Es dura la siembra, pero hay cosecha

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18 diciembre, 2025
Por: Melany Peláez Morales | melany.pelaez@udea.edu.co

La falta de acceso a educación y los grupos armados ilegales son razones de peso para dejar atrás el campo, pero varios jóvenes de Tamar Bajo insisten en quedarse. Aunque no descartan tener que salir en algún momento de su vereda en Remedios, Antioquia, para buscar oportunidades en la ciudad, sus planes son regresar; el amor por la tierra y la organización campesina pesan más. 

Fernei, Andrés y Darwin conocen las ventajas y las dificultades de ser jóvenes campesinos. Por eso su trabajo colectivo consiste en defender y mejorar su territorio. Ilustraciones: Ana Sofía Peláez.

Andrés, Darwin y Fernei me contaron que el río Tamar era cristalino y se veían los peces. Ninguno de los tres había nacido para verlo, pero lo describieron con el orgullo y la nostalgia que les transmitieron los más viejos. En agosto de 2025, ellos fueron mis guías durante el VIII Campamento Ecológico de la Zona de Reserva Campesina del Valle del Río Cimitarra. Aunque el objetivo era aprender sobre especies sombrilla, en el camino conocí otro grupo de seres que también son vitales para el territorio: los jóvenes campesinos.

Tamar Bajo está en la esquina oriente de Remedios, en el Nordeste antioqueño. Tiene 35 viviendas y más de 200 habitantes, varios asentados a la orilla del río y otros donde se abre paso al bosque. En la vereda, algunos árboles les pertenecen a los monos aulladores rojos y el cielo es propiedad de las guacamayas azuliamarillo, pero los caminos son de los ejércitos. La zona, dedicada sobre todo al comercio de madera y la minería, está en disputa entre el ejército nacional, el ELN, el Ejército Gaitanista de Colombia o Clan del Golfo y, hasta antes de irse para reforzar su presencia en el Catatumbo, el Frente 24 de las disidencias de las Farc. Los primeros días de julio del 2025, organizaciones de derechos humanos de la región alertaron sobre confinamientos por el accionar del Clan del Golfo en esta y otras veredas. Por allí pasa la caravana del Campamento Ecológico en la que vamos estudiantes universitarios, voluntarios de Peace Brigades International y campesinos.

Una sola vida

Andrés Orrego Palacio tiene 17 años y es el menor de ocho hijos. Nació en Barrancabermeja, Santander, pero la mayoría de su vida la ha pasado en el campo; hasta olvidó que en el pueblo hay que cruzar calles. Cuando llegó a Tamar Bajo, estaba en tercero de primaria y en quinto paró de estudiar porque no había bachillerato en la vereda. Luego, «unos mineros me prestaron un cajón y tenía yo mi batea que me dio mi mamá, esperaba todas las mañanas con mi desayuno y me iba a la pata de ellos, a bregar, a ver uno qué se sacaba por ahí en el día y sí, ellos me fueron explicando», recuerda.

Después, don Joaquín, un vecino, le enseñó a manejar canoa a motor. Andrés le «marineaba» a él, es decir, cargaba y entregaba la mercancía en los puertos y estaba pendiente de los palos y del río. De vez en cuando, don Joaquín le soltaba la canoa para que practicara. «Aprendí bien y ahí me fue buscando para coger el cargo de la línea»; con 13 años y sin posibilidad de seguir la escuela en su vereda, Andrés llegó a ser motorista y marinero de la ruta entre Tamar Bajo y la vereda San Francisco, en Yondó.

Recién escampa salimos de Tamar Bajo, la trocha es intransitable y una de las camionetas de la caravana va sin fuerza. Andrés deja su poncho mulera de lado y es el primero en ir a empujar. Más adelante, se quita la camiseta porque no quiere ensuciarla mientras ata la cuerda de remolque a los vehículos. Da indicaciones: que los del platón salten para no «encunetarnos» o que los conductores metan tal cambio. Cuando no funciona, se remanga el pantalón y con una pala distribuye el lodo. Ya en pantaloneta, Andrés se sumerge en el río Ité, que desde la noche anterior inundó parte de la carretera; guía el recorrido, el agua le llega a las rodillas y, a ratos, al ombligo. Alguien le pregunta de dónde saca tanta energía y él, risueño y empapado, contesta: «me tengo que despertar feliz porque es una sola vida».

Tierra en vez de guerra

En 2022, tras una ardua lucha de la comunidad, la Alcaldía envió una profesora de bachillerato a Tamar Bajo. Andrés cursó sexto y séptimo, y ahí dejó porque le aburre y tiene muchos compromisos. Trabaja como ayudante de uno de sus hermanos, que es aserrador y vive en Yarima, un corregimiento de San Vicente de Chucurí, Santander. Dice que salió de la vereda «a buscar un futuro», pero de inmediato reformula y concluye que el futuro no está afuera, aunque el dinero para alcanzarlo sí. Andrés quiere tener una finca o un camión para trabajar, como sus otros hermanos, y prestar el servicio militar para ser escolta de una organización legal como la Asociación Campesina del Valle del Río Cimitarra (ACVC).

La ACVC hace un trabajo organizativo, político y social en la Zona de Reserva Campesina (ZRC) del mismo valle. Desde 1996 ha defendido y articulado a los sectores rurales de Remedios y Yondó, en Antioquia; y de Cantagallo y San Pablo, en el sur de Bolívar, pero no fue sino en marzo de este año que se consolidó la Coordinadora de Jóvenes de la ZRC. En 2023, la asociación campesina realizó encuentros con las juventudes de estos municipios, Andrés participó en algunos y se entusiasmó con la idea de crear un comité de jóvenes en su vereda: «yo era moleste y moleste al señor don Pedro: ‘don Pedro, don Pedro, ¿cuándo van a venir a mirar quiénes somos los del comité?'».

Pedro Jesús Mora es el presidente de la Junta de Acción Comunal (JAC) de Tamar Bajo y el coordinador del Comité Ambiental de la ZRC. Se considera un hombre pacifista y un tipo muy cansón porque, en todo lugar al que llega, insiste en poner el foco sobre la prevención para no dejarse enredar por la violencia. «El contexto en la región, en la vereda, no es el mejor para los jóvenes; los grupos armados están ahí a diario, encima de ellos, enamorándolos con la intención de llevárselos. Es una realidad. Nosotros hemos contado con la virtud de que a los jóvenes de Tamar Bajo no les gusta la guerra», dice.

Después de atravesar el río crecido, dos camionetas Venom sin placa pasan en dirección contraria a la nuestra. Es «la policía de acá», advierten, y Andrés evita mirar por la ventanilla hasta que las perdemos de vista. Cuando llegamos al caserío de la vereda Puerto Nuevo Ité, los aplausos no son suficientes para agradecerle a Andrés por echarse el viaje al hombro. De ahí salimos para Campo Vijao, la vereda de Remedios donde nos esperan las actividades del Campamento Ecológico, una iniciativa de la ACVC que busca articular la academia y el campesinado para defender y proteger la vida en todas sus formas. Cada año aborda una temática diferente y esta vez son las especies sombrilla, como el jaguar y el oso andino, cuya protección beneficia a otros animales y sus hábitats.

El Comité de Jóvenes de Tamar Bajo, que se instaló en 2024 gracias a la insistencia de Andrés, ya tiene 10 integrantes. Al mismo tiempo, la ACVC implementó el proyecto «Producción sostenible, conservación y construcción de paz» en la ZRC. En junio, levantaron un vivero en la vereda para cultivar citronela, una planta aromática de la que se extraen aceites esenciales, como alternativa económica a cargo de las personas jóvenes. «El dueño de una finca nos regaló dos hectáreas y dijimos, ‘¡uy, bacano!’, entonces comenzamos a sembrar. Fue muy dura esa siembra, pero se logró y ya tenemos la primera cosecha», cuenta Darwin.

Ilustración 1

Pensar y crear futuros posibles

Darwin González Orrego tiene 18 años, es el presidente del Comité de Jóvenes y sobrino de Andrés. Un día le preguntó a su tío sobre los encuentros de jóvenes a los que él estaba yendo y quedó «enamorado» de lo que escuchó. Desde entonces participa en varios proyectos de la ACVC y fue nombrado representante de Remedios en la Coordinadora de Jóvenes. Para Darwin es importante que se reconozca que las juventudes no son un grupo inmaduro sujeto a lo que digan y hagan los adultos: «también podemos pensar, hablar y crear un futuro con base en lo que nos enseñan nuestros abuelos».

El Comité de Jóvenes de Tamar Bajo es el primero de la ZRC en tener nombre. Ocurrió un día cuando estaban en el vivero y se plantearon crear un logo y una frase. No tardaron mucho en aceptar la propuesta de Darwin: «Jóvenes diversos, el futuro campesino». «Porque todos somos diferentes, pensamos diferente, hay diferentes razas, en la vereda y en el comité hay indígenas, hay personas de la comunidad [LGBTIQ+], hay campesinos y todos somos diferentes», explica. Ellos y ellas se organizan cada mes para limpiar el vivero, recoger semillas nativas y sembrar árboles en zonas donde hubo minería.

Según la Gobernación de Antioquia, en 2019 Remedios tuvo la tasa de deserción escolar más alta del departamento, con 8.77 %. Aunque en 2022 bajó a 7.76 %, fue el séptimo más elevado de Antioquia. Darwin está en grado décimo, pero reconoce que incluso quienes se gradúan «se quedan en la misma vereda, trabajando de arrieros, de ‘maderanos’ y otros cogen el camino de las armas. Entonces yo estoy dando ese ejemplo de que no existe solo ese camino, hay otro mundo más afuera y ese mundo nos está mirando». Aunque Darwin nació y creció en Tamar Bajo y le encanta la naturaleza, tiene una relación complicada con la tierra: «los trabajos sí los hago, pero no vivo para ello, no me quedo ahí».

En una pared de Campo Vijao pintamos un jaguar. Darwin nos orienta; es su quinto mural. El primero fue en la escuela de Tamar Bajo, él «dibujaba cualquier cosa que se pudiera dibujar» y la profesora le propuso llevarlo a lo grande. En otra escuela dijeron: «hay un niño de Tamar que pinta», entonces lo llamaron. Luego hizo otro en Yondó y otro en Campo Vijao. Su familia, la vereda y la ACVC apoyan el talento de Darwin y él está aprendiendo más de dibujo, ve videotutoriales en YouTube y clases en línea cuando el internet, «un poquito lentecito», se lo permite. Quiere estudiar Trabajo Social y Artes, «pero en Barranca no hay pintura y me toca irme para otro lado». Le gustaría alguna universidad en Bogotá o Medellín.

Pedro Mora, a quien Darwin ve como «una puerta que se abre en la vereda», participó en la construcción de los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial del Bajo Cauca y el Nordeste antioqueño. Estos son un instrumento de planeación del Estado creado por los acuerdos de paz del 2016 para cerrar brechas en los municipios más afectados por el conflicto armado, como Remedios, y uno de sus pilares es la educación rural. Pedro no sabe cómo les van a cumplir con lo que en tantas reuniones llamaron «universidad del campo», pero, como es un tipo cansón, insiste en la necesidad de que se formen ahí mismo, «donde no tengan que salirse para la gran urbe a estudiar, porque allá se nos pierde el muchacho, allá se le olvida que es campesino, que es campesina, y se mete en otro mundo».

Darwin es uno de esos jóvenes que tendrá que irse, así que le pregunto si piensa en volver: «Claro. Quiero ser alguien en la vida, pero trabajar para mi campo, para mi gente», que cuando la comunidad lo vea piense en que hay otros futuros posibles y pueden construirlos juntos. Se le ocurre, por ejemplo, «un comité de mamás» y proyectos con los que las mujeres se sientan acogidas y las niñas aprendan que tener un marido no es la única opción.

Pensé en lo que vi antes en Puerto Nuevo Ité, donde la mayoría de las personas que nos recibieron eran mujeres. Allí, Evaristo Mena, presidente de la JAC, dijo que aunque las jóvenes son juiciosas y terminaron el colegio, sin universidad para continuar sus estudios y conseguir un empleo, tuvieron que quedarse, «algunas llenándose de hijos y otras evitando tenerlos para no dárselos a la guerra». Debido a que la desigualdad de género se agudiza en la ruralidad, hará falta que luego de esta historia se narre la de las jóvenes campesinas.

Quedarse para mejorar el campo

El último día en Campo Vijao también hay aplausos para Darwin por resistir desde el arte y la cultura. En un emotivo discurso de cierre, Annye Páez Martínez, abogada e integrante del equipo jurídico de la ACVC, dice que los jóvenes campesinos no son los que nacen en el campo, sino los que lo incluyen en su proyecto de vida para quedarse y mejorarlo. Fernei Gómez Vélez, que tiene 13 años, es la prueba de eso.

El camino de vuelta no es por trocha, sino por el cauce del río Ité. Antes de subirnos a las canoas, Fernei hace chistes, imita acentos y demuestra cómo ponerse el chaleco salvavidas adecuadamente. No parece que le costó hacer amigos y adaptarse a la vida en el campo. Nació en Barrancabermeja y llegó a Tamar Bajo durante la pandemia por covid-19. El miedo a contraer el virus, sumado al rumor de que en las zonas rurales había menos contagios, llevó a que sus papás decidieran mudarse a la vereda. El cambio más drástico fue el estudio «porque enseñan diferente en la ciudad y en las veredas. Y las amistades: yo no conocía a nadie de allá, no hablaba con casi nadie y para mí fue muy duro acoplarme», cuenta Fernei.

Cuando comenzó el proyecto de la citronela, Pedro y Darwin lo convencieron de que se uniera. Ahora Fernei es el tesorero del comité, siente que tiene bastantes amigos y transmite confianza: «dicen que soy una persona muy juiciosa, tengo mi inteligencia y las personas me prestan mucha atención». Cuando otros jóvenes le preguntan qué hacen ahí, explica con paciencia que defienden los derechos del campesinado y, como ve que algunos todavía no saben de eso, los invita a sus reuniones. Le apasionan los derechos humanos y su plan es estudiar alguna ciencia social; le queda tiempo para decidir cuál porque está en grado octavo.

Cuando le pregunté a Andrés por las ventajas de ser un joven campesino, respondió: «nosotros vemos muchas cosas que los del pueblo no han visto, aprendemos, sabemos los nombres de cada especie, por ejemplo, la guagua, el ponche, el cajuche…». En la canoa, Fernei me avisa para que vea a los animales tomar el sol en las orillas antes de que se metan al agua o al bosque y me explica con facilidad la diferencia entre una babilla y un caimán, entre un morrocoy y una inguensa. Antes era raro para él ver tantos árboles, vacas y gallinas, pero ya se acostumbró: arrea ganado, monta caballo, los alimenta y usa plantas para aliviarlos. «La naturaleza ahora me parece una chimba, porque ya la conozco mucho mejor, sé cómo funcionan la mayoría de las cosas. Yo me considero un campesino».

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