Foto: Yojan Valencia
El punk, un orgulloso hijo bastardo del rock tocado en garajes por amateurs nació más o menos en 1978 en Inglaterra. El año del verano más caliente hasta el momento registrado, cuando la inflación estaba disparada y el trabajo era escaso en los suburbios. Su estética se unifica por la confrontación a la sociedad, a la música, al futuro. El punk era la estética de la amalgama y el caos que rehusaba cualquier cuartel. A Medellín llegó en los años ochenta, tarde, muy tarde, y se volvió un género de pillos, de maleantes, de los pobres. En el 2004 nació Altavoz, un festival en la plaza de toros: las capotas en el viento se cambiaron por el azote de melenas y cadenas.
El punk sigue siendo un género de los mismos, los elegidos, los peliones. Aunque ahora más mezclado, menos violento y menos retador, con becas de presupuesto participativo y amigos en secretarías de la cultura de algún pueblo perdido. ¿Qué significa un género tan anárquico como el punk para un festival financiado por la alcaldía de Medellín? Intentamos responder esas preguntas y como el punk, a pesar de todo, todavía vive. Como siempre, a su manera.
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