Guainía se le planta a la minería con el turismo

En Guainía, un departamento amazónico, históricamente marcado por la minería de aluvión, el turismo comunitario emerge como una alternativa económica. Sin embargo, el choque entre modelos institucionales y comunitarios muestra que la transición no es sencilla. Foto: Edwin Suárez. La historia de Josué Peña, indígena curripaco, ilustra las tensiones que atraviesan a Guainía. Tras la quiebra de su negocio en Villavicencio en 2010, regresó a su capital, Inírida, con 7.000 pesos en el bolsillo. Sin opciones de empleo, terminó trabajando en una balsa minera cerca de los cerros de Mavicure, tres monolitos milenarios enormes, que tienen entre 170 y 720 metros de altura, y extrayendo tungsteno en la cuenca alta del río Inírida. La minería ilegal se convirtió en su refugio económico durante un par de años, incluso en Venezuela, cuando la persecución de las autoridades colombianas recrudeció la crisis del sector en la frontera. “Tal vez la necesidad lo lleve a uno a ver como única alternativa esa actividad (la minería), pero los resultados ambientales son desastrosos: destrucción y contaminación”, reflexiona Josué desde su casa en la comunidad de Berrocal Vitina, a 13 kilómetros de Inírida. La minería ilegal ha sido el principal motor económico de Guainía durante décadas. La actividad aurífera llegó al departamento entre finales de los años setenta y comienzos de los ochenta, cuando, impulsada por estudios del Gobierno nacional que develaron los lugares donde estaba el metal precioso, la fiebre del oro se instaló en la Serranía del Naquén, cerca de la frontera con Brasil. Lo que empezó como explotación en tierra, pronto se extendió a los ríos del departamento, dejando una huella imborrable: contaminación por mercurio, el material que se usa para separar la tierra del oro. A inicios de 2024, la Corporación para el Desarrollo Sostenible del Norte y el Oriente Amazónico (CDA), que es la autoridad ambiental de la zona, y Parques Nacionales Naturales, estimaron que entre 14 y 30 balsas seguían buscando oro en el río Inírida. Sin embargo, líderes indígenas le dijeron al El Morichal el año pasado que en el momento de mayor apogeo minero, 1.200 barcazas trabajaron de manera simultánea a mediados de la década de los 90 en ese río. Cada draga sacaba, según  Luis Camelo Moyano, una autoridad de Chorrobocón -una comunidad del río Inírida que ha buscado formalizar la minería-, un kilogramo al día. En la actualidad la producción mensual de cada balsa es de máximo un kilo al mes.  La minería, ha explicado Josué varias veces, “es como el escape cuando uno no tiene más nada que hacer, cuando no hay trabajo. Agarrar la maleta y pal monte. Es un lugar seguro para muchas personas”. El año pasado en las comunidades de Venado y Remanso, unas comunidades ubicadas junto a los cerros de Mavicure que en los últimos años han experimentado un crecimiento en el turismo, había 112 personas inscritas como mineros de subsistencia en el Registro Único de Comercializadores de Minerales (RUCOM). Eso significa que, como lo dice Josué, “la minería sigue siendo una de las economías fuertes que mueve aquí el ingreso de las familias. No hay ninguna duda”. Entrada al Ecoparque Kenke. Foto: Edwin Suárez. Josué Peña en la entrada de Kenke, el parque familiar fundado en 2019. Foto: Edwin Suárez. En 2024 había en el municipio de Inírida mil barequeros inscritos en el RUCOM. Es bastante probable que, como explica Zeze Amaya, un geólogo guainiano de la Universidad Nacional de Colombia, nadie haga barequeo en Guainía porque las partículas de oro son muy finas, y por tanto sólo es posible extraerlas con mercurio.  Sustituir la minería como principal fuente económica en Guainía es un reto. En un departamento donde el 98 % del territorio pertenece a resguardos indígenas y está conformado principalmente por bosques, el turismo es esa alternativa. Sin embargo, por sí solo, ahora mismo el turismo tiene un pero: es estacionario, fluye durante la temporada seca (noviembre a abril) porque se disfrutan mejor los paisajes y es más seguro ascender a los Cerros en esta época. El resto del tiempo los habitantes de la comunidades buscan otras actividades económicas, sobre todo la minería, que tiene mejor producción durante la temporada de lluvias.  Estar inscritos en el RUCOM los habilita para comerciar hasta 35 gramos de oro al mes (14 millones de pesos al precio de hoy), metal que consiguen trabajando en las balsas. Y todos ganan: el minero porque puede vender oro en el comercio legalmente, los comerciantes porque compran oro a mineros formales y algunos empresarios del sector en Bogotá o Medellín, porque reciben el metal ilegal ya blanqueado. Muelle de carga de Inírida, por lugar por donde entran los víveres y mercancías que vienen del interior del país, y a su vez salen para las comunidades indígenas y centros mineros del territorio. Foto: Edwin Suárez. Oro extraído de las minas del Yapacana de Venezuela, que será fundido y comercializado en Inírida. Foto: Edwin Suárez. El Plan de Desarrollo Departamental (PDD) vigente no contempla la minería como una actividad importante del territorio; ocupa el quinto lugar y representa el 7,6 % del Producto Interno Bruto local. En el primer renglón está el sector público (41,2%), que genera empleo y mueve dinero a través de los proyectos de la administración local; mientras en el segundo están el comercio y la hotelería (16,3 %). La actividad minera que mueve a Inírida se desarrolla en gran medida en Venezuela. Por eso, del puerto de la capital del Guainía salen todo el tiempo embarcaciones con víveres y combustible con destino a las minas de Yapacana (Estado de Amazonas, Venezuela) o hacia las balsas de la cuenca media y alta del río Inírida. Los hoteles, los restaurantes y el comercio en general dependen del flujo del oro en la ciudad. Pero la minería ilegal ya no es una alternativa para Josué: apostó por la legalidad y por trabajos que no atenten contra los ecosistemas guainíanos. Ahora distribuye sus días entre administrar el comercio de servicios y tecnología que en 2013 estableció

La Habana solía ser

Al ojo del turista de Instagram, la capital de Cuba es una joya atascada en el tiempo, en los autos del siglo XX y en las edificaciones de los siglos XVIII y XIX; para quienes buscamos conocer historias de vida es un lugar maravilloso y triste. Quiero suponer que La Habana alguna vez albergó rostros saludables y alegres; que La Habana solía ser música, color y revolución. Una calle residencial de Centro Habana, el municipio con más densidad de población de la provincia de La Habana. Foto: Mariana Cossio Gill. “¡Viva Fidel, coño!”, sentenció tres veces el panelista cubano Alejandro Castro, cónsul de Cuba en Barcelona, en un escenario solitario. En la fiesta del Partit Comunista del País Valencià (PCPV), el 6 de mayo de 2023, había algo más de una decena de carpas con afiches y curiosidades, como una cajita de música con la cara del Che que tocaba La internacional. El ambiente era de un júbilo apagado y el clima de una primavera agonizante azotada por las brisas tiernas del Mediterráneo y con nubes que amenazaban con las primeras lluvias del verano. Los símbolos patrios de Cuba decoraban los jardines del Triángulo Umbral en el Puerto de Sagunto, junto con la bandera de la Segunda República española mutilada por Francisco Franco. Endulzado por el entusiasmo de Castro, le propuse a Mariana –mi mejor amiga, con quien llegué a Valencia en enero gracias al amor mutuo– aprovechar nuestro regreso a Colombia para hacer una parada en Cuba y descifrar el paraíso rojo que él esbozaba decididamente. “¡Que viva!”, replicaron las casi 30 personas que lo escuchaban con atención; la mayoría arrugados, canosos, y algunos tan encorvados que descubrían sus ojos por encima de sus lentes. Del Mediterráneo al Caribe Miraba enceguecido los islotes verdosos por la ventanilla del avión. A mi lado, Mariana leía con afán La Habana en un espejo, de Alma Guillermoprieto. Faltaba poco para aterrizar. Del polícromo turquesa caribeño emergió una isla particularmente grande y plana. Habiendo tocado tierra, el avión reventó en aplausos seguidos por el agradecimiento íntimo al dios de cada pasajero. Una antigua torre de control, de un azul cobalto y parches que se desgastan hasta el celeste, era el primer edificio visible del aeropuerto José Martí. Un grupo de mujeres uniformadas de verde militar con chaleco, falda y medias como telarañas negras en sus piernas tramitaba la inmigración con portátiles antiguos y un lector de códigos sobre una mesita de madera rústica; con cada visitante una de las oficiales toma una foto, solicita el pasaporte, rompe una parte del visado turístico y coloca el sello rosado chillón sobre la mitad restante. Quienes han viajado a Cuba recomiendan, aterrorizados, no sellar el pasaporte: para los gringos, Cuba es un “Estado patrocinador del terrorismo” junto con Siria, Irán y Corea del Norte. Es como elegir entre el sello y la visa americana. Pagamos 30 euros (1.5 salarios cubanos) a un taxi, un vehículo desajustado en el que todo, los nombres de las emisoras, las etiquetas en los botones y hasta su modelo, eran caracteres ilegibles escritos en ruso. Nos adentramos en Centro Habana, uno de los quince municipios de la capital, donde se hacía evidente el deterioro de la infraestructura patrimonio de la Unesco. Brotaba un olor fétido oculto en la noche: contenedores enormes desbordados de basura. Caído el sol, llegamos al hogar de George, quien administra su propia casa como un hotel. Nos invitó a racionar el agua del baño, pues el acueducto de la ciudad dejó de funcionar y el vecindario se abastecía con carrotanques una o dos veces por semana. En las basuras desbordadas aparecen animales muertos y partes de ellos. Foto: Mariana Cossio Gill. Un café con Tomás Frente al Hotel Inglaterra, a 30 grados en la mañana, veíamos curiosos las latas abolladas del Audi rojo sangre que manejaba un italiano. ‒¡¿Sabes cuánto vale esto, maricón?! ¡Centomila euro! ‒vociferaba el italiano, ante el asustado conductor de bus con el que chocó. ‒Caballero, está asegurado.  ‒¿Qué seguro neste país de merda? La joven cubana que lo acompañaba en el automóvil caminaba insegura, se sentaba momentáneamente y volvía a darle el pésame al auto con su mirada caída. Iba a requerir una reconstrucción en un país donde la mayoría de cosas que ingresan del extranjero son amasijos enormes forrados en plástico desde Madrid, Miami y otros pocos vuelos directos. Convenciendo con ternura al busero de que no tuvo la culpa, los curiosos procurábamos con malas caras forzar el arrepentimiento en la arrogancia del italiano. Dejé el pleito atrás luego de sentir un toque en el hombro. Se presentó: Tomás. El cubano de unos 50 años me llevó por el bulevar de San Rafael, pasando por el Gran Teatro de La Habana (que ya no tiene funciones), y frente a su casa me brindó un café. Dio un sorbo y preguntó por Alex Saab. ‒¿Cómo sale Saab en Colombia? Contesté con recuerdos vagos que Saab era un testaferro de plata mal habida. ‒No te puedo creer ‒respondió, tomándose la cabeza‒. Acá hay tres canales de televisión y siempre Saab fue inocente, dicen que es una conspiración de los gringos. ‒Con su mano en mi hombro izquierdo, bajó la voz‒. Claro que los canales son del Gobierno, ya ves cómo nos tienen. Hasta Maduro se hace ver como un héroe.  Terminamos el café, devolvimos los pocillos de porcelana y caminamos el paseo del Prado, que tenía apenas un par de vendedores y estaba aún sin jineteras, el cubanismo para ‘trabajadora sexual’.  Tomás trataba de mantenerse alegre mientras me guiaba, caminaba bonachón con su barriga por delante y me ofrecía varios productos. Aunque nunca me dijo a qué se dedicaba. Sentado con los codos sobre las rodillas y las manos entrelazadas, aflojó un sentimiento inconforme mientras recordaba que hasta los años 80 “no vivían bien, pero no faltaba nada”; luego cayeron los soviéticos. El Gobierno recortó la comida que se puede comprar en tiendas oficiales, que son un mostrador de madera vieja, estanterías con paquetes simples etiquetados y unas bolsas azules con