Tejiendo voces responsables: un mapa para narrar la ESCNNA

Volver a lo sencillo, a lo humano: escuchar con atención las voces de quienes comparten sus historias, para construir desde el periodismo caminos posibles frente a la Explotación Sexual Comercial de Niñas, Niños y Adolescentes (ESCNNA). Ilustración: Isabella Guerrero / i.guerrero1@udea.edu.co Medellín, ha sido representada, gracias al marketing urbano, como una capital del turismo, la innovación y el bienestar social. Sin embargo, mientras los slogans hablan de “futuro” y “esperanza”, esa cara limpia y ordenada convive con la realidad que se revela en sus calles, hoteles y esquinas, donde la Explotación Sexual Comercial de Niñas, Niños y Adolescentes (ESCNNA) no irrumpe como una amenaza externa, sino como una práctica normalizada e integrada a la dinámica de la ciudad. La ESCNNA no es una manifestación ajena ni aislada, es una expresión directa de las contradicciones estructurales de la ciudad. Se alimenta de las rutas turísticas, de las aplicaciones de transporte, de las redes sociales, los bares, los hoteles y los comercios. Es una práctica que se mueve con la ciudad, se adapta a ella, la habita. Nombrarla como una amenaza externa evita que se cuestionen las lógicas que la sostienen. En medio de todo lo que pasa en la ciudad en torno a la ESCNNA, el 5 de abril, los Premios India Catalina de la televisión Colombiana otorgaron el galardón a “Mejor Producción Periodística” al especial Explotación sexual infantil: una verdad a medias, emitido por Telemedellín en julio de 2024. Aunque el reportaje busca contar “la historia de tres niñas sobrevivientes al delito de explotación sexual en Medellín”, su tratamiento presenta varios asuntos cuestionables que merecen una revisión crítica. El primero de estos factores problemáticos tiene que ver precisamente con el título. El uso del término “infantil” revela una práctica persistente en los medios: nombrar de forma imprecisa. Sobre esto, el Grupo de Trabajo Interinstitucional de Luxemburgo, referente internacional en el abordaje ético de este delito, ha advertido que expresiones como “infantil” o “juvenil” diluyen la dimensión jurídica del crimen y despojan de responsabilidad a los adultos implicados. Por eso recomiendan nombrar explícitamente a niñas, niños y adolescentes, reconociendo su condición de sujetos de derechos. Además, aunque el especial de Telemedellín recurre a siluetas y voces en off, preguntas realizadas a las víctimas, como: “¿quién las contacta?”, “¿cuánto les pagan?”, “¿cómo logran salir?”, terminan ofreciendo un mapa con las rutas de acceso para potenciales explotadores sexuales, en lugar de ser una denuncia informada. Ilustración: Renata Taborda / renata.taborda@udea.edu.co La explotación sexual no se elige, se impone. Por eso también resulta especialmente preocupante que se incluyan frases como: “Llega hasta las niñas carentes de tantas cosas, que ven el trabajo sexual una oportunidad”. Este tipo de afirmación no solo romantiza la precariedad, sino que sugiere que existe una decisión voluntaria donde en realidad hay vulnerabilidad y coacción. Frente a esto, el derecho internacional es enfático: cualquier relación sexual con personas menores de 18 años constituye explotación, sin importar que hubo o no consentimiento. A su vez, se impone una narrativa que privilegia el enfoque territorial y policial, con énfasis en el crimen organizado. Las declaraciones oficiales se repiten como núcleo del discurso: se señala a estructuras que operan en zonas específicas, como el Parque Lleras, o en colegios donde, según el secretario de Seguridad Manuel Villa Mejía, niñas, niños y adolescentes serían utilizados para “convencer a sus amiguitos”. Este abordaje construye un relato en el que los responsables parecen ser siempre otros —los proxenetas, los extranjeros, los barrios periféricos, e incluso los propios niños y niñas—, mientras que la institucionalidad se presenta como un actor eficaz y en control. “A los que les tiene que dar miedo venir es a los que venían a eso”, afirmó el alcalde Federico Gutiérrez, reforzando la idea de que el delito es externo, puntual y manejable a través de la fuerza. Por otra parte, el especial también incluye voces como las de Fundación Empodérame y Libertas International, que buscan visibilizar distintas dimensiones de la ESCNNA. La organización enfatiza la relación entre pobreza y explotación, señalando que la mayoría de las víctimas permanecen inmersas en dinámicas prostitucionales desde la infancia. Si bien estos datos evidencian una violencia arraigada y sostenida en la sociedad, referirse a estas situaciones como “prostitución” puede desdibujar la naturaleza del delito y dar pie a interpretaciones que lo justifican o relativizan. En lo que respecta a Libertas International, denuncia la creciente participación de extranjeros en abusos sexuales, destacando la impunidad que disfrutan debido a la falta de antecedentes penales en sus países de origen. Estas denuncias evidencian una problemática real, pero deben ser abordadas dentro de un marco que no pierda de vista la demanda que sostiene la ESCNNA. De hecho, durante el especial, pese a la insistencia en el extranjero como figura clave en la ESCNNA, esta imagen termina perdiendo fuerza en el relato, donde el extranjero aparece vinculado a escenas de “fiestas, consumo, excesos y todo tipo de pedidos sexuales”. ¿Cómo evitar la revictimización? ¿cómo narrar sin repetir los marcos que reducen a niños, niñas y adolescentes a cifras o silencios? El producto periodístico, en consecuencia, construye una imagen de la explotación como algo que aparece de forma repentina, como sugiere una de sus frases: “las recientes denuncias y capturas de extranjeros han abierto la puerta a un panorama que estaba presente todos los días, pero que era un mundo desconocido, una Medellín inexplorada”. Esta formulación, más que revelar, exotiza: al presentar la ESCNNA como parte de una ciudad “inexplorada”, refuerza la idea de que esta violencia solo existe cuando se vuelve mediáticamente visible. El resultado no es una “verdad a medias”, sino una verdad sesgada: aquella que elige ver el síntoma y no la enfermedad. Al referirse a las niñas únicamente desde la condición de quienes han logrado resistir —como en frases del tipo: “¿Qué piden las niñas sobrevivientes a la explotación sexual? Seguro que ellas, como la ciudad al unísono, vociferan justicia”— se minimiza la gravedad del delito. El término “sobrevivientes” transmite resiliencia, pero también puede funcionar como un velo que encubre la violencia estructural que permitió la explotación. Al no
Otro grito de desesperanza

Sin querer entrar en el debate sobre el pesimismo, quisiera que se entendiera realmente el peso y la zozobra de la realidad. Collage: Juliana Palacio Hoyos. Según el Observatorio Colombiano de Feminicidios, el 2024 cerró con 889 feminicidios, una cifra aterradora, a pesar de las alertas emitidas a lo largo del año por la Defensoría del Pueblo, ONG y colectivas. Antioquia, esta tierra paisa aún tan negada al respeto mínimo por el otro, encabezó la lista con 129 feminicidios, seguida por Bogotá y Atlántico, cada uno con 84 y 83 respectivamente. Esto deja un panorama desolador: en Antioquia, a la semana fueron asesinadas de 2 a 3 mujeres. Con registro, dentro de la anterior cifra de feminicidios, específicamente transfeminicidios hubo 21, y de nuevo Antioquia queda en primer lugar con 5 casos. Mi primera precisión es necesaria, porque no obstante las organizaciones sociales advierten que las cifras podrían ser aún mayores, pues no todos los casos son reportados o clasificados adecuadamente en los registros oficiales, y yo lo creo firmemente. El 7 de abril, un video conmocionó al país, pues era la prueba más despiadada de una parte de la sociedad colombiana, y de que aún nos falta mucho para ser realmente libres. Lamento tener que abrir el contexto de este caso mencionando la existencia de ese video, pero es importante, lo diré más adelante. El hecho que hasta ahora sigue muy presente en la conversación pública se trata del asesinato de Sara Millerey. En Bello, Antioquia, el viernes 4 de mayo, Sara se encontraba en el barrio Buenos Aires cuando, en condiciones que están siendo investigadas, unos sujetos la violentaron. Golpearon su cuerpo, quebraron sus piernas, sus brazos y, por último, la tiraron a la quebrada La García. Una secuencia de hechos que me recuerda la charla TEDx de la escritora argentina Camila Sosa, cuando decía que desde que se reconoció públicamente como mujer trans, su padre le dictó un destino bajo una sentencia de muerte clara: “Un día van a venir a golpear esa puerta para avisarme de que te encontraron muerta, tirada en una zanja”. He aquí cómo con Sara, todas estamos presenciando tal profecía: Mataron a Sara Millerey. La mataron por ser. Grabaron su estado, su cuerpo violentado, quebrado y adolorido, tratando aún —por medio de los gritos— de ser salvado. La grabaron. No la salvaron a tiempo. La vieron, la golpearon, la odiaron, la mataron. Mataron a Sara, mataron una parte de nuestra esperanza. “¿Consumimos dolor y atrocidad con la excusa de ‘informarnos’ cuando en realidad contribuimos al morbo? ¿Acaso nos motiva el espectáculo a conversar la violencia que diariamente ignoramos?”. Y en este punto es donde vuelvo, con cansancio, a comentar sobre el video que había mencionado. La razón de que este caso haya alcanzado la viralidad fue un video que violentaba aún más la vida de Sara; mientras ella agonizaba, fue grabada y publicada. Y yo me pregunto, ¿consumimos dolor y atrocidad con la excusa de “informarnos” cuando en realidad contribuimos al morbo? ¿Acaso nos motiva el espectáculo a conversar la violencia que diariamente ignoramos? No quiero pensar en que en una semana volveremos al silencio, un precedente que ya viene ocurriendo. Abrí diciendo un número aterrador: 889. Y no solo son cifras, son gritos, gritos de desesperanza. Nos matan y no pasa nada, volvemos viral la violencia, las formas que nos llevan a la muerte y, aunque por un momento la indignación pareciera ser por fin la agenda, vuelve y sucede: ante el arrebato de la vida, el mundo no para. Contrario a eso, es impresionante cómo se reproduce aún más violencia en las mismas conversaciones al respecto. Con esto quiero tocar lo que ha venido rondando en la discusión del caso y cómo la vida después de la muerte sigue siendo violentada. Lo primero es que la Alcaldía de Bello, en su comunicado oficial en el que pretendía condenar el crimen, se refirió a Sara con su nombre de registro civil, el que ya no la nombraba. Siendo esto, una vez más, muestra de la violencia sistemática y simbólica tan presente en la cotidianidad y en una sociedad llena de márgenes que condena y niega lo que establece distinto. Eso no es solo un error administrativo, es un gesto de desprecio a su identidad. Lo segundo es una disputa que lleva mucho tiempo en el movimiento feminista, sobre si reconocer o no la lucha trans, y yo aquí, más que ponerme de un lado de la balanza, quisiera marcar la línea divisoria más importante, la que a todas, con las identidades de género desde donde nos reconozcamos, nos compete: la vida y la muerte. Mientras discutimos, nos matan, y nos matan por lo mismo: por ser. Más allá de las múltiples realidades que conllevan ese ser para cada una de nosotras. La realidad de ser trans no la diré yo, que no lo soy, pero lo que sí puedo ver —y que vemos todes a diario sin hacer mucho— es la violencia a esta población que resulta siendo más marginada por, como ya lo mencioné, ser “diferente”. Así que el asunto se trata, más allá de los ideales, de humanidad básica. A Sara la mataron por ser. Y es asunto de todas, todos y todes que no la borren, no normalizar el eco momentáneo para rápidamente volver al silencio. Este grito es porque, desde todas las formas y maneras que habitamos el mundo, seguimos teniendo la amenaza de muerte encima, porque la violencia trasciende la muerte, y a la lucha la frena un tanto la diferencia, es porque el panorama lo marca en parte, la desesperanza. Es lamentable. A todas nos une el miedo. Sí, también justamente la resistencia, pero una realidad llena de odio.
La nueva cara de la desinformación

En la era digital, la línea que separa la opinión legítima del discurso de odio se ha vuelto difusa. La reciente decisión de Meta de priorizar las “notas de la comunidad” sobre la verificación profesional de datos abre un debate crucial: ¿dónde trazamos el límite entre la libertad individual y la responsabilidad colectiva? Collage: Sara Hoyos Vanegas. Cuando Mark Zuckerberg anunció que iba a reemplazar la verificación de datos de Meta por notas de la comunidad a inicios del año, sabíamos que se aproximaba una ola de desinformación. No porque Facebook o Instagram sean un mar de fake news y publicaciones engañosas —que las hay—, sino porque ahora se promulga un nuevo valor propio de la era digital: el derecho a desinformar. Zuckerberg, el nuevo semental que profesa la “energía masculina” e invita a darse puñetazos con colegas, defiende la postura de su empresa de quitarles a los fact checkers profesionales la facultad de moderar la desinformación, como parte de un esfuerzo por “restaurar ‘la libertad de expresión’” y reducir los errores en la moderación de contenidos de Meta que, a su parecer, tienen sesgos políticos. Como alternativa, ofrece el mismo sistema de X: que cualquier persona, por medio de notas de la comunidad, pueda hacer el trabajo de verificar la información por otros usuarios, confiando en la veracidad de su palabra. El mismo Joe Kaplan, director de asuntos globales de Meta —bastante cercano al círculo de Donald Trump—, defiende que “en las plataformas donde miles de millones de personas pueden tener voz, todo lo bueno, lo malo y lo feo está a la vista. Pero eso es libertad de expresión”. Con esta justificación, Meta anunció el fin del programa de verificación de datos de terceros, el cual regulaba los discursos de odio y la información engañosa en Facebook. Kaplan y Zuckerberg se equivocan; la libertad de expresión se termina cuando empieza a atentar contra los derechos de los demás, especialmente, con el derecho a la no discriminación. Las normas internacionales de derechos humanos establecen que debe prohibirse toda expresión de odio nacional, racial o religioso que constituya incitación directa a la discriminación, la hostilidad o la violencia contra un grupo de personas vulnerable, lo que se suele conocer como “apología del odio“. Las excusas de los altos directivos de Meta, al igual que las de Elon Musk en su momento, solo son una búsqueda desesperada de lavarse las manos y quedar bien con las tendencias políticas actuales. Varios de los contenidos que se encuentran en las publicaciones en redes se enmarcan dentro de la posverdad, el término de moda por estos días que, según el libro El periodismo ante la desinformación de la Fundación Gabo, se conoce como “la distorsión deliberada de la realidad para manipular creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en las actitudes sociales”. Bajo esta premisa, personajes malintencionados encontraron en las redes una oportunidad para propagar ideologías corrosivas (xenofobia, homofobia, racismo, etc.), discursos conspirativos y odio disfrazado de información. “Las personas confiaban en que el periodista solo hablaba con la verdad, era un acuerdo inquebrantable de las audiencias para con el medio. Incluso, si había periodistas mercenarios de la oligarquía, la mayoría de las veces había otro periodista, ético en su labor, para plantarle el tatequieto”. Ante esta nueva oleada de desinformación que trajeron consigo las plataformas digitales y las redes sociales, el oficio periodístico se está debilitando. En el siglo pasado, se daba por hecho que se debía combatir la desinformación y esa era la labor del periodismo: difundir información fiable y desmentir al político engañoso de turno. Las personas confiaban en que el periodista solo hablaba con la verdad, era un acuerdo inquebrantable de las audiencias para con el medio. Incluso, si había periodistas mercenarios de la oligarquía, la mayoría de las veces había otro periodista, ético en su labor, para plantarle el tatequieto. Un ejemplo claro de esto ocurrió en 1994, cuando El Tiempo publicó una noticia falsa sobre la supuesta participación de Monseñor Nel Beltrán en una cumbre guerrillera en Cuba. La información, respaldada por su editor judicial y el jefe de redacción, Francisco Santos, causó un escándalo nacional y llevó a que el entonces candidato presidencial Andrés Pastrana exigiera la ruptura de relaciones con Cuba. Sin embargo, esto fue desmentido los días posteriores y el error no quedó impune: Enrique Santos Calderón expuso en su columna Reflexión sobre un “embuchado” cómo la desinformación había sido producto de una manipulación política y reconoció la falta de rigor periodístico del medio. Su postura llevó a la renuncia del editor judicial y a la suspensión de Francisco Santos, demostrando que en ese entonces el periodismo aún tenía mecanismos de control para frenar la desinformación. Hoy en día, en esta generación de “nativos digitales”, tanto los jóvenes Z como los millenials tragan entero lo que ven en redes sociales, así como sus abuelos baby boomers creían ciegamente lo que leían en los medios tradicionales —y ahora creen en lo que ven en internet—. Sin embargo, una diferencia fundamental es que ahora prefieren creerles a desconocidos de las redes sociales, muchos ignorantes anónimos con intereses inconfesados y sin nada que respalde su opinión, que a un grupo de periodistas y sus editores comprometidos con la función social del periodismo que pasan por una serie de filtros y códigos éticos. Ya lo advirtió Byung-Chul Han en Infocracia: “En la era de las fake news, la desinformación y la teoría de la conspiración, la realidad y las verdades fácticas se han esfumado”. Las redes sociales se han convertido en una selva sin normas en aras de una supuesta libertad de expresión. El periodismo se enfrenta a la pérdida de confianza de las audiencias saturadas por todo el ruido digital y exceso de información en las redes, por lo que no distinguen entre periodismo y noticias falsas y la opinión de los hechos. Ahora solo nos queda preguntarnos cada vez que veamos una publicación en Facebook: ¿Esto es verdad?
Bienvenidos a Colombia, solo si vienen con plata

La discriminación hacia los migrantes venezolanos en Colombia ha sido un fenómeno ampliamente atribuido a la xenofobia. Sin embargo, un análisis más profundo en relación con la aceptación de diferentes tipos de extranjeros en el país revela que el rechazo a la pobreza podría ser el motor principal de esta discriminación. Collage: Heidy Díaz Chaverra. Seamos honestos: a Colombia no le importa que entre nosotros vivan extranjeros, a Colombia le importa que los extranjeros entre nosotros no tengan plata. Pareciera que en nuestras mentes aún se encontrara estancado el legado del primer decreto sobre migración de la Gran Colombia, expedido en 1823 durante el gobierno de Francisco de Paula Santander, en donde se habló por primera vez de los denominados “extranjeros útiles para el país”, refiriéndose a europeos y norteamericanos adinerados y a su posibilidad de comprar tierras y acumular riquezas. Es por esto que en la actualidad, cuando en Colombia vivimos desde hace alrededor de diez años una gran oleada migratoria venezolana y más recientemente norteamericana y europea, es inevitable observar y complejizar las dinámicas sociales en torno al relacionamiento con los extranjeros, en especial, la notable diferencia en cómo hemos recibido con los brazos abiertos a los estadounidenses, canadienses y europeos, mientras que los venezolanos, que tienen una historia cultural entrelazada con la nuestra desde hace siglos, son tratados como a quienes hay que expulsar, como si de una plaga se tratase. Colombia nunca ha sido un anfitrión amable para los orígenes e ideas distintas. Eso nos lo ha demostrado la historia recopilada en libros como Xenofobia al rojo vivo en Colombia de Maryluz Vallejo, en donde podemos rastrear como esta tendencia virulenta y enfermiza en el país resultó en la expulsión de sacerdotes jesuitas en el siglo XIX; el siglo XX con los “rojos”, como se denominaba a los acusados comunistas, anarquistas, socialistas, judíos, masones y catristas; cómo sucedió también con líderes políticos y sociales, con críticos del gobierno de turno y, cómo no, con periodistas. Colombia ha rechazado, expulsado y asesinado por política, ideología y religión, pero también por una xenofobia patológica que ha estado presente entre las fibras más profundas del relacionamiento con los otros, con los extranjeros, en nuestro país. Xenofobia, sí, pero es que en Colombia hoy nos encontramos ante algo mucho más discreto y peligroso, porque ¿de dónde viene que la visita norteamericana y europea sea un proyecto nacional que hay que cultivar mediante proyectos como el Plan Sectorial de Turismo? Entonces, el problema aquí no es ser extranjero, no es el estadounidense por ser estadounidense, el canadiense por ser canadiense, ni el europeo por ser europeo, ni siquiera el venezolano por ser venezolano. El problema es el extranjero que llega al país empobrecido, como sucede con la mayoría de la población venezolana. Es la pobreza lo que choca e incomoda, porque “no tienen nada para ofrecer”, y eso los hace “inútiles”. Eso, precisamente eso, es la aporofobia. La aporofobia está tan en las entrañas sociales que, como lo enuncia Adela Cortina, filósofa que le dio nombre a esta patología social en su libro Aporofobia, es de las más peligrosas porque “cuanto más silenciosa, más efectiva, porque ni siquiera se puede denunciar”. Hoy podemos reconocer con relativa facilidad a un xenofóbico, a un homofóbico o a un racista, y la víctima de esta discriminación podría denunciar la agresión, pero, en este caso ¿cómo denuncia un venezolano que está sufriendo discriminación por ser pobre? ¿Cómo podría? Si la aporofobia actúa con tal anonimato en nuestra sociedad que, aunque sea tangible, aunque la vivamos, no podamos reconocerla con tanta facilidad como lo haríamos con otros tipos de discriminación. Es la pobreza lo que choca e incomoda, porque “no tienen nada para ofrecer”, y eso los hace “inútiles”. Eso, precisamente eso, es la aporofobia. Y es que lo complejo del asunto no son solo las percepciones individuales o comunitarias que se tienen sobre los venezolanos o sobre la pobreza, sino también las ideas que se venden mediáticamente y que la relacionan con la delincuencia, el desorden o la vagancia, estigmas que tienen como grandes responsables a los medios de comunicación que, como siempre, suelen ser un reflejo de las mieles y las podredumbres de nuestra sociedad. En ocasiones, cuando sucede un crimen (una violación, un asesinato, un robo o un disturbio), y los protagonistas son venezolanos residentes en Colombia o en cualquier otro país, el dato no pasa desapercibido en el titular o en las primeras líneas de la noticia, ni en los primeros enunciados del guion para la radio o la televisión. Allí no es un dato, es un relieve en la historia. Pero cuando los protagonistas son norteamericanos o europeos, son denominados ambiguamente como “extranjeros”. Un dato y listo. Ejemplos de esta situación podemos encontrar muchos en diferentes medios de comunicación y formatos. Uno de ellos son los titulares de dos noticias de un mismo medio (El Tiempo) con poco más de dos meses de diferencia sobre crímenes de violencia sexual contra menores de edad. Los titurales son: Tres venezolanos fueron a prisión por abuso sexual contra una adolescente y Cae ciudadano extranjero acusado de explotación sexual infantil en el Urabá; este denominado “extranjero” es alemán, por cierto. ¿En dónde está entonces el criterio del medio, del periodista, para elegir hacer hincapié en la nacionalidad de uno y del otro no? Es violencia, es la palabra el acto violento y estigmatizante en sí, es la lambisconería histórica de Colombia hacia Estados Unidos y Europa en su interés por permanecer entre los favoritos del patio trasero, como es considerado Latinoamérica. No es posible que el europeo y norteamericano no tengan problemas para acomodarse en el país mientras que los venezolanos que llegan en busca de recuperar las condiciones mínimas para una vida digna cargan consigo estigmas y rechazos. No es posible que en Colombia, en donde se ha derramado tanta sangre como consecuencia de discriminaciones igual de silenciosas y peligrosas que esta, no nos detengamos a pensar dos y tres veces en cómo nos relacionamos con el otro. No es posible
Zona de distensión | De la Urbe #108

Estas son las cinco columnas de opinión breves escritas por estudiantes de Periodismo y publicadas en la edición 108 de nuestro periódico.