Las banderas de Fiyi y Francia estuvieron en el Atanasio Girardot toda la fase de grupos. Foto: Sebastián López Galvis
El estadio Atanasio Girardot olía a crispetas y papas de paquete. Parecía no valer la pena gritar “¡Fiyi, Fiyi!”, ni dar aplausos a dos y tres ritmos. Las francesas no tenían intenciones de detenerse, porque a eso vinieron, a jugar un mundial de fútbol. 0-11 fue el marcador, evaluador injusto y precario de lo que significa perder o ganar.
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Al menos 28 horas de vuelo son necesarias para llegar desde Suva, capital de Fiyi, hasta Medellín. Las rutas más cortas son volar a Nueva Zelanda o Australia y de allí ir hacia Estados Unidos o Chile para después volar a Colombia.
La delegación fiyiana llegó a Medellín el 27 de agosto, pero llevaba casi un mes en América. Estuvieron en Estados Unidos y luego en Costa Rica, donde entrenaron para ser el primer equipo femenino del país —de cualquier categoría— en jugar en una copa mundial de fútbol.
Jugaron amistosos contra Australia, Costa Rica y Marruecos. Aunque los perdieron todos, su objetivo parecía no ser ganar, sino reducir los márgenes. Perdieron 0-10 contra Australia y 0-2 contra Costa Rica y Marruecos.
Recién aterrizaron en Medellín, sin pase de prensa pero movido por la curiosidad, escribí a todas las redes sociales de la Federación de Fútbol de Fiyi y también a la oficina de prensa de la FIFA. Tuve acceso entonces a un teléfono (de indicativo +679), a un correo personal y a un nombre: Naziah Ali.
Naziah, sin mediar preguntas, me dijo por correo que fuera al entrenamiento del día siguiente en el Polideportivo Sur de Envigado.
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Fiyi bajó del bus. Desfilaron una tras otra, la mayoría con la mirada baja. Como la caminata fue tan silenciosa, se podían oír los tenis más nuevos despegándose del asfalto. Cuando todas estaban dentro del estadio, el bus dio la vuelta para dejar la trompa apuntando hacia la salida. Las personas pasaban preguntándole al chofer: “¿Ese cuál es?”. “Fiyi” —leído con jota—, contestaba cada vez. Simplemente asintió cuando una de las personas curiosas se atrevió a hacer un comentario apenas lógico: “Raro eso, ¿no?, pero bacano”.
Iniciaron su entrenamiento a las 6:30 p.m. Con todo el profesionalismo del caso, enfilaron conos, banderines y marcaron un par de balones con un plumón negro. La noche estaba fresca y con brisa. Entrenaron con un uniforme dorado que tenía por dorsal el número de cada jugadora y, entre los omóplatos, la palabra “FIJI”. Así como le preguntaban al chofer, se acercaban a la puerta del estadio a preguntarle al portero: “¿Esas cuáles son?”. “Fiyi”, respondía siempre que estaba cerca de la reja.
El movimiento dentro del estadio seguía, sonaban patadas a los balones y silbatos. Era poco más que eso: un entrenamiento de fútbol. Alrededor de las 7:20 p.m. pasaron frente a mí, con su respectivo pase de prensa y camisa blanca del Gol Caracol, Marina Granziera y su camarógrafo. Me “chiviaron”, pensé ingenuo.
El pelo cuasi rígido y brillante de Marina se movió exactamente igual que cuando la ponen a dar datos en yo-no-sé-cuántos idiomas, con hinchas arrebatados detrás de ella tratando de robar algo de cámara. Entró al Polideportivo luego de una graciosa —y aparatosa— apertura de la puerta, pues el portero sabía quién era y se erizó al verla. Duró poco más de seis minutos allí, regaló algunas sonrisas, armaron un trípode, disparó una mirada rápida hacia el entrenamiento y, con el trípode ya armado —que en realidad era una lámpara—, posó frente a una silleta de flores naranjas, verdes y blancas del Envigado F.C.. Se tomó una foto, dijo un “gracias” alargado, de nuevo con una sonrisota apacible, y salió junto a su camarógrafo.
Casi quince minutos después, y porque un delegado del Envigado F.C. fue a buscarla, apareció Naziah acompañada de su traductora. Reía con cada pregunta y estaba realmente orgullosa de estar allí. Ella es la directora del fútbol femenil fiyiano y vino a este Mundial como jefa de la delegación de las Young Kulas, como se llama de cariño al equipo en referencia al pajarito nacional del país.
Se clasificaron a este Mundial tras quedar segundas en el torneo femenino sub-19 de Oceanía, que Nueva Zelanda ha ganado ininterrumpidamente desde 2004 (cuando Australia empezó a jugar contra los equipos de Asia buscando más competencia).
En realidad, como en varias naciones insulares de la zona, su deporte nacional es el rugby, en el que mujeres y hombres fiyianos disputan prácticamente todos los torneos internacionales con relativo éxito y que, según Naziah, se lleva gran parte del presupuesto para el deporte del país.
La unión nacional de rugby de Fiyi contabiliza más de ochenta mil personas afiliadas a alguna liga de rugby en el país, que tiene poco menos de un millón de habitantes; ocho de cada cien personas juegan rugby federado en las más de 300 islas.
“Creo que lo único que no podemos conseguir fuera de nuestro país en este momento es la bandera, porque acá nos recibieron como en casa. Eso es lo que hacemos allá cuando llega alguien de visita, bailamos y le hacemos sentir como en casa”, respondió Naziah cuando le pregunté si habían traído algo desde Fiyi.
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El 31 de agosto, Fiyi jugó su primer partido en el Mundial, en el estadio Atanasio Girardot. Justo cuando descubrí dos banderas de Fiyi en la grada, tan extrañas como el partido mismo, cayó el primer gol de Brasil, un detalle insignificante cuando uno se fija en el marcador final. Terminó el partido y corrí entre las sillas de la tribuna oriental baja, pues dos personas estaban tomándose fotos con la bandera y aún no abandonaban el estadio. “¿Ustedes por qué tienen esa bandera?”, pregunté.
Mariana y Sneider (a quien pido perdón, pues no le pregunté cómo se escribe su nombre), simplemente decidieron acompañar al equipo. “Venían de tan lejos que quisimos hacer algo para apoyarlas”, dijo Mariana.
Mandaron a hacer dos banderas: una la regalaron ese mismo día, y la otra, de al menos dos metros de largo, la ondearon durante los partidos de la fase de grupos.
La bandera de Fiyi, como la de varios países del pacífico, lleva el distintivo del Reino Unido con motivo de su pasado colonial. Foto: Sebastián López Galvis
Les vi de nuevo, desde lejos, en el último partido de Fiyi. Como varias de las personas que estaban en la tribuna norte para ver a Colombia, pasaron a occidental para tener una mejor vista del último partido de las oceánicas. Su bandera se hacía más fuerte cada vez que Francia no tenía el balón.
“Teme a dios y honra al rey”, esto traduce la frase en el escudo de las camisetas. Foto: Sebastián López Galvis
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Los tres partidos fueron un constante revoloteo del balón hacia adelante. Fiyi se notaba muy completo físicamente. Sus jugadoras corrían los 90 minutos sin quejarse. Tenían que correr detrás de las jugadoras del otro equipo que eran evidentemente más entrenadas, pero no más capaces.
Sobre los resultados hay poco por decir: 0-9 para Brasil, 0-9 para Canadá y 0-11 para Francia. Fiyi ahora ostenta un récord: el equipo que más goles ha recibido en un Mundial Femenino sub-20 (29), título que tenía la selección de Papúa Nueva Guinea cuando recibió 22 goles en Sudáfrica 2016. Permanece en mí una extraña sensación de que la portera de Fiyi, Alina Vakaloloma, fue la mejor jugadora del equipo. “Estamos aprendiendo”, dijo en la entrevista que le hicieron luego del primer partido contra Brasil.
Para su último partido, salieron del hotel con un traje ceremonial de falda —en Fiyi comúnmente los hombres también visten de falda— y camisón, en tonos azules (azules mar, azules Fiyi) y unas inapelables sonrisas mientras pasaban por el camino de honor que hicieron los empleados y empleadas del San Fernando Plaza.
Fiyi se fue de Medellín ganando gritos, aficionados amables como Mariana y Sneider, y lo más importante de todo: habiendo jugado su primer Mundial de Fútbol.