Cuerpos enfermos, casas vacías y un metro que aún no pasa

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25 junio, 2025
Por: Carmen Carolina Garnica Álvarez | carmen.garnica@udea.edu.co y Melany Peláez Morales | melany.pelaez@udea.edu.co

Los moradores afectados por la construcción del metro de la 80 dicen que en los últimos cinco años más de 30 personas han muerto y otras se han enfermado por la incertidumbre, la injusticia y la tristeza. Quienes se han ido sufren el desarraigo, quienes quedan temen perder sus casas y perciben más inseguridad. Todos viven el estrés como una experiencia compartida**.

El barrio El Volador tiene más de un siglo de existencia. Hoy, el paisaje incluye a contratistas y retroexcavadoras que le abren paso al futuro metro de la 80. Collage: Melany Peláez Morales.
El barrio El Volador tiene más de un siglo de existencia. Hoy, el paisaje incluye a contratistas y retroexcavadoras que le abren paso al futuro metro de la 80. Collage: Melany Peláez Morales.

A principios de agosto de 2024 el Concejo de Medellín hizo un minuto de silencio por la memoria de Karla Cristina Velásquez Suárez, lideresa del barrio El Volador que había fallecido el mes anterior a sus 50 años. “Venía ejerciendo un liderazgo muy importante en los moradores”, dijo el concejal José Luis Marín cuando pidió el homenaje. En el video, justo antes de que el sonido de una trompeta llenara el recinto, se escucha una voz que pregunta: “¿Y de qué murió?”.

Las obras para la construcción del metro ligero que seguirá el corredor vial de la avenida 80 de Medellín comenzaron ocho días después de la muerte de Karla Cristina, el 24 de julio del 2024. La Línea E irá entre las estaciones Caribe y Aguacatala, con un trayecto de 13.5 km. El proyecto va en un 34.2 % de ejecución y requiere la compra de 1239 predios a cargo de la Empresa de Desarrollo Urbano de Medellín (EDU), de los cuales 750 (60 %) ya fueron entregados. La obra impacta a 2848 personas, entre ellas, las moradoras y los moradores que aseguran que su salud se viene deteriorando hasta llegar, incluso, a desenlaces fatales. Según la comunidad, hay alrededor de 32 muertos después del anuncio del proyecto, además los avalúos y las ofertas han sido inferiores al valor comercial de sus casas. A esto se suma que quienes perdieron su sustento económico perciben más inseguridad al quedar rodeados de estructuras desocupadas y hoy ven en ruinas los hogares que dejaron.

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En el solar había árboles de mango, mandarina, guanábana, aguacate y uno de mamoncillo que nunca dio fruto. Lucía tenía la costumbre de montarse en ellos a jugar y Karla, ocho años mayor, la tarea de cuidarla. Un día se rompió una rama, Lucía cayó de espaldas y no sintió el cuerpo. Ambas lloraron asustadas, Karla la levantó y la calmó hasta que recuperó el movimiento. Cuando crecieron, la mayor se volvió más de la casa y su hermana más habladora y atrevida. Por eso en la adolescencia su madre le pidió a Lucía que cuidara a Karla y así lo hizo.

Entre lágrimas, quienes conocieron a Karla recuerdan con gratitud y aprecio su sonrisa y su disposición a ayudar. Fue cercana a la Junta de Acción Comunal, participó en las reuniones con las instituciones y la comunidad y denunció las injusticias de la obra ante el Concejo y por medio de plantones, marchas y activismo en redes sociales. Preguntaba en un grupo de WhatsApp de afectados sobre las movilizaciones que llevaban a cabo y decía que se recuperaría para juntarse de nuevo, pero su deterioro fue rápido y el mensaje con la noticia de su muerte los tomó por sorpresa. Karla tenía diabetes y sufría de los riñones. Lucía la acompañó a sus controles los últimos cuatro años mientras la creatinina subía con el estrés: “Mi hermanita comenzó a decaer. Era la más vulnerable de la familia”. Karla lloraba por su casa y por no tener adónde ir, estaba enferma y desempleada. En junio, le dio una infección pulmonar, estuvo en cuidados intensivos y murió el 12 de julio.

"Mi hermanita comenzó a decaer. Era la más vulnerable de la familia"

Juliana Machado, politóloga, psicóloga y terapeuta sistémica, explica que hay estudios que demuestran que el estrés agudiza o acelera las enfermedades, pero en el mundo clínico no hay consenso porque no es sencillo probarlo y el sufrimiento solo se valida cuando se diagnostica. Para Machado no es necesario un respaldo científico que asocie estas muertes y síntomas con las pérdidas por el proyecto, basta con los testimonios. “Que la gente haga énfasis en lo material tiene que ver con que percibe que la ciudad la está empobreciendo a propósito, y en un país con muy pocas redes de protección social eso genera angustia y una vulnerabilidad en términos de poder mantenerte vivo y seguro”, explica. Sin embargo, pese a las denuncias ciudadanas, ninguna institución ha investigado las afectaciones en la salud de los moradores.

En 2021, cuando les socializaron el proyecto, Karla, Lucía y Juan David, su hermano menor, pidieron una asesoría con la EDU porque no eran propietarios, sino poseedores y eso dificultaba la sucesión. Les respondieron que era un trámite lento y les hablaron de expropiación. Otros familiares aparecieron para reclamar la propiedad, entonces los hermanos solicitaron una declaración de pertenencia por ocupación a nombre de Karla, pues fue la que siempre estuvo ahí. Pero en enero de 2024 se les notificó la expropiación administrativa del predio. Karla murió ese año y Lucía ya no puede prestar más dinero para pagar abogados.

A finales del 2024 dejaron la casa que ocupó la familia por más de 110 años, una de las primeras de El Volador. Esa casa, erigida con tapia, y que ahora está demolida, recibió el primer televisor del barrio, fue sede de sancochos y novenas navideñas y fue la guardería que cuidó a varias generaciones por más de tres décadas. El patio con árboles frutales y la casa ahora son un lote baldío por el que evitan pasar y que Juan David prefirió no despedir. El día que Lucía y Alejandro, el hijo mayor de Karla, entregaron la casa a la EDU, una de las trabajadoras sociales dijo “mirá esta matica tan bonita”, la arrancó del solar y se la llevó.

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Jaime Alberto Lopera tiene 69 años, es alto y delgado, usa lentes, camiseta tipo polo y carga una agenda bajo el brazo donde anota los nombres de los fallecidos. Hay vecinos de toda la vida como Karla, gente de otros barrios que ni conoció y que le compartieron por el grupo de WhatsApp, e integrantes de su familia. Su nieta de 21 años, que no tiene enfermedades de base, tuvo un aborto espontáneo en 2023, a los cuatro meses de gestación, que le atribuyen al estrés por el proyecto; su hermana Gisela Lopera, de 56, era comerciante informal, desde que le dijeron que tenía que desocupar se agravó su salud y falleció en 2024; y su madre Martha Lía Quintero, de 81, murió un año antes, era oxígeno dependiente y empeoró porque le decían que la obra no iba a parar y por tener que separarse de su hijo.

A inicios de octubre de 2022 en una reunión del Comité Ciudadano Cerro El Volador, un funcionario de alto rango del Metro de Medellín dijo que “la piedra en el zapato para el negocio” era Jaime. Dos días después recibió una llamada en la que le dijeron: “Doble hijueputa, vos no me conocés sino la risa, te quiebro el culo o te lo mando a quebrar con los muchachos”. No lo pensó dos veces y se fue del barrio.

Jaime no tiene protección como líder social y por eso sabe que solo le queda ser precavido. Aunque puede solicitar asilo en otro país, no se va porque no quiere abandonar la lucha. “O cumplen con la política pública o ellos verán qué hacer conmigo”, afirma. La Política Pública de Protección a Moradores, Actividades Económicas y Productivas se reglamentó en el Decreto 0818 de 2021 y entró en vigencia con este proyecto. Tiene el fin de proteger a quienes ceden sus derechos particulares ante el interés general, priorizando que estén en condiciones iguales o mejores a las que tenían antes de la obra.

La psicóloga Machado considera que es importante cuestionar cómo la ciudad, incluso mediante la normatividad, desprecia el modo de vida de la gente. Para ella es importante “entender que esto es un esfuerzo institucionalizado de desplazamiento y desarraigo que tiene una dimensión material y otra simbólica. Ambas tienen afectaciones e impactos altísimos sobre la mente y el cuerpo que no son predecibles”. Dentro de esas afectaciones no tan evidentes están desde comer o dormir mal hasta las rupturas de sus relaciones más cercanas.

"Esto es un esfuerzo institucionalizado de desplazamiento y desarraigo que tiene una dimensión material y otra simbólica. Ambas tienen afectaciones e impactos altísimos sobre la mente y el cuerpo que no son predecibles"

Carmen Ruth Carmona vive en la 69-57 en una casa que está en sucesión. La demora en ese proceso la obligó a quedarse en una cuadra llena de casas vacías, sin techos, puertas ni ventanas. Carmen movió su cama a la sala para cuidar a su mamá, que murió en agosto de 2024, y no la ha devuelto a su lugar ni lo hará. Desde allí puede ver quién llega en la madrugada y echarlo. A veces se asusta con la sirena de la policía cuando ahuyentan habitantes de calle de los lotes, pero agradece poder dormir “siquiera una horita tranquila”. Sale en las mañanas cuando hay trabajadores en la vía y a las cinco de la tarde se encierra.

Robinson López vive en la 69-70, en una casa enrejada y saturada de letreros: de su negocio, anuncios de “se arrienda” y carteles contra la expropiación. En septiembre de 2024, cuando la casa estaba desocupada, entraron a robar, se llevaron la caja de tacos de luz, parte de la grifería del patio y un baño, la estufa y la campana extractora. Volvió a su casa solo con una colchoneta, cobijas y ropa. Está ahí “de combate”, cuidando su propiedad. Una malla metálica que rodea algunos predios baldíos separa las casas de Robinson y Carmen. En las noches se llaman cuando sienten algún ruido, ven algún extraño o se están llevando los postes y los cables de luz; se apoyan mutuamente hasta que deban irse y desaparezcan las nomenclaturas.

De izquierda a derecha y de arriba hacia abajo: las manos de Esther, Carmen con Kira, Jaime, Robinson, Consuelo, Adelaida, Lucía y Karla, moradores del área de influencia de las obras del metro. Collage: Melany Peláez Morales.
De izquierda a derecha y de arriba hacia abajo: las manos de Esther, Carmen con Kira, Jaime, Robinson, Consuelo, Adelaida, Lucía y Karla, moradores del área de influencia de las obras del metro. Collage: Melany Peláez Morales.

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Esther Julia Hoyos tiene 70 años y es dueña de un edificio en el barrio Córdoba que desaparecerá por el intercambio vial Rinconcito Ecuatoriano. En los años 90, con ahorros y préstamos que sigue pagando, construyó una casa, un local y ocho apartamentos en cuatro pisos. “Toda una hazaña”, dice ella, para ser mamá, estudiar y trabajar al mismo tiempo. Sin embargo, la EDU le propuso comprarle un predio con mejoras en lugar de 10. Durante la socialización del proyecto, Esther no contestó el celular, así que la EDU le mandó razón con los inquilinos y les advirtió que desocuparan porque demolerían el edificio. Cuando la EDU le dejó una carta donde su hermana, en el barrio Prado, no pudo ignorarlos más. Le pedían que se presentara en la oficina y cuando respondía que no podía, insistían en ir a visitarla. “Ahí sí me enloquecía yo, no los quería ni ver”, cuenta.

Después de la persecución vino el caos económico. Un inquilino no le pagó el arriendo ni los servicios públicos por nueve meses, se fueron los del 502 y 202, el local quedó vacío por cinco meses y tuvo que bajarle 600 mil pesos al arriendo. Esther comenzó a tener pesadillas con paredes cayéndose, no dormía, estaba angustiada, triste y enojada. Se quedaba varios días en la cama. Sentía “una plancha caliente en las rodillas” que no la dejaba moverse y consultó en medicina general, psicología, psiquiatría y neuropsicología. Siempre les hablaba de la EDU. Le cambiaban o le reforzaban el medicamento y no mejoraba, le dijeron que aceptara eso que teme que va a ocurrir. A la psiquiatra le contó que practica deporte, yoga, lee, escucha música, hace “todo lo que un humano puede hacer, pero es más fuerte el dolor”.

Aunque el proyecto siempre ha ofrecido acompañamiento psicológico por obligación de la política pública, quienes han accedido a estos mecanismos sienten que no hay un trato justo ni empático por parte de las personas profesionales sociales del distrito ni de los funcionarios del Metro y la EDU. “A ellos les pagan es para eso, para que tengan un corazón duro”, dice Adelaida Tangarife, una mujer de 69 años que vive en el barrio El Volador. Le salió una bola en la nuca por el estrés de pensar en perder su casa, antes lloraba tanto que la EDU le envió una psicóloga que, en lugar de preguntarle cómo estaba, le dijo “venda”.

Después hospitalizaron a su papá, Adelaida llamó a una funcionaria importante del Metro para decirle que él estaba enfermo por culpa del proyecto. En tono jocoso, ella le mandó a decir que se aliviara y se levantara de la cama porque su casa ya no la iban a tumbar. A los días, Adelaida la volvió a llamar para darle la noticia: Juan de Dios Tangarife falleció el 23 de marzo del 2024 a sus 84 años. Adelaida era una mujer sana, pero en un chequeo reciente le descubrieron la presión alta.

“A mí me da miedo que me pase algo, que se me despierten tantas enfermedades”

Para Machado, lo que padecen estas personas excede a las obras del metro de la 80, que son apenas un síntoma del desarrollo urbano “que arrasa con la vida digna en clave de comunidad, de barrio, de casas que se pasan entre generaciones, de gente que tiene un arraigo particular con la tierra”. Como no atiende los casos, considera irresponsable decir si sufren estrés agudo o de otro tipo, pero “independientemente del diagnóstico, el sufrimiento es evidente”.

Consuelo Sosa tiene 92 años. Es menuda, de cabello corto, fino y gris. Toma tiempo reconocerla en las fotos colgadas en la pared, porque, desde que les socializaron el proyecto y murió su esposo, ha perdido varios kilos. Dejó de comer y le dio anemia. Ahora va al psicólogo. “No sé qué camino coger, él solucionaba todos los problemas”, dice sobre José Miguel Varela, su esposo. Él no sufría algo grave, pero se deprimió, su salud desmejoró y falleció tres meses después de enterarse de que debían vender la casa que levantó con esfuerzo desde 1970, cuando llegaron al barrio Belén La Gloria.

Ellos hacen parte de los fundadores de una cuadra construida en comunidad. Si se desbordaba la quebrada, todos barrían, y a punta de cartas lograron que arreglaran las calles e hicieran un puente. Lo que más le duele a Consuelo es perder a sus vecinos. Aunque no debe llorar por un glaucoma en un ojo, e incluso no lo hizo cuando murió su esposo, no puede evitarlo cuando piensa en los que se han ido. Mientras su cuadra desaparece, piensa con nostalgia en los muchachos que le cantaban el Día de la Madre, en los vecinos que le pedían frijoles con coles cuando sentían el olor, en los niños que la llamaban abuela y en la gente que la visitaba. Por todo esto, dice que solo consideraría irse con una oferta “muy buena”, porque lo que más desea es morir en su casa.

**Este informe hace parte del especial periodístico sobre las afectaciones del Metro de la 80, puedes navegarlo, explorar la línea del tiempo y la galería en el siguiente enlace: Desarrollo en marcha y futuros en pausa

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