistimos no se escuchó un solo ruido cuando el zapatazo de Lautaro Martínez metió el balón al arco colombiano en el minuto 112 del partido. Por unos segundos, este lugar tan conglomerado se sintió como un desierto ártico. La multitud empezó a irse cuando sonó el pitazo final. Yo me quedé sentado en el suelo, incapaz de moverme hasta que mi cuerpo reaccionó, ahí me puse de pie y, sin saber muy bien por qué, empecé a llorar, no demasiado, pero sí lo suficiente para saber que me dolía. Mientras las lágrimas caían por mis mejillas no hacía más que preguntarme ¿por qué me duele así perder esta final? 

Cuando inició la Copa, los más afiebrados por el futbol teníamos la fe de que Colombia ganaría, y con cada partido que pasaba otros se nos sumaban en esta esperanza. Cada vez más gente empezaba a ver los partidos, a comprar la camiseta; hasta encontrar dónde ver los juegos era difícil, pues se llenaban todos los lugares de la ciudad donde los transmitían. Con cada partido, Medellín se pintaba más de amarillo. Para el día de la final, viera uno a donde viera se encontraba con el amarillo de la camiseta, de la bandera, o de las decoraciones en los balcones de las casas; incluso el sol de ese día se sentía más amarillo que nunca. 

Una cosa era clara: en mis 20 años de vida nunca vi al país tan unido como aquella noche del 14 de julio. Todo escaló para que ese día hasta quienes no sabían nada de fútbol estuvieran detrás de una pantalla con el corazón a mil. Y es que, aunque es cierto que en las últimas dos décadas hemos visto colombianos triunfar en ciclismo, atletismo y hasta en formula 1, a la selección Colombia solo se le ha visto triunfar una vez en su historia, en 2001, y desde entonces no llegábamos tan lejos en alguna competencia futbolística. Fue aquella controversial Copa América que ocurrió en un momento en que el conflicto armado tenía al país necesitando una alegría. La alegría llegó en forma de copa y el 14 de julio también necesitábamos una alegría. 

Han pasado 23 años desde aquel título, uno que nunca pude vivir. Y estos últimos años, aunque hemos tenido destellos de gloria, nos hemos acostumbrado a perder, como perdimos en las últimas ocho copas América o en los dos mundiales a los que pudimos clasificar. No solo hemos perdido futbolísticamente; hemos visto morir la paz que firmamos en papel en 2016 con las Farc, continuando la guerra como si nunca se hubiera firmado nada; hemos sido, según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), el país más letal para ser líder social o defensor de derechos humanos; en 2023, en Colombia se cometieron 630 feminicidios, equivalentes a casi dos por día; el país se ha acostumbrado a perder en lo que no debería acostumbrarse. Y este país, por una noche, tuvo la oportunidad de ganar.  

No pretendo creer que si ganábamos todas estas derrotas se resolverían mágicamente y dejarían de doler. Ganáramos o perdiéramos, Medellín seguiría gentrificada, los feminicidios seguirían causando alertas, ser líder social en Colombia aun sería un acto suicida... Pero, de haber ganado, al menos por unas cuantas horas el país se habría olvidado de lo mucho que sufrimos; las calles se habrían teñido de amarillo en plena madrugada, la noche no hubiera sido para dormir sino para bailar entre amigos y desconocidos; el descualquieramiento era inevitable y un tanto necesario para dejar salir todos esos malestares colectivos, pero sobre todo los personales.  

Pero llegó la patada de Lautaro y con ella murieron todos los “hubiera” que pudieron tener lugar en esa madrugada feliz. Lo que pintaba para ser la más grande furrusca del país, acabó siendo otra noche abrumadora llena de silencio. Algunos lloramos, otros rieron como si nada pasara y algunos otros solo se quedaron callados, pero por mucho que a unos nos doliera más que a otros, no se puede negar que nos quitaron una alegría que era para todos. 

A pesar de todo, el paso de la selección por la Copa se sintió como un alivio. Al menos lo fue para mí, pues los zurdazos de James lograron hacerme saltar de la silla en más de una ocasión; los regates de Lucho y de Richard, gritarle “ole” a las pantallas con amigos y desconocidos; los duelos de Córdoba, apretar allá abajo, donde no llega el sol; los despejes de Muñoz, Sánchez y Mojica, darme cuenta de que no solo los goles se gritan; y las atajadas de Vargas me salvaron de unos cuantos infartos. En general los jugadores de la tricolor lograron sacarme un rato de mi realidad y me causaron genuina euforia en momentos difíciles de mi vida, y lo mismo hicieron con muchos de quienes vimos los partidos. 

Me dolió perder. No sé cuánto tiempo más me siga doliendo, pero en el proceso prefiero quedarme con todo lo que viví, con los abrazos que les di a mis amigos, con las juntadas del combo para vernos los partidos y con la garganta hecha añicos de tanto gritar. Pero sobre todo me quiero quedar con todo lo que sentí. No sé cuándo vuelva a sentir la alegría de ver al país unido y pintado de amarillo. Mientras vuelve a llegar, atesoraré la que sentí como uno de los recuerdos más bellos que me ha dado mi país. 

Esta no nos llegó, pero ya nos llegará. 

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