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Selección Femenina Colombiana de Fútbol

La sele le movió el piso a la verdeamarela, en la tricolor parecida; al menos eso pareció en la cancha. Un vectorizado donde alguien vio una foto. Sebastián Torres Escobar. Selección Femenina Colombiana VS Seleção Brasileira Feminina de Futebol el pasado sábado 2 de agosto. La historia se repite: casi 23.000, peleas apaixonadas contra mestizas por el reinado para obtener recursos federacionales. Aunque falten asistentes, hubo hinchas de clase mundial y el estadio Rodrigo Paz Delgado de Quito, en América, se tensó. Sí fue una repetición, Katherin Tapias pareció hecha por españoles cual Iker. Pero más bien es como Sandra Sepúlveda. Marta pareció Nazario pero ella es color cian y su nombre termina en Vieira da Silva. Y Leicy Santos pareció James pero eso es quitarle profundidad: todas fueron ellas. Fenomenales, inventoras y cerberas.  Hace tres años cumplimos un siglo desde la prohibición del fútbol femenino en Inglaterra, pero las Dick, Kerr Ladies jugaron, entre 1917 y 1965, su creación y desaparición, alrededor de 800 partidos que amasaron gradas y victorias. Y también, hace centenar y piquito, representaron a Inglaterra en el primer partido internacional femenino contra Francia, que contó con un aforo de 25.000 personas.   Como colombianos “siempre nos falta un centavo para el peso”, pero, si entendiéramos lo nuestro, diríamos que faltó un tinto para el tanto. Y no, no fue el tinto que dejaron de tomarse las chinas, fue el que dejaron de darles en nuestras ligas y clubes. Claro que una mujer está hecha para este deporte. ¿Les has visto las piernas y la berraquera? Juegan como esos jubilados, los hombres esos de las épocas “doradas”: balón parado o corrido. Solo eran fríos. Su forma de jugar a veces es vistosa pero son naturalmente creadoras, una pelota al fondo y se ven en la esquina para el abrazo  Poporo Quimbaya como trofeo al “aire”. Art-E donde pocos ven oficio. Sebastián Torres Escobar . Y claro que, como en cualquier cantera, hay partidos en los que te comes un gol o lo aciertas del lado erróneo; pero no por eso como hinchas podemos decir que son troncas. No le puedes negar a una pelada sus constantes chispazos por un desliz. Lo que puedes hacer es mostrarle que eso construye su camino. Que a veces toca entre chispazos y deslices y que cuando recibes ese camino con madurez, el tinto que se le dio al tanto rinde el fruto. Y bueno, lo puntual es que el fútbol brasileño está hecho de colectividad: entrenadores, conocimiento e ingenio. Una idea que luego copió Argentina, que ahora parece más mercantilista, pero sigue dedicada a su sele. ¿Nosotros tenemos alguna idea? Sí, machismo y barras. ¿Se parecen los contextos socioeconómicos? Demasiado. ¿Las peladas muestran resultados? Sí. ¿Entonces qué tinto debemos darles? Menos machismo, más barras e ingeniémola. ¿Ya se lo damos? Pues si somos los de siempre, no. ¿Qué es concretamente lo que debemos hacer? Armar Sociedades Anónimas de Fútbol (SAF) que entrenen con cariño a las fichas, como el Fluminense. ¿Quién se apersona? La pregunta tiene la respuesta, los colectivos dedicados al balompié. No se puede jugar y apoyar una liga tan poco y tan ciegamente como en Colombia, eso es precariedad.  Sin embargo, míralas. Mira a Katherin con esa K y unas trenzas tricolor de corazón, ¿no suena como alemana, cual Marc-André ter Stegen, y antipatriótica, por todo lo anterior? Y a Leicy, con ese apellido; mírale el tiempo, así se hacen los diamantes. Y lee lo dicho por Catalina Usme: “Hemos logrado construir algo más bonito: nos toca volver a empezar y reconstruir para otra copa América. Pero si nos caemos nos volvemos a levantar, hay que admirar lo que hace este equipo”.  Así que no vengamos a decir que no juegan, porque sí lo hacen, se ganan sus corotos de corazón. Quién sabe qué resabio no nos dejó ganar, faltando segundos para terminar el alargue nos hicieron el empate. No importa. Más bien, y con toda certeza, vengan a decir que la era del fútbol colombiano se avecina, para que sí cumplamos.

Moda y migración: el caso de Nuda Vida y el Darién en el Bogotá Fashion Week

Pasarela de Nuda Vida en el Bogotá Fashion Week. Foto: Cámara de Comercio de Bogotá.

¿Puede la moda contar historias de situaciones sociales sin convertirlas en espectáculo? Lo que comenzó como una propuesta de conciencia social terminó envuelto en denuncias por uso indebido de imágenes, cuestionamientos éticos y críticas por apropiación simbólica. Pasarela de Nuda Vida en el Bogotá Fashion Week. Foto: Cámara de Comercio de Bogotá. El 21 de mayo en el Bogotá Fashion Week, el diseñador colombiano Ricardo Pava presentó Nuda Vida, una propuesta inspirada en los migrantes que cruzan la selva del Darién, una de las rutas más peligrosas del mundo para quienes intentan llegar a Estados Unidos.   La pasarela de Ricardo Pava se perfilaba como evento central del Bogotá Fashion Week y había generado expectativa por su propuesta estética y su mensaje: “Esta iniciativa busca despertar conciencia sobre la profunda vulnerabilidad que enfrenta una persona migrante en su lucha diaria por encontrar una vida digna y mejores oportunidades”, según el sitio oficial del Bogotá Fashion Week.   Sin embargo, días antes del desfile surgió una denuncia relacionada con el tablero de inspiración de la colección. Alejandro Gómez, director de La Liga contra el Silencio, mostró que la paleta de colores estaba inspirada en “Cada uno de los pasos por la ruta”. El “azul Necoclí” evoca las aguas del golfo de Urabá, punto de partida de muchos migrantes; el “verde Tropical” hace referencia a la espesura húmeda y peligrosa de la selva del Darién; el “gris Asfalto” simboliza los largos trayectos urbanos que atraviesan los viajeros en su camino hacia el norte; y el “petróleo”, un tono oscuro que remite al concreto de las grandes avenidas en ciudades como Nueva York. Paleta de Color Nuda Vida. Pantallazo Tomado de La Liga Contra el Silencio. Uno de los colores que más revuelo y críticas causó fue “Terra”, inspirado en una fotografía del fotoperiodista Federico Ríos, tomada en el Tapón del Darién durante una de sus coberturas sobre la crisis migratoria. La imagen retrata a Olga y Alessandra Ramos, una mujer y su hija embarradas de lodo en medio de la selva. Esta fotografía fue utilizada sin que Ríos autorizara su uso ni fuera contactado previamente. El Tapón del Darién, es un territorio de selva virgen límite entre Colombia y Panamá, que en la última década se transformó en la ruta migratoria más letal de América. Hasta la década de 2010, apenas 10 000 personas cruzaban cada año. Sin embargo, en 2021 los cruces escalaron a más de 130 000, en 2022 superaron los 248 000 y en 2023 alcanzaron la cifra récord de más de 520 000, según el diario The Guardian. El aumento se explica por la confluencia de crisis humanitarias (Venezuela, Haití, Ecuador, Congo) y rutas cada vez más organizadas por redes criminales, como el Clan del Golfo. Aunque en 2024 y parte de 2025 se observó una reducción en el flujo debido a nuevas políticas panameñas, aún miles cruzan mensualmente, enfrentando extorsión, violencia sexual y condiciones extremas. Además, las comunidades indígenas sufren el impacto ambiental y la falta de servicios; aunque cambien los números, la magnitud de la crisis persiste. Más allá de la polémica que antecedió al desfile, Nuda Vida, la propuesta de Pava, al recurrir a una problemática tan sensible como la migración forzada, plantea interrogantes sobre el papel de la moda como vehículo a la conciencia social. ¿Puede una pasarela capturar la dignidad de quienes caminan por su vida en juego? ¿Desde dónde se cuentan estas historias y con qué consecuencias? ¿Qué es Nuda Vida? Ricardo Pava es un diseñador de modas colombiano que, en 1991, fundó la marca de ropa que lleva su nombre. Desde entonces se ha posicionado como un referente de la moda masculina en Colombia. Según medios especializados en moda, sus colecciones se distinguen por su estilo vanguardista, minimalista, sofisticado y elegante. En entrevistas con El Nuevo Siglo  y Fashion Network, Ricardo Pava afirmó que Nuda Vida conmemora su trayectoria y evolución creativa, y que “cada pieza refleja la vulnerabilidad y resistencia de quienes migran movidos por la esperanza”. La colección, según Pava, explora el vacío de la identidad despojada por los gobiernos y propone una reconstrucción personal a través de la moda, apelando a la empatía al reconocer que, de algún modo, todos somos migrantes. En un reel en su cuenta de Instagram, Pava explica que la inspiración para Nuda Vida nace de una vivencia personal, pues en 2023 su hija tuvo que viajar fuera del país debido a circunstancias difíciles: “Esta experiencia removió muchas emociones y me llevó a reflexionar sobre la vulnerabilidad, la resiliencia y la dignidad de quienes se ven forzados a empezar de nuevo”. También cuenta que para la colección investigó un año y medio sobre la migración y que formó equipo con la Fundación de Apoyo al Migrante en Colombia, “para no solamente crear una colección artística por medio de las prendas, sino apoyar con un impacto social”. En una entrevista con El Espectador, el diseñador aseguró que están trabajando de la mano de la fundación “para que la empresa pueda aportar, con las prendas, a hacer talleres y a dar trabajo”. ¿En qué falló la ejecución de la propuesta de Ricardo Pava y por qué fue tan violenta? Edward Salazar Celis, sociólogo experto en cultura, moda y candidato a doctor en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de California, explica que es problemático utilizar la experiencia personal como inspiración, como en el caso de Pava, pues no todas las migraciones son iguales y tampoco son comparables: “No es lo mismo viajar por avión a Canadá que hacerlo por tierra en el Darién, como caminantes, cruzando las fronteras de múltiples países”. Además, el testimonio personal, según Salazar, queda como una excusa que pretende blindar al diseñador de la crítica y se inscribe en una vieja lógica donde todo acto creativo es defendible por el esfuerzo que hay detrás o simplemente porque sea arte. Para Salazar lo violento de la colección no radica solamente en las imágenes elegidas, sino en el método mismo de creación: una lógica cerrada, elitista, donde el diseñador parte de una percepción personal sin involucrar a

Bienvenidos a Colombia, solo si vienen con plata

Collage con titulares de medios de comunicación

La discriminación hacia los migrantes venezolanos en Colombia ha sido un fenómeno ampliamente atribuido a la xenofobia. Sin embargo, un análisis más profundo en relación con la aceptación de diferentes tipos de extranjeros en el país revela que el rechazo a la pobreza podría ser el motor principal de esta discriminación. Collage: Heidy Díaz Chaverra. Seamos honestos: a Colombia no le importa que entre nosotros vivan extranjeros, a Colombia le importa que los extranjeros entre nosotros no tengan plata. Pareciera que en nuestras mentes aún se encontrara estancado el legado del primer decreto sobre migración de la Gran Colombia, expedido en 1823 durante el gobierno de Francisco de Paula Santander, en donde se habló por primera vez de los denominados “extranjeros útiles para el país”, refiriéndose a europeos y norteamericanos adinerados y a su posibilidad de comprar tierras y acumular riquezas. Es por esto que en la actualidad, cuando en Colombia vivimos desde hace alrededor de diez años una gran oleada migratoria venezolana y más recientemente norteamericana y europea, es inevitable observar y complejizar las dinámicas sociales en torno al relacionamiento con los extranjeros, en especial, la notable diferencia en cómo hemos recibido con los brazos abiertos a los estadounidenses, canadienses y europeos, mientras que los venezolanos, que tienen una historia cultural entrelazada con la nuestra desde hace siglos, son tratados como a quienes hay que expulsar, como si de una plaga se tratase. Colombia nunca ha sido un anfitrión amable para los orígenes e ideas distintas. Eso nos lo ha demostrado la historia recopilada en libros como Xenofobia al rojo vivo en Colombia de Maryluz Vallejo, en donde podemos rastrear como esta tendencia virulenta y enfermiza en el país resultó en la expulsión de sacerdotes jesuitas en el siglo XIX; el siglo XX con los “rojos”, como se denominaba a los acusados comunistas, anarquistas, socialistas, judíos, masones y catristas; cómo sucedió también con líderes políticos y sociales, con críticos del gobierno de turno y, cómo no, con periodistas.  Colombia ha rechazado, expulsado y asesinado por política, ideología y religión, pero también por una xenofobia patológica que ha estado presente entre las fibras más profundas del relacionamiento con los otros, con los extranjeros, en nuestro país. Xenofobia, sí, pero es que en Colombia hoy nos encontramos ante algo mucho más discreto y peligroso, porque ¿de dónde viene que la visita norteamericana y europea sea un proyecto nacional que hay que cultivar mediante proyectos como el Plan Sectorial de Turismo? Entonces, el problema aquí no es ser extranjero, no es el estadounidense por ser estadounidense, el canadiense por ser canadiense, ni el europeo por ser europeo, ni siquiera el venezolano por ser venezolano. El problema es el extranjero que llega al país empobrecido, como sucede con la mayoría de la población venezolana. Es la pobreza lo que choca e incomoda, porque “no tienen nada para ofrecer”, y eso los hace “inútiles”. Eso, precisamente eso, es la aporofobia. La aporofobia está tan en las entrañas sociales que, como lo enuncia Adela Cortina, filósofa que le dio nombre a esta patología social en su libro Aporofobia, es de las más peligrosas porque “cuanto más silenciosa, más efectiva, porque ni siquiera se puede denunciar”. Hoy podemos reconocer con relativa facilidad a un xenofóbico, a un homofóbico o a un racista,  y la víctima de esta discriminación podría denunciar la agresión, pero, en este caso ¿cómo denuncia un venezolano que está sufriendo discriminación por ser pobre? ¿Cómo podría? Si la aporofobia actúa con tal anonimato en nuestra sociedad que, aunque sea tangible, aunque la vivamos, no podamos reconocerla con tanta facilidad como lo haríamos con otros tipos de discriminación.  Es la pobreza lo que choca e incomoda, porque “no tienen nada para ofrecer”, y eso los hace “inútiles”. Eso, precisamente eso, es la aporofobia. Y es que lo complejo del asunto no son solo las percepciones individuales o comunitarias que se tienen sobre los venezolanos o sobre la pobreza, sino también las ideas que se venden mediáticamente y que la relacionan con la delincuencia, el desorden o la vagancia, estigmas que tienen como grandes responsables a los medios de comunicación que, como siempre, suelen ser un reflejo de las mieles y las podredumbres de nuestra sociedad.  En ocasiones, cuando sucede un crimen (una violación, un asesinato, un robo o un disturbio), y los protagonistas son venezolanos residentes en Colombia o en cualquier otro país, el dato no pasa desapercibido en el titular o en las primeras líneas de la noticia, ni en los primeros enunciados del guion para la radio o la televisión. Allí no es un dato, es un relieve en la historia. Pero cuando los protagonistas son norteamericanos o europeos, son denominados ambiguamente como “extranjeros”. Un dato y listo.  Ejemplos de esta situación podemos encontrar muchos en diferentes medios de comunicación y formatos.  Uno de ellos son los titulares de dos noticias de un mismo medio (El Tiempo) con poco más de dos meses de diferencia sobre crímenes de violencia sexual contra menores de edad. Los titurales son: Tres venezolanos fueron a prisión por abuso sexual contra una adolescente y Cae ciudadano extranjero acusado de explotación sexual infantil en el Urabá; este denominado “extranjero” es alemán, por cierto.  ¿En dónde está entonces el criterio del medio, del periodista, para elegir hacer hincapié en la nacionalidad de uno y del otro no? Es violencia, es la palabra el acto violento y estigmatizante en sí, es la lambisconería histórica de Colombia hacia Estados Unidos y Europa en su interés por permanecer entre los favoritos del patio trasero, como es considerado Latinoamérica.   No es posible que el europeo y norteamericano no tengan problemas para acomodarse en el país mientras que los venezolanos que llegan en busca de recuperar las condiciones mínimas para una vida digna cargan consigo estigmas y rechazos. No es posible que en Colombia, en donde se ha derramado tanta sangre como consecuencia de discriminaciones igual de silenciosas y peligrosas que esta, no nos detengamos a pensar dos y tres veces en cómo nos relacionamos con el otro. No es posible

¡ParanoIA en el trabajo!

¡ParanoIA en el trabajo!

La Organización Internacional del Trabajo estima que en Colombia más de ocho millones de empleos pueden implementar la inteligencia artificial en ciertas labores, un escenario que promete modificar e incluso poner en riesgo las dinámicas laborales.

¿Por qué todavía duele haber perdido?

Collage: Santiago Vega Durán.

Pasan los días y la derrota del 14 de julio en la final de la Copa América sigue doliendo como una tusa que uno espera superar pronto. Pero ¿por qué tanto dolor? Quizá porque a un país acostumbrado a perder se le fue la oportunidad de ganar. Collage: Santiago Vega Durán. La noche del 14 de julio, en las afueras del Museo de Arte Moderno de Medellín, se transmitió la final de la Copa América entre una Colombia con más de dos años de invicta, y una Argentina campeona del mundo y defensora del título de la Copa. El lugar estaba a reventar, pero aun con todos los miles que asistimos, no se escuchó un solo ruido cuando el zapatazo de Lautaro Martínez metió el balón al arco colombiano en el minuto 112 del partido. Por unos segundos, este lugar tan conglomerado se sintió como un desierto ártico. La multitud empezó a irse cuando sonó el pitazo final. Yo me quedé sentado en el suelo, incapaz de moverme hasta que mi cuerpo reaccionó, ahí me puse de pie y, sin saber muy bien por qué, empecé a llorar, no demasiado, pero sí lo suficiente para saber que me dolía. Mientras las lágrimas caían por mis mejillas no hacía más que preguntarme ¿por qué me duele así perder esta final?  Cuando inició la Copa, los más afiebrados por el futbol teníamos la fe de que Colombia ganaría, y con cada partido que pasaba otros se nos sumaban en esta esperanza. Cada vez más gente empezaba a ver los partidos, a comprar la camiseta; hasta encontrar dónde ver los juegos era difícil, pues se llenaban todos los lugares de la ciudad donde los transmitían. Con cada partido, Medellín se pintaba más de amarillo. Para el día de la final, viera uno a donde viera se encontraba con el amarillo de la camiseta, de la bandera, o de las decoraciones en los balcones de las casas; incluso el sol de ese día se sentía más amarillo que nunca.  Una cosa era clara: en mis 20 años de vida nunca vi al país tan unido como aquella noche del 14 de julio. Todo escaló para que ese día hasta quienes no sabían nada de fútbol estuvieran detrás de una pantalla con el corazón a mil. Y es que, aunque es cierto que en las últimas dos décadas hemos visto colombianos triunfar en ciclismo, atletismo y hasta en formula 1, a la selección Colombia solo se le ha visto triunfar una vez en su historia, en 2001, y desde entonces no llegábamos tan lejos en alguna competencia futbolística. Fue aquella controversial Copa América que ocurrió en un momento en que el conflicto armado tenía al país necesitando una alegría. La alegría llegó en forma de copa y el 14 de julio también necesitábamos una alegría.  Han pasado 23 años desde aquel título, uno que nunca pude vivir. Y estos últimos años, aunque hemos tenido destellos de gloria, nos hemos acostumbrado a perder, como perdimos en las últimas ocho copas América o en los dos mundiales a los que pudimos clasificar. No solo hemos perdido futbolísticamente; hemos visto morir la paz que firmamos en papel en 2016 con las Farc, continuando la guerra como si nunca se hubiera firmado nada; hemos sido, según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), el país más letal para ser líder social o defensor de derechos humanos; en 2023, en Colombia se cometieron 630 feminicidios, equivalentes a casi dos por día; el país se ha acostumbrado a perder en lo que no debería acostumbrarse. Y este país, por una noche, tuvo la oportunidad de ganar.   No pretendo creer que si ganábamos todas estas derrotas se resolverían mágicamente y dejarían de doler. Ganáramos o perdiéramos, Medellín seguiría gentrificada, los feminicidios seguirían causando alertas, ser líder social en Colombia aun sería un acto suicida… Pero, de haber ganado, al menos por unas cuantas horas el país se habría olvidado de lo mucho que sufrimos; las calles se habrían teñido de amarillo en plena madrugada, la noche no hubiera sido para dormir sino para bailar entre amigos y desconocidos; el descualquieramiento era inevitable y un tanto necesario para dejar salir todos esos malestares colectivos, pero sobre todo los personales.   Pero llegó la patada de Lautaro y con ella murieron todos los “hubiera” que pudieron tener lugar en esa madrugada feliz. Lo que pintaba para ser la más grande furrusca del país, acabó siendo otra noche abrumadora llena de silencio. Algunos lloramos, otros rieron como si nada pasara y algunos otros solo se quedaron callados, pero por mucho que a unos nos doliera más que a otros, no se puede negar que nos quitaron una alegría que era para todos.  A pesar de todo, el paso de la selección por la Copa se sintió como un alivio. Al menos lo fue para mí, pues los zurdazos de James lograron hacerme saltar de la silla en más de una ocasión; los regates de Lucho y de Richard, gritarle “ole” a las pantallas con amigos y desconocidos; los duelos de Córdoba, apretar allá abajo, donde no llega el sol; los despejes de Muñoz, Sánchez y Mojica, darme cuenta de que no solo los goles se gritan; y las atajadas de Vargas me salvaron de unos cuantos infartos. En general los jugadores de la tricolor lograron sacarme un rato de mi realidad y me causaron genuina euforia en momentos difíciles de mi vida, y lo mismo hicieron con muchos de quienes vimos los partidos.  Me dolió perder. No sé cuánto tiempo más me siga doliendo, pero en el proceso prefiero quedarme con todo lo que viví, con los abrazos que les di a mis amigos, con las juntadas del combo para vernos los partidos y con la garganta hecha añicos de tanto gritar. Pero sobre todo me quiero quedar con todo lo que sentí. No sé cuándo vuelva a sentir la alegría de ver al país unido y pintado de amarillo. Mientras vuelve a llegar, atesoraré la que sentí como uno de los recuerdos más