Dedicó su vida a lo que quiso: estudió, leyó, escribió hasta donde pudo y caminó el mundo durante 82 años. Nos despedimos de Miguel Valencia, el hombre que durante casi seis décadas hizo periodismo con su puño y letra, con tiza y tablero, en las afueras de la Universidad de Antioquia.
Miguel murió el 11 de octubre de 2025. Un mes después, cerca de la portería de la calle Barranquilla de la Universidad de Antioquia ‒por la que transitan diariamente miles de estudiantes, profesores y empleados‒, la malla seguía cubierta por los carteles y los tableros en los que Miguel escribió durante años. Algunos estaban vacíos, otros tenían borrones, unos pocos mostraban los números ganadores de la lotería y muchos llevaban mensajes que conmemoraban su vida. “¡Gracias, Miguel, por cinco décadas de periodismo libre!”, se leía en uno de ellos.
En un cuarto pequeño del costado oriental de la portería de Barranquilla, donde los vigilantes guardan conos y reciclaje, aún estaban los periódicos que dejó Miguel el 3 de octubre, la última vez que pisó la Universidad.
Cada día ‒los hábiles, los fines de semana y hasta los festivos‒, Miguel caminaba desde el barrio Córdoba, en el noroccidente de Medellín, hasta la UdeA. Llegaba a las siete de la mañana, pasaba por la plazoleta Barrientos y de su casillero sacaba una caja con libretas, lapiceros, mecato, pintura y tizas. Pero ese no era el comienzo de su jornada: más temprano, caminaba hasta el centro de la ciudad para recoger los periódicos que intentaría vender, prestar o cambiar durante el día. Usualmente El Colombiano, Q’Hubo, El Espectador y El Tiempo.
La rutina de Miguel fue la misma desde 1968, cuando llegó a la Universidad, y no cambió mucho cuando Marta, su hermana, comenzó a trabajar con él en 1976. Montaron un puesto junto a la portería más transitada de ese entonces en Ciudad Universitaria, la de Barranquilla, cuando aún no existía la del metro. Vendían periódicos tradicionales y otros no tanto, desde El Mundo, Vanguardia Liberal y la Revista Vea hasta el Semanario Voz o el Almanaque Bristol. Pero llegaron la portería del metro y el internet, que no favorecieron las ventas, y eventualmente el quiosco desapareció, pero ellos no. En 2015, Marta se enfermó, dejó el trabajo y Miguel siguió solo.
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Miguel Ángel Valencia García nació en la Medellín de 1943, pero su infancia transcurrió entre El Carmen de Viboral y El Santuario. Fue hijo de campesinos, penúltimo entre 11 hermanos y el menor de los hombres. Tenía la cara alargada, los ojos claros, la tez morena y el cabello, que con los años se volvió gris, delgado y siempre bien peinado.
La vida paisa y pueblerina lo acercaron a la religión. Pensó en ser sacerdote, pero, según recuerda su sobrino Juan Guillermo Escobar, hijo de Marta, los seminarios le cerraron las puertas por el color de su piel. Miguel abandonó la idea de ser cura. Luego prestó servicio militar y, a sus 25 años, halló su lugar definitivo en la Universidad de Antioquia. Allí mantuvo, en sus tableros, un mensaje conciliador y de fe.
Miguel hizo suya la vida universitaria. Al mediodía dejaba su puesto ‒cuando estaba Marta, a cargo de ella; después, de los vigilantes‒ y se adentraba en las posibilidades de la UdeA. Se ponía a “circular”, cuenta Óscar Ortega, profesor de Ingeniería de Sistemas y creador de la cuenta de Instagram @miguelcarteles, donde publicaba las frases y los anuncios que Miguel replicaba en sus tableros. En sus recorridos, entraba a conversatorios, participaba en cineclubes y escuchaba debates con la misma atención con la que repartía titulares.
Su voz cálida y grave era inconfundible. Tal vez por eso lo cautivaban el canto y la radio. Hizo parte de varios coros, como el de la Arquidiócesis de Medellín, el de los jubilados de la UdeA y el del hospital San Vicente de Paúl. En la Emisora Cultural UdeA grabó algunas oraciones navideñas. Allí, participó en varios programas: leía noticias o declamaba poesía. “Así lo pusiera a leer tres minutos, él venía por estos tres minutos los domingos”, recuerda Carlos González, programador y productor, sobre el rol de Miguel en el espacio En defensa de la palabra. Con el tiempo, se volvió uno de esos “amigos de la emisora”. “Siempre nos saludaba con mucho cariño, como a todos, pero con nosotros tenía un afecto especial”, dice Carlos.
León Ortiz, el dueño de la cafetería del bloque 22, cerca de las piscinas, le ofrecía el almuerzo todos los días a cambio de un par de periódicos. “Le servían de más”, dice su sobrino. Óscar cuenta que cuando Miguel enfermó por problemas renales y cardíacos, algunos docentes y amigos lo ayudaron a acceder a citas médicas particulares para evitar que se agravara su salud. Juan Guillermo añade, con desazón, que esperaban tener más apoyo de la Universidad, pero nunca llegó. Miguel tejió amistades con profesores, estudiantes, empleados y vigilantes; todos lo reconocían por su voz, su sonrisa, su humildad y su manera de pertenecer a todos los lugares sin ser totalmente de ninguno.
Miguel nunca se casó ni tuvo hijos. En la casa donde vivían él, Marta y Juan Guillermo dominaba el silencio. Miguel era “luz de la calle y oscuridad de la casa”, dice su sobrino. Además, cuenta que su tío llegaba cerca de las nueve y media de la noche y hablaba poco, salvo con su hermana.
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El segundo sábado de octubre, tras una semana hospitalizado en la Unidad Intermedia de Castilla, Miguel falleció. Su familia creía que de los cuatro hermanos que seguían con vida sería el último en morir, porque no fumaba, no bebía, “tenía un chasis muy resistente”. Al amanecer del domingo, su sobrino dio la noticia a los conocidos de Miguel.
“Se merece que anunciemos su muerte”, le dijo Yasmile Pineda, otra amiga de Miguel, a Óscar. Decidieron despedirlo en su ley: tomaron de la caja la única tiza que quedaba, la humedecieron ‒para que durara más‒ y recorrieron las cuatro porterías donde había tableros ‒Barranquilla, la del metro, Ferrocarril y la del río‒ para escribir “Miguel Valencia, @miguelcarteles, falleció el sábado 11 de octubre de 2025. ¡Gracias, amigo! Te extrañaremos”.
La última tiza alcanzó justo para el último punto del último cartel y se deshizo entre los dedos de quienes escribían.
En la Universidad todavía se habla de Miguel. Le han dedicado varios homenajes y hasta un mural. Sus amigos recuerdan su facilidad para relacionarse. También hablan de los muchos cursos de idiomas que tomó, de los diferentes coros en los que lo escucharon cantar, de las maratones que corrió y de su mensaje más importante: el día más bello es hoy.