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event 30 Abril 2024
schedule 21 min.
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Estos perfiles hacen parte del especial Historias Migrantes. Realizado por estudiantes de Periodismo tras una salida de campo a Necoclí en enero de 2024.
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  • Ganarse la vida antes de cruzar el Darién

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    De los migrantes que pasan por Necoclí, muchos permanecen allí durante semanas. En su búsqueda de una vida más digna, trabajan para completar lo que cuesta el viaje y, de paso, sobrevivir. Venden empanadas, arepas, cocos, bebidas, ropa de segunda, carpas; también reciclan, limpian la playa, hacen cortes de pelo y delinean barbas; lo que toque, lo que puedan, casi siempre en la informalidad. Con el sustento del día a día esperan ahorrar suficiente para calibrar las brújulas que apuntan a Norteamérica.

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    Ilustración: Sara Uribe de los Ríos.

    Videos: Valentina Urrea Aristizabal. Edición: Diego Fernando Vega Granados.


    Carlos y Juan: juntos hasta el que sea su destino

    Diego Fernando Vega Granados / Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Necesita activar JavaScript para visualizarla.

    Una frase fue suficiente para que Carlos Amoroso aceptara migrar: “Vámonos para Estados Unidos”, le dijo su amigo Juan García al darse cuenta de las pocas posibilidades de progreso que tendrían en su país, Venezuela. La respuesta fue un sí rotundo. 

    Cuatro días después ya estaban en el Urabá antioqueño, con solo 120 dólares y la sorpresa de que antes de la selva del Darién había una playa en un municipio llamado Necoclí. Sabían que ese dinero no era suficiente, así que decidieron montar un negocio en el que solo dependieran de ellos: vender empanadas. 

    No sabían hacer la masa ni dónde conseguir el carrito; no sabían cómo ni dónde iniciar, pero lo hicieron. El compatriota venezolano que los ayudaría a cruzar a Panamá les consiguió un puesto por 20.000 pesos al día, y con poco conocimiento, pero muchas ganas, empezaron. Juan aprendió de a poco a hacer la masa, mientras que Carlos recordó las recetas que sabía para preparar el relleno. 

    Juan García tiene 34 años y es ingeniero de minas. Trabajaba en una mina junto con su familia en Esequibo, territorio de Guyana fronterizo con Venezuela, hasta que el año pasado, según cuenta, el Gobierno venezolano tomó el control sobre este y lo paralizó todo. De tener semanas en las que podía sacar de 30 a 40 gramos de oro, pasó a no tener empleo fijo y a rebuscarse el dinero vendiendo repuestos de carros.  

    Llegó a buscar trabajo en Caracas en enero del 2024 y un día, mientras compraba dólares, decidió irse. Necesitaba compañía para lograrlo, así que contactó a su amigo del barrio, Carlos Amoroso, quien a sus 54 años y pese a ser pensionado de la Alcaldía, pasaba por un mal momento económico. El salario solo le alcanzaba para mantener a su niña de 13 años, su niño de 12 y su esposa, mientras vivían “de arrimados” en la casa de la suegra. 

    Juan recuerda que cuando vivía en Casanay (estado Sucre), un tío suyo le negó una cerveza a Carlos, a pesar de que se habían criado juntos. Según Juan, la razón fue que Carlos estaba mal económicamente. Para él eso fue una humillación y sabía que, si seguía en su ciudad, le podía pasar lo mismo. Por eso, ya en Caracas, pensó en él para que se fueran. Le envió dinero para que llegara allí y al día siguiente iniciaron el viaje.

    ***

    Juan amasa y amasa la harina. Son las 10 de la mañana de un día opaco de finales de enero. La noche anterior intentaron dormir en la playa, pero los mosquitos no los dejaron. Cuando llegaron, unos días antes, pagaron hotel, pero cuesta 60.000 pesos por día y no pueden sacrificar el ahorro de 20 empanadas. Se levantaron a las cinco de la madrugada y los clientes, en su mayoría venezolanos que migrarán a Estados Unidos, acabaron con la segunda tanda de la mañana. 

    Aplasta la masa, agarra una cucharada de relleno de pollo y la agrega. Cierra la empanada con una tasa, quita el exceso de masa, le da forma de luna y la pone en el aceite. Carlos está pendiente de que quede de un dorado perfecto y bien cocinada por dentro para pasarla a los clientes. 

    Llevan solo cinco días vendiendo empanadas frente a la playa donde los migrantes esperan las lanchas para ir hacia Capurganá y ya se dieron cuenta de la rentabilidad del negocio. Para Carlos, las personas tienen que trabajar para conseguir lo que quieren: “Algunos de los migrantes se acostumbraron a dormir en carpa, a que les den la comida y no van a trabajar ni nada. Las personas tienen que trabajar para conseguir lo suyo”. 

    Mientras el aceite frita las últimas empanadas de la mañana, Juan empieza a recoger los materiales. Comenta que no tenía pensado que su esposa se fuera para Necoclí, pero, como ahora están trabajando, le dirá que la va a esperar para que los tres se vayan o se queden. 

    Entretanto, Carlos voltea con una pinza las empanadas que quedan en el aceite. Su propósito es trabajar duro para conseguirle una vivienda a su familia en Venezuela. Piensa en volver. Dice que si le gusta el sueño americano, se queda hasta completar el dinero para la casa y el carro, más un capital para iniciar un negocio en su país. 

    Si el norte no es lo que les han dicho, dinero y oportunidades, están dispuestos a regresar, trabajar de nuevo en Necoclí y buscar un apartamento en arriendo. García lo tiene claro: “El migrante, donde le vaya bien, ahí se queda”.

    Venden las últimas empanadas y se sientan a descansar sin saber cómo les va a ir en la siguiente jornada, si dormirán en la playa junto con los mosquitos esa noche o si lograrán pasar el Darién. No tienen afán, van tranquilos esperando que todo se les dé. Están seguros de que seguirán juntos en esta travesía. Para donde va el uno, va el otro.

    Fotografía y edición: Juliana Betancur Restrepo y Juan José Gómez Agudelo.

     


    Leidy: enfrentar la propia vida

    Juan José Gómez Agudelo / Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Necesita activar JavaScript para visualizarla.

    Son las seis de la mañana y, aunque cuesta levantarse de la colchoneta por el peso del trasnocho, toca empezar el día. La brisa salada azota las paredes de la carpa, el piso está lleno de arena y aún quedan algunos de los zancudos que no dejaron dormir. Leidy* y su familia salen al comedor comunitario. Luego regresan a la playa, a su casa improvisada, para abrir la chaza en la que venden mecato. 

    Ella es una venezolana de 29 años. Tiene dos hijos menores, uno de 13 y otro de siete. Hace tres meses llegó al Urabá antioqueño y su plan es seguir hasta los Estados Unidos “si Dios lo permite”.

    Durante su tiempo libre vende paquetes de chicles, galletas, pasabocas y cajetillas de cigarros. Leidy deja a sus hijos a cargo del familiar que esté en la playa y a las 10 u 11 de la mañana abre el bar en el que trabaja por 40.000 pesos diarios. A veces termina de trabajar a las 10 de la noche, otras a las 11, e incluso se ha quedado hasta la una o dos de la madrugada. Todo depende del movimiento de la gente en las noches de Necoclí. Agradece su trabajo actual, pues un mes antes, como peluquera y asistente de cocina, trabajaba más de 12 horas al día por escasos 20.000 pesos. 

    ***

    A sus 13 años, en Caracas, la muerte arremetió contra su hogar. Con la ausencia de su padre, sobrevino un dolor profundo. Quedaron su madre, sus dos hermanas menores, ella, corazones fragmentados y varias preguntas sobre la mesa: “¿Qué puedo hacer por mamá? ¿Cómo la puedo ayudar?”. Desde ese momento todas se echaron sobre los hombros la responsabilidad de sostener una casa y sus vidas. 

    Terminó el bachillerato y empezó a estudiar enfermería, pero su sueño es convertirse algún día en abogada en Estados Unidos. Luego llegaron sus hijos y un padre ausente, por lo que tuvo que asumir todo el cuidado. A las adversidades de la vida se les sumaron las complejidades políticas y económicas de Venezuela: vivir era cada vez más complicado y, aunque aparte de la crianza se dedicaba a ser manicurista a domicilio, no bastaba con trabajar hasta el cansancio. En casa empezaba a faltar la comida. 

    En 2018 tomó la decisión de migrar junto con sus primos e hijos. Durante meses caminaron y se enfrentaron a diversas violencias. De Venezuela pasaron a Colombia, de Colombia a Ecuador y de Ecuador a Perú, donde se radicaron. Sin embargo, allí no encontraron lo que buscaban, así que retornaron a Colombia, a Medellín. “La vida del migrante no es fácil, no es pa’ cualquiera”, dice con un hilo de voz.

    Cuando aún estaba en Venezuela, su madre le cuestionó la decisión de viajar, pero para ella no se trataba solo de eso, pues su viaje es una forma de “enfrentar la propia vida”. Durante los meses en los que estuvieron en Medellín comenzaron a contemplar la idea de ir hasta Urabá para, posteriormente, llegar a los Estados Unidos. Dice que no tiene afán de cumplir ese sueño, porque “el que quiere progresar, progresa donde sea, en Colombia o en Estados Unidos”.

    Sus hermanas y su mamá se establecieron en Brasil. A pesar de que allí tienen una economía medianamente estable y de que están dispuestas a recibirlos, Leidy dice que no desharían los pasos del camino que han trazado. No tienen el dinero necesario para ir en un transporte seguro y no volverían a pasar por los mismos lugares debido a los riesgos a los que sus hijos y ella estuvieron y estarían expuestos: violaciones, reclutamientos, extorsiones y maltratos físicos y psicológicos.

    Llevan tres meses en Necoclí. La playa es su residencia, reciben dos comidas diarias de las Hermanas Franciscanas de María Inmaculada, sus hijos están desescolarizados, el resto de la familia trabaja en lo que resulte cada día y se han enfermado por las deficientes condiciones de salubridad. A pesar de todo esto, sus miradas siguen puestas en el otro lado del Darién. Leidy quiere una mejor vida: “Espero poder darle a mi mamá todo lo que no le pude dar en Venezuela y darles a mis hijos todo lo que yo no tuve de pequeña”. 

    *Nombre cambiado por petición de ella.

    Fotografía y edición: Juliana Betancur Restrepo y Juan José Gómez Agudelo.


    Turbo: el artista

    Juliana Betancur Restrepo / Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Necesita activar JavaScript para visualizarla.

    Turbo considera que siempre ha sido un migrante. Desde su infancia, desplazado por la violencia en el Urabá antioqueño, hasta ahora, a sus 30 años, ha estado en búsqueda de un sueño que se encuentra al otro lado del Darién. 

    ‒Siempre me vieron como un artista que tiene la sangre norteamericana ‒dice con su acento caleño marcado y su actitud alegre y tranquila mientras motila a Barranquilla, uno de sus clientes, en la playa.

    Sus primeros pasos como artista se inspiraron en Michael Jackson: tenía nueve años cuando la música y las coreografías del rey del pop le mostraron lo que anhelaba para su carrera. Luego llegaron a sus oídos Freddie Mercury, James Brown, y a los trece años conoció el rap, por lo que 2Pac también se sumó a su lista de referentes esenciales.

    Turbo es negro y alto. Tiene los ojos grandes y las pestañas largas. Viste de negro. Una banda azul rodea su cabello corto y rizado de puntas rubias, y sus zapatos, negros con detalles amarillos, combinan con un pequeño bolso brillante del mismo color que cuelga cruzado sobre su pecho.

    Apartadó fue la tierra que lo vio nacer y de la que tuvo que huir. Junto con su familia dejó atrás las bananeras antioqueñas y el sol golpeante de Urabá para irse al Pacífico. En ese momento la región de Urabá enfrentaba el cruce de violencias entre las Farc, con su presencia histórica, y los paramilitares en expansión y consolidación.  El reclutamiento de menores, al igual que las masacres, era el pan de cada día. 

    ***

    Los niños juegan en el mar mientras las señoras lavan la ropa y la ponen bajo el rayo de sol que pega contra las chalupas aparcadas en la playa. Suena “Un osito dormilón” del Binomio de Oro en el fondo. Mientras enmarca el corte en el rostro de su cliente con una cuchilla minora, Turbo cuenta por qué decide cruzar.

    ‒Es que yo me iba a presentar en el Hard Rock de la Riviera Maya.

    Su vida artística no se ha limitado a la música, en la que se considera capaz de interpretar desde un rap hasta una salsa o un reggae, sino, también, al baile, el arte que le mostró que era posible salir del país. Turbo clasificó al mundial de freestyle que sucederá en México en octubre de este año, pero solicitó una ayuda a la Secretaría de Cultura del Valle y le fue negada. “Quedé más decepcionado de mi propio país”, cuenta.

    Animado por uno de sus amigos en Cali, decidió viajar a Necoclí. La competencia es su motivación para ir a México, pero la música es lo que lo impulsa a llegar a Estados Unidos, donde cree que podrá cumplir su sueño de grabar un álbum completo de su autoría titulado Pensamientos abstractos.

    ***

    Hace calor. Se oye el zumbido del movimiento de la clipper en su ir y volver.

    ‒La barbería la conocí en el proceso, para subsistir.

    La primera vez que tomó la cuchilla fue a los 13 años cuando logró realizar con éxito un corte al menor de sus siete hermanos. Con el tiempo, comenzó a trabajar en peluquerías y barberías y hasta tuvo la suya en Cali, llamada La Perfection porque mientras prestaba servicio militar fue reconocido por ser muy perfeccionista en los cortes. Eso se mantiene. 

    En la playa de Necoclí su trabajo es meticuloso y busca tener mejores herramientas para mantenerlo así. Por un corte cobra entre 10.000 y 17.000 pesos, dependiendo de la complejidad, y en un buen día puede hacer entre 10 y 11 cortes, mientras que en uno malo hace cuatro o cinco. La mayoría de sus clientes son migrantes y es el “voz a voz” lo que garantiza su trabajo. Ellos saben que, para conseguir el sustento del día, deben verse presentables, aunque estén durmiendo en la arena y no les paguen lo suficiente.

    ‒Yo tengo una filosofía que se llama “los turbosónicos” ‒comenta mientras sonríe‒. Todo el que se considere un turbosónico es porque es una persona que aporta algo a los demás. Mi música está muy basada en el amor propio, pero también en el amor a la sociedad, al prójimo. Mi lema es “Turbosónicos por siempre”. 

    Espera volver a Colombia porque, aunque su sueño siempre ha sido grabar con norteamericanos, su vida y gratitud están aquí, cerca de sus turbosónicos, una comunidad que hoy suma más de 1000 personas en Instagram, la mayoría de Cali. 

    ‒A veces, en mis adversidades, ellos están escribiéndome que publique videos, que no desista. Entonces eso hace que haga buenos videos y buenas canciones. El apoyo que me dan mis turbosónicos es un apoyo demasiado genuino, demasiado puro, demasiado leal. Ellos me quieren ver en la cima y en eso estoy trabajando.

    ***

    Con delicadeza, Turbo limpia y aplica talco en la nuca de José Russil. Retira la capa azul de Dragon Ball que lo cubre.

    ‒Él es uno de mis mejores clientes.

    Fotografía y edición: Juliana Betancur Restrepo y Juan José Gómez Agudelo.


    José: una ruta para ser chef

    Valentina Aristizabal / Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Necesita activar JavaScript para visualizarla.

    A unos metros del muelle de embarque de Necoclí, un hombre con una capa de corte de Dragon Ball es motilado por Turbo, un barbero caleño. José Russil espera con los ojos cerrados a que haga su trabajo. La máquina se desliza por el cabello de José como la brisa que acaricia la piel. Se nota tranquilo. Es moreno y tiene unos labios prominentes adornados por una barba corta color castaño oscuro como su cabello. “Él es uno de mis mejores clientes”, dice Turbo al terminar su trabajo. Mientras tanto, José se dispone a pagar y ve su reflejo en un pequeño espejo. 

    Tiene 28 años, nació en Barranquilla y antes de los ocho se mudó a Venezuela con sus padres y su hermano. Cuando tenía 14 años, sus padres se separaron y cada uno buscó rehacer su vida junto con otra pareja sentimental. Así nacieron sus otros seis hermanos, quienes ahora viven en Colombia, cuatro de ellos con su padre y dos con su madre.

    Vivió en Maracaibo, Venezuela, donde trabajaba en un restaurante y tenía casa propia cerca de la de su madre: “Así se me facilitaba conseguir mis cosas”, detalla, y cuenta que esa cercanía le permitía ayudarla económicamente. Tuvo que trabajar desde muy joven para terminar de costear sus estudios secundarios y universitarios, pero debido a la situación política y económica de ese país, perdió su trabajo. Vendió su casa y volvió a Colombia, casi 20 años después.

    De regreso, vivió un año en La Unión, Antioquia. Luego se estableció durante un año y medio en Medellín con su actual pareja sentimental y su pequeña de cinco años. Al ver que su situación económica no mejoraba, decidieron viajar al Urabá antioqueño, pero el ambiente hostil que vivió junto con su familia hizo que ellas regresaran a la ciudad. Desde entonces, José se ha dedicado a “rodar”, como él mismo lo cuenta con una sonrisa un poco tímida.

    Termina enero. Lleva cuatro meses en Necoclí, donde está de paso vendiendo agua, bebidas refrescantes, dulces y cigarrillos al lado de los muelles de embarque donde cientos de personas esperan para zarpar hacia Capurganá y luego atravesar el Darién.

    Aunque para muchos migrantes en Necoclí el destino es Estados Unidos, José anhela quedarse allí solo unos meses, en la casa de un amigo, mientras logra llegar a su objetivo final: Canadá. Según él, ese país ofrece “gran número de oportunidades”. Y, aunque en principio pretende trabajar en lo que resulte, su propósito es continuar con su profesión de chef. Estudió gastronomía en Venezuela y espera volver a crear con sus manos manjares que sean un deleite para quienes los prueben y con esto darle a su hija una vida digna.

    De las ganancias que le dejan las ventas guarda 10 dólares diarios para ajustar el “impuesto” de aproximadamente 350 dólares que debe pagar para cruzar el Darién. Le falta poco, pero le faltaría menos, solo que en diciembre se sintió tan solo en aquella playa que conmueve hasta los huesos, que decidió viajar a Medellín para disfrutar de lo poco que había ahorrado. A finales de enero se dio un plazo de 15 días para cruzar al otro lado, donde muchos aseguran que es el verdadero inicio del viaje.

    José cuenta que hace cuatro años no recorre las calles, las playas y la ciudad de su tierra natal; tampoco asiste a su reconocido carnaval desde entonces. A pesar de que lo vio nacer, considera que Barranquilla no es un buen lugar para establecerse: “No me gusta para vivir, no tanto por lo caliente, sino porque no está organizada. Ya no tiene lugar de crecimiento. Barranquilla ya fue”.

    Él sabe muy bien a qué se enfrenta. Lo que más teme es perderse en el camino selvático del Darién y quedarse sin comida. En cambio, no le tiene miedo al agua. Sus experiencias desde pequeño le han forjado el carácter hasta el punto de trazar sus sueños en el otro lado de América. Lo más duro para él no es la ausencia de su familia, ni dormir en una lancha a pocos metros de las olas que acarician la arena: “Aquí lo que me molesta es que a uno le pasan los días y uno no sale”.

    Las expectativas inundan la brisa del mar y se adhieren a José. En su mirada un poco cansada se pueden evidenciar días, meses y años de esfuerzo que han marcado paso a paso el correr de su tiempo. Se prometió a sí mismo que antes de cumplir los 30 se establecerá en un lugar que le permita unas mejores condiciones de vida. Por eso, su viaje apenas empieza.

    Fotografía y edición: Juliana Betancur Restrepo y Juan José Gómez Agudelo.


    Bonith: el camino del misionero

    Santiago Bernal Largo / Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Necesita activar JavaScript para visualizarla.

    Bonith nunca está solo. Cuando le preguntan quién lo acompaña en su viaje, recita de memoria el versículo 20 del capítulo 28 del evangelio de Mateo: “Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. En la calle que da a los muelles de embarque del Malecón de las Américas tiene un puesto de bebidas y vende chaquetas, gorras y cachacos, prendas impropias del clima de Necoclí que cuelgan de cuerdas atadas a un muro de lata. En esa esquina ofrece ropa y agua, pero también canta y baila. Ahí, en ese muelle atestado de migrantes, donde la línea entre predicar y vender se disipa, él está en una escala más de su camino.

    Cuando llueve, la rutina de cientos de migrantes que habitan esa playa se interrumpe abruptamente. Bonith, como otros vendedores que se hacen en las aceras a lado y lado de la calle, trata de proteger sus mercancías del agua. Su español es pausado y arrastrado, apenas entendible, pero consigue pedirle permiso a una de las vendedoras que está cerca para usar una lona negra de plástico que sobresale desde su kiosco.

    El calor sube desde el suelo en forma de bochorno mientras él extiende la lona. Tiene puesta una visera y unos audífonos de diadema que no funcionan, aunque simula que los usa para escuchar música. Empieza a acomodar cada una de las prendas: una chaqueta gruesa, una camisa amarilla con un chaleco azul encima, un blazer negro... En ese momento nada es más importante para él que proteger sus productos, pues al fin y al cabo son lo único que le queda.

    ***

    Bonith Bernard era profesor de primaria en un colegio adventista en Haití. Vivía en un pueblo llamado Thomassique, muy cerca de la frontera con República Dominicana y a tres horas en carro de la capital, Puerto Príncipe. El tiempo que lleva hablando español es el mismo que ha estado por fuera de su país. “Dejé a mi familia, mis amigos y a mis alumnos llorando”, cuenta sobre su partida en diciembre de 2017. No estaba buscando un mejor trabajo o huyendo de Haití: decidió recorrer Sudamérica como misionero de la Iglesia Adventista del Séptimo Día. Ahí empezó su travesía.

    Estuvo tres años y medio en Chillán, una ciudad en la zona central de Chile donde aprendió castellano, vendió biblias y otros libros, evangelizó, y empezó a estudiar teología para convertirse en pastor. Abandonó la idea y en 2021 llegó a Paraguay con la intención de establecerse, pero no pudo entrar por no estar vacunado contra la fiebre amarilla, así que continuó hasta Brasil. Habían pasado casi cuatro años desde que dejó su casa en Haití y Bonith seguía convencido de que Dios le había hablado para que recorriera todas las naciones de la tierra.

    Su vocación de evangelizar lo llevó hasta la Amazonía y estando allí no sólo se limitó a Brasil sino que empezó a trabajar en pueblos fronterizos de Colombia, Perú y Ecuador. En este último país, y con el poco el dinero que había recogido, compró ropa para vender, pero las autoridades ecuatorianas no se lo permitieron debido a que estaba indocumentado. Le confiscaron parte de la mercancía y llegó a Colombia con la que le sobró: una chaqueta gruesa, una camisa amarilla con un chaleco azul, un blazer negro...

    ***

    “Muy buenos días, a pesar de que no tengo reloj”: así saluda a un par de personas que se acercan a su puesto. Nunca tiene problema para hablar, aunque le cueste. Se presenta como un estudiante a medias, un caminante y un cuidador. Bonith lleva una semana en Necoclí y le bastaron un par de días para hacerse amigo de varias de las señoras que, como él, venían de otros países y estaban allí rebuscándose la manera de sobrevivir. Todos duermen, trabajan y viven en la playa. Es allí donde el idioma o la nacionalidad pierden importancia.

    Cuando termina de llover, Bonith vuelve a acomodar las prendas con la misma delicadeza con la que lo hizo antes. De nuevo recita la Biblia, pero esta vez el versículo 19 del capítulo 28 del evangelio de Mateo: “Por tanto, id, y haced discípulos en todas las naciones”. Con esta idea en su cabeza ha pasado por cinco países desde que salió de Thomassique hasta que llegó a Necoclí.

    Bonith no solo está atravesado por su llamado a predicar sino por sus ganas de estar bien y de establecerse en Estados Unidos, donde esperar reencontrarse con algunos familiares que migraron como muchos de sus compatriotas. Cuando vivía en Haití, los estadounidenses viajaban mucho a su país: “Si ellos pueden venir a mi país, yo también puedo ir al de ellos”, apunta.

    Dice él que no es cualquiera, sino un “evangelista desde el comienzo hasta el final”. También recuerda que su anterior cumpleaños, mientras vivía en Perú, estuvo triste y angustiado, “pero yo creo que en 2024 mi cumpleaños será mejor”, agrega. Casi es mediodía y su rutina de ventas no para. Pregona con voz firme: “Yo soy Bonith Bernard, también soy protagonista. Ahora no lo soy, pero cuando llegue allá volveré a ser protagonista”. 

    Fotografía y edición: Juliana Betancur Restrepo y Juan José Gómez Agudelo.