
El canto del viacrucis –“Misericordia inmensa, pródiga de perdón”– se mezcla con los gritos que llegan desde el otro extremo de la iglesia. Una mujer se retuerce y lucha por librarse de dos hombres que la sostienen mientras el padre Álvaro León Murillo unge su cabeza con aceite. Por un instante, toda la gente guarda silencio. El frío de la tarde entra por las ventanas. El viacrucis continúa sin interrupciones, como si aquel bullicio fuera apenas un impase en el ritual de la tarde.
El segundo viernes de Cuaresma, el grupo de lectores y lectoras de la parroquia Jesús Obrero, en el barrio Campo Amor, de Guayabal, realiza la meditación del viacrucis como cada viernes en ese tiempo de preparación para la Semana Santa. Usan vestidos blancos, se turnan para leer fragmentos de los evangelios y cargar un báculo con una cruz. A medida que avanzan por cada cuadro, que representa cada estación de Jesús rumbo a su crucifixión, se acercan al lugar donde unas 20 personas hacen fila de pie, pese a que hay bancas vacías, esperando a ser atendidas en la nave izquierda del templo.
Aquella mujer que grita y se retuerce cae rendida. Los dos hombres que asisten al padre la sientan frente al sagrario, el espacio que en cada iglesia, según la doctrina católica, resguarda el cuerpo de Cristo.
En el mundo hay fuerzas malignas, ese relato está presente en la mayoría de las religiones: maldiciones que roban el sueño, enfermedades que avanzan con rapidez, amores que se marchitan sin explicación y tristezas que no se van. También hay quienes aseguran ser perseguidas y perseguidos por presencias que acechan desde la oscuridad de sus casas.
Esas son las creencias que impulsan a muchas personas a seguir al padre Álvaro, que hasta el 2023 era el delegado por la Arquidiócesis de Medellín para realizar exorcismos. Pero la gente no lo busca solo por lo imponente de ese título, sino por lo que dicen que puede hacer: sanar enfermedades, liberar cargas espirituales, romper trabajos de brujería y, sí, también por expulsar los demonios.
El martes siguiente, después de aquel viacrucis, al finalizar la misa de las siete de la mañana, al menos 100 personas se quedan en la parroquia. Esperan las indicaciones del padre para lo que él llama “orar juntos”. Él las espera sentado frente al altar y junto a una mesita con aceite consagrado y una botella rociadora de agua bendita. Algunas personas están solas, otras, acompañadas de un pariente, amiga o amigo y hay quienes no buscan ayuda para sí mismas sino para alguien más de quien llevan una foto.
Al pasar donde el padre lloran o permanecen calladas, gritan, golpean y rasguñan. Tres hombres sujetan a una mujer de unos 30 años de los brazos y las piernas como si la fueran a reducir por completo. Al final, cae desmayada y uno de los hombres se alza la camiseta para rociarse agua bendita, la misma que usa el padre, en uno de los rasguños que le quedaron en la espalda. Esos gritos que hoy resuenan en Jesús Obrero antes sucedían en El Espíritu Santo, una parroquia en Prado, en el centro de Medellín.
Cuando el padre Álvaro era párroco de El Espíritu Santo, las filas solían abarcar cuadra y media. Wilbert Calvo, un panadero que trabaja frente a la iglesia, cuenta que mientras el padre estuvo allí cerraban más tarde para aprovechar que la gente compraba pan y café para pasar la noche: “Desde las cuatro de la tarde ya había gente haciendo fila para el otro día”.
Los gritos irrumpían la tranquilidad del barrio. Así lo recuerda Marina Rivera, que vive frente a la casa cural hace 30 años. A diario escuchaba alaridos que no parecían humanos. Ella misma hizo la fila una vez como acompañante: “Escuché unas voces que parecían animales y en el momento sentí un frío”.

Afuera de la iglesia las personas esperaban en vigilia hasta el amanecer. Cuando entraban, el padre les echaba aceite en la cabeza, frente a lo cual muchas de ellas gritaban, convulsionaban y si se caían, entre quienes asistían las acomodaban en una banca hasta que pudieran salir por su cuenta. Todo esto sucedía en menos de cinco minutos.
La experiencia le dio al padre y a su equipo un sistema para repartir turnos, como si fuera una EPS, el cual se implementó durante los casi cuatro años que el padre estuvo en Prado. Aunque pronto esos fichos se convirtieron en negocio. No tardó en aparecer gente que hacía la fila para vender su lugar. “Empezaron en 20 mil y terminaron en 100 mil pesos”, dice Marina. Hoy las filas continúan en el barrio Campo Amor.
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Hay representaciones y sonidos que, por imaginarios colectivos, se asocian al rito del exorcismo: el sacerdote que visita una casa para expulsar el demonio de una persona, voces graves similares a un rugido, una habitación fría y oscura, actos del cuerpo y el espacio que cruzan los límites de lo “común” y que orillan a los espectadores a echarse la bendición. Sin embargo, hoy la labor del padre Álvaro ocupa un espectro más amplio de “necesidades” que están arraigadas en la cultura popular, al menos para miles de personas en Antioquia.
El exorcismo fue codificado por primera vez en 1614 en el Rituale Romanum, un libro que recoge la mayoría de los ritos católicos, a excepción de la misa. Pero en varios momentos ha sido objeto de discusión dentro de la Iglesia. A finales de los años 90, el Vaticano lo reformó e incluyó requisitos para realizarlo, como por ejemplo evaluaciones psiquiátricas. El exorcismo, antes envuelto en secretismo, hoy es promovido por la Iglesia. Para 2023, la Asociación Internacional de Exorcistas, reconocida por la Santa Sede, contaba con 905 exorcistas certificados, 15 de ellos colombianos.
Esta práctica no es exclusiva del catolicismo; es común en cientos de religiones y cosmogonías en el mundo. Ramiro Delgado, profesor de Antropología Religiosa de la Universidad de Antioquia, dice que “el exorcismo es sacar, supuestamente, energías negativas que están adentro”; y aclara que en las maneras como cada sistema religioso entiende los flujos energéticos (alma o espíritu) hay rituales de purificación o liberación.
Pero no a cualquiera se le puede practicar. El padre Álvaro lo explica: antes de un exorcismo se debe estudiar si realmente hay “una fuerza demoníaca” y si es necesario intervenir. Solo entonces, dice, se programa el ritual.
En su experiencia, el padre Álvaro define otras formas en las que los asuntos espirituales pueden cruzar la frontera de lo cotidiano: la sanación, por ejemplo, puede abordar dolencias en los riñones o el corazón; la liberación es para quienes sienten que una presencia maligna los acecha; la infestación describe el momento en que la tristeza y la falta de progreso se vuelven constantes; y la aberración, afirma, ocurre cuando una entidad maligna intenta ejercer control.
Dice que enfrentar estas manifestaciones es un don que lo acompaña desde sus primeros años como sacerdote. En 2021, el arzobispo de Medellín, Ricardo Tobón, lo nombró párroco de El Espíritu Santo, pero ese encargo vino con la responsabilidad de ser el exorcista oficial. Álvaro recuerda la conversación que tuvo con su mamá en ese entonces:
–Mamá, me cambiaron para El Espíritu Santo.
–¿Dónde queda, hijo?
–Ahí, en Prado Centro.
–Ah, muy bien, mijo. ¡Qué rico vas a estar más cerquita de nosotros! Oíste, ¿cuál fue el otro cargo que te asignaron?
–Mamá, soy el exorcista de la Arquidiócesis.
–Ahora sí nos llevó el diablo.
Álvaro nació en 1959 en Támesis, pero vivió toda su vida en Itagüí. Se formó en el Seminario Conciliar de Medellín, donde estudió Filosofía, pero también le enseñaron Demonología y Angelología. Sus últimos años como seminarista los pasó en la Pontificia Universidad de Santo Tomás de Aquino, en Roma, donde se graduó como licenciado en Filosofía y Teología.
Regresó a Colombia en 1986 y el 5 de julio fue ordenado sacerdote en Medellín por el papa Juan Pablo II. Tras su ordenación, pasó a ser formador en el seminario. Después, fue designado párroco de la iglesia María Rosa Mística en el barrio Santa Cruz y desde entonces cientos de personas hacen fila para pedirle por su salud, conseguir empleo o aliviar cualquier “malestar espiritual”. En adelante, estuvo en las parroquias Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, El Salvador, Nuestra Señora de Chiquinquirá (en Bello) y El Divino Maestro, además de ser profesor de Filosofía en la Universidad Pontificia Bolivariana.
A lo largo de su vida ha atendido a miles de personas, pero cree que exorcismos propiamente habrá realizado unos cien desde que fue nombrado. Dice que no necesita encontrarse al diablo con cachos y cola para ver el Mal, con mayúscula, que para eso solo tiene que ver personas que no equilibran su vida.
A finales de 2023 se enfermó, le detectaron cálculos biliares y fue sometido a una operación para extraerlos. Cuando lo cuenta, recuerda que la recuperación fue lenta, y cree que “atender a tantas personas afecta a la energía y contamina el espíritu”. Por la salud de Álvaro, monseñor Tobón decidió suspender la práctica de exorcismos en la ciudad. El arzobispo dice que siguen esperando que mejore su salud y que no han buscado a nadie más para el cargo. Hoy, nadie tiene la autoridad para exorcizar en la Arquidiócesis de Medellín.

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En la calle Ecuador, una casa de dos pisos con fachada grafiteada y balcón con ornamentos negros palidece al lado de la imponente Catedral Metropolitana. Esa casa, propiedad de la Arquidiócesis, es el lugar designado para realizar exorcismos. Allí se preparan 400 desayunos que se ofrecen a personas en situación de calle los fines de semana. Era durante la semana, casi siempre en la mañana, cuando se hacían los exorcismos. Así lo cuenta Carlos*, que asistió al padre Álvaro como voluntario por algunos años.
Antes de programar un exorcismo en esa casa, el padre Álvaro realizaba una entrevista con la persona. “Es como una consulta médica”, explica Marcela*, otra persona que también asistió al padre. Documentaban datos como nombre, procedencia y sensaciones experimentadas. La espera en la casa recordaba a una sala de atención médica: la gente llegaba con rostros tensos, en silencio, esperando su turno.
Julián Velásquez recuerda cuando acudió al padre y le programaron una cita: el ambiente era frío y la angustia persistía en quienes esperaban. “Me preguntó cómo me sentía, qué trabajo hacía, si estaba casado, si tenía hijos”, cuenta. Si después de esa conversación el padre decidía que la persona requería un exorcismo, se la llevaba a una habitación más pequeña.
El exorcismo “no son cinco o 10minutos de oración”, explica Marcela. La persona era acostada en una camilla, ungida con aceite y sostenida por asistentes, mientras el padre Álvaro recitaba oraciones en latín, arameo o español.
Julián entró a un cuarto, una combinación entre consultorio y templo. Acostado, lo rodearon una religiosa, otro sacerdote y un laico. Lo sujetaron de manos y pies mientras el padre oraba. “Me preguntó si quería vomitar o escupir en un recipiente; me dio agua bendita y me pidió que lo hiciera varias veces”, recuerda. La oración se intensificó.
Recuerda que en un momento el padre Álvaro le presionó las costillas con los puños y que le decía: “Sal, diablo, demonio. Estás poseído. Libera a este hombre”. Al final, el sacerdote le dijo que estaba bien y que el maleficio había terminado. Le recomendó rezar todos los días y ayudar a alguien en la cárcel o dar limosna. Al salir, Julián sintió una emoción extraña. “Me puse a llorar sin saber por qué. Lloré durante 15 o 20 minutos y luego me sentí mucho mejor”.
El Rituale Romanum exige que el sacerdote use los ornamentos: alba blanca, estola morada, agua, sal y aceite exorcizados y el libro rojo que contiene todas las oraciones que deben servir de arma para enfrentar al demonio.
Además del padre Álvaro, en la ciudad hay otras personas, sacerdotes o laicos, que hacen lo mismo con o sin autorización de la Iglesia católica. Como Carlos Eduardo Cataño, que ocupó el cargo de exorcista antes que Álvaro, o Jaime de Jesús Díaz, un sacerdote católico independiente que hacía sus misas –y exorcismos– bajo el puente de la Aguacatala, al frente del bar Social Club.
Hoy los exorcismos permanecen suspendidos en la ciudad. Cuando Álvaro se fue de El Espíritu Santo en agosto del 2024, en la reja de la casa cural pegaron un aviso que decía que allí ya no lo iban a encontrar más, que si lo necesitaban, lo buscaran en su nueva parroquia: Jesús Obrero.
Pero no solo lo buscan sus seguidores. Carlos habla de los ataques “por parte de sectas satánicas” que recibió la parroquia El Espíritu Santo y dice que a finales de febrero colgaron un gato en la sacristía de la iglesia e hicieron pentagramas en los muros. Según el sacristán de la iglesia, que se negó a dar su nombre, aquel gato terminó colgado “en un lamentable accidente”. Pero Emmanuel Arias, uno de los asistentes de Álvaro, dice que eso que pasó en Prado, él y el padre lo ven como “un acto deliberado de una secta”. Para Marcela, “eso ya antes lo hacían muy camuflado, ya no, ya lo hacen de frente y directo”.
A pesar de no tener la autorización para practicar exorcismos, Álvaro sigue escuchando a la gente y haciendo liberaciones. Atiende las filas que crecen cada mañana llenas de personas esperanzadas en que algo cambie en sus vidas. Sus seguidores esperan que, tarde o temprano, retome su trabajo como exorcista. Y él asegura que ya está mejor, listo para volver: “Seguramente el arzobispo, en estos días, me llamará a decirme si sigo en esto”.
*Identidad reservada por solicitud de la fuente.