Una barca que flota sobre la locura

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15 julio, 2025
Por: Juan Esteban Cabrera | juan.cabrera1@udea.edu.co

Lucía Agudelo Montoya es la última capitana de una apuesta de teatro itinerante, rebelde y transgresora que se niega a hundirse: La Barca de los Locos. Hace 50 años esta agrupación empezó a navegar –y escandalizar– por las calles de Medellín de la mano de Bernardo Ángel, el director que, tras su muerte, le dejó el timón a Lucía. 

Lucía Agudelo Montoya encontró en La Barca de los Locos una forma de teatro que le apasiona, uno alejado de la literalidad. Foto: Juan Sebastián López-Galvis.

Era jueves y faltaban 15 minutos para las seis de la tarde. Por el parque Bolívar de Medellín transitaba todo tipo de gente y se formaba un círculo alrededor de una pareja que hacía algo inusual. Uno era un hombre canoso, delgado y con una habilidad aceptable para saltar la cuerda. Cerca de él, la otra, era una mujer recostada en el suelo sobre una manta en la que practicaba posturas de yoga. Bernardo y Lucía se preparaban para comenzar la obra. Ella empezó a caminar por los alrededores del parque con un silbato, haciendo un último llamado para unirse al círculo. Ambos se cambiaron de ropa, caminaron al centro del tumulto, tomaron aire y gritaron: “¡La – Barca – de – los – Locos – presenta – Dentellada!”. La atención del público era completa y la pareja se veía transformada, feliz, sin tapujos. Era 1996.

Han pasado casi tres décadas. Es un domingo de 2025 y son las cuatro de la tarde. Lucía Agudelo Montoya está reunida con Carlos Orlas Sánchez, el último loco en llegar al grupo. Charlan un poco, sentados en unos pupitres colegiales desgastados en una terraza del barrio Prado. Luego se paran, acomodan los pupitres en círculo, se hacen en el centro y ensayan la obra Coreutas. La diferencia con 1996 es notable: Bernardo Ángel Saldarriaga, primer capitán de la agrupación, ya no está. Falleció en 2018 y le dejó a Lucía el timón de una barca, al parecer, destinada al naufragio. 

Antes ensayaban todas las semanas sabiendo que cada jueves presentarían su obra, ahora ensayan más por amor al teatro. Tampoco están en el parque Bolívar porque ya no es lo mismo para ellos. La dinámica cambió debido a las medidas de espacio público instauradas por el entonces alcalde Sergio Fajardo (2004-2007). A pesar de los intentos de mantener su icónico “jueves de teatro”, 2020 fue el último año en el que se presentaron con esta regularidad. Desde entonces dependen de otros para saber cuándo y dónde presentarse. En esta barca siempre ha habido incertidumbre, neblina y tormenta, el infierno para cualquier tripulación, pero para estos locos ni siquiera parece un problema.

La capitana

La Barca de los Locos nació como agrupación teatral en 1975 de la mano de Bernardo, Carlos Enrique Márquez, Guillermo García y Gustavo Román como pioneros del grupo. Después llegó Lucía, una mujer que ama el yogur de fresa tanto como le disgustan la impuntualidad y el desorden; que prefiere caminar hasta la estación Parque Berrío antes que ir a San Antonio, que cuando entra al metro busca rápidamente dónde sentarse porque no le gusta viajar de pie; que no soporta las gafas si no son para leer o usar el computador; que en sus tiempos libres ve películas de Buñuel, Pasolini o Fellini y lee textos de Emil Cioran y de Bernardo, su alma gemela y pareja sentimental. Esa misma mujer ahora es la capitana que se esfuerza por zarpar y navegar junto con Carlos, otro loco disfrazado de marinero, un politólogo que no se considera actor, pero que se convierte en uno para La Barca y para Lucía.

La conexión de Lucía con el arte comenzó cuando era niña. Nació en Támesis, en cuna de artistas: sus padres eran profesores, pero el resto del tiempo hacían teatro y música. Cuando Lucía estaba recién nacida, su familia se mudó a Santa Fe de Antioquia. Más grande, empezó a jugar con sus hermanos, Luz Helena y Mario, a memorizar y dramatizar los guiones de su padre, acompañar cantos con su madre y presentar tertulias familiares. Cuando cumplió ocho años, llegaron a Medellín y la atención de sus padres viró hacia lo económico por la preocupación de mantener a 10 hijos, pero la semilla que había brotado en Lucía no desapareció. Creció, se interesó por la historia y la política y estudió Sociología en la Universidad Pontificia Bolivariana. Quiso retomar la actuación, así que se unió a un grupo de teatro universitario, donde se percató de que no le gustaba la literalidad de las obras. Ella buscaba reflexiones, expresarse libremente sin sujetarse a un guion único y repetible.

Ya graduada, Lucía fue docente en varias universidades, entre ellas la Universidad de Antioquia. En 1981 conoció a Bernardo gracias a un amigo que lo presentó como “el mejor actor de Colombia”. Ella, intrigada por su trabajo, y Bernardo, desesperado por hacer teatro luego de romper relaciones con el Teatro Popular de Bogotá, hicieron un trato: Lucía le prestaría su apartamento para presentarle a ella y algunos conocidos su obra Ni héroes ni mártires. Impactada y emocionada por lo que vio, supo que ese era el teatro que quería hacer y esa era la barca a la que quería montarse. A finales de ese año, asumió su primer papel con el grupo en la obra La monja.

“La Barca de los Locos hace un teatro que se enfoca en la experiencia humana, en la lucha contra la sociedad de consumo y la explotación utilitaria. Despierta todos los conflictos que duermen en nosotros, libra las fuerzas oscuras, se trata de un resguardo de la existencialidad humana. Este teatro subvierte los valores, es aventura, riesgo y desinterés”, así lo explica Lucía dejando ver el malditismo, lo anarquista y contestatario de su apuesta. “Es un teatro muy genuino y poético, con mucho énfasis en la palabra –añade Jaiver Jurado, director de la Oficina Central de los Sueños y quien halló inspiración en ellos–. Me pone a pensar en un teatro antiguo y ritual, como cuando los griegos lo tenían por una religión”.

El contexto en el que apareció esta apuesta teatral se puede rastrear en los movimientos estudiantiles de los años 70 que “resaltaban la importancia de la cultura y de las expresiones artísticas como el teatro. Muchos estudiantes de distintas universidades, como Lucía, se vincularon a grupos teatrales con el mismo ideal”, cuenta Beatriz del Castillo, compañera universitaria de Lucía entre 1972 y 1976. Después de algunos años sin tener contacto, se reencontraron en 2019. En aquel momento Lucía atravesaba una época muy dura por la pérdida de Bernardo, así que la compañía de antiguos colegas como Beatriz mitigó el vacío que tenía en su vida y la ayudó a tomar nuevas fuerzas para continuar y mantener La Barca.

“Lucía pasó de socióloga a artista, a practicar un teatro radical, callejero y de pensamiento libre. Eso de alguna manera implica una madurez grande, pues se basa en el pensamiento crítico con una mirada muy aguda de la sociedad y los sentimientos humanos, una reflexión que va más allá de lo que piensan los sociólogos”.

Lucía cree que el sentido de venir al mundo está en transformarlo y que quien es auténtico “ya está cumpliendo un propósito en la vida”. Además, dice que su edad “es secreto de Estado”. Su cabello es color cobre, mide un poco más de metro y medio, tiene una gran sonrisa plácida y ademanes propios de quien domina el don de la palabra, acompañados por un semblante inquebrantable. Pero no hay que dejarse engañar por su apariencia tranquila y serena. Ella es, probablemente y para quienes han visto su trabajo, la actriz que más huella ha dejado en el teatro antioqueño.

William Gómez, director del teatro La Sucursal y quien ha ofrecido su espacio para La Barca por años, habla de su buena relación con ella: “Con Lucía viva aún se puede desentrañar la génesis del teatro colombiano. Ella está igual de loca que Bernardo y practica muy bien el teatro visceral y panfletario. Considero que lo que ella hace es el verdadero teatro, deberían darles el reconocimiento que nunca les han dado”, dice. 

“El parque Bolívar era un pulmón de libertad, una rotonda poética y con gente interesada por nuestro trabajo”, explica Lucía emocionada. “Luego de que fueron expulsados del parque los acogimos en Itagüí. Lucía es la dama del teatro en todo el sentido de la palabra, es férrea y concreta con sus ideales, una amiga incondicional”, explica Yovis Manuel Álvarez, director de Mimos y Clowns, colectivo que llegó de la costa y compartió con La Barca la experiencia del teatro callejero.

La vida de Lucía dio un giro radical al preferir el arte escénico, se volvió una aventura teatral incierta, peligrosa y excitante. La obra máxima de La Barca, según ella, fue Aúllan los lobos, que une la desnudez, lo erótico y lo religioso por medio de tres momentos oníricos donde exploran la soledad del individuo, la confrontación de una pareja frente a su relación y cotidianidad y, finalmente, una mirada crítica a las instituciones religiosas, militares y políticas. 

Esta obra irreverente impactó en Cundinamarca y otras regiones del país. Debido a su presentación, recibieron amenazas de muerte en Antioquia y en España fueron censurados cuando la presentaron en 1983. “La obra conmocionó al público español. En la Universidad Autónoma de Barcelona aún se veía ese rezago franquista. Ricardo Salvat nos ayudó a estar ahí, pero preparó al público en catalán y se aseguró de que nadie tomara registro de la presentación. Por seguridad no volvimos a presentar ninguna obra por los dos meses que estuvimos allá”, cuenta Lucía.

También recuerda que esta misma puesta en escena provocó que un sacerdote de Fredonia llamado Iván Gaviria hablara con el entonces cardenal Alfonso López Trujillo para que le pidiera al ejército que tomara represalias contra ellos. En otra ocasión, un juez de Heliconia persiguió a Bernardo con un cuchillo con toda la intención de apuñalarlo. Lucía trató de ayudarlo, pero terminó como rehén hasta que la policía llegó a auxiliarlos. 

Carlos Orlas y Lucía Agudelo son los tripulantes que mantienen a flote La Barca de los Locos con cada ensayo en espacios como la sede de Comunes, en el centro de Medellín. Foto: Juan Sebastián López-Galvis.

Arturo Vahos, director de Canchimalos, recuerda que se sentó incontables veces en el parque Bolívar a escuchar los manifiestos de La Barca: “En Medellín hay teatro y luego está La Barca de los Locos. Siempre me gustó su forma de llamar la atención con textos tan fuertes. Siempre fue un gusto tenerlos en nuestra sala, pues nos gustaba tener esa clase de teatro que solo ellos podían ofrecer”. Y agrega sobre Lucía que “es la compañera ideal para lidiar con el arte”. 

“Los conocí justamente el año en que fundé mi colectivo; su estética cruel y de pánico es muy llamativa y performativa, son apabullantes con la intervención al público. Si bien los últimos años hemos sido distantes, reconozco que es una guerrera, de mucho atrevimiento, talante y perspectiva actoral”, dice Cristóbal Peláez, director del teatro Matacandelas y quien reconoce en La Barca a un grupo anómalo, desesperado por hacerse escuchar. Luis Alberto Correa, que ha ayudado a Lucía en los últimos años a presentar sus monólogos, dice: 

“Su trabajo es iconoclasta y hecho para la gente del común, Lucía y su pasión hacen que La Barca no pierda su insistencia”.

Zarpar hacia la tormenta

Carlos, con su sutil diastema, relata que conoció a Lucía y a Bernardo en la Emisora Cultural de la Universidad de Antioquia, cuando los invitaron al programa radial En defensa de la palabra. Él, que era visitante habitual de la emisora, los veía en vivo y le encantaba la expresividad de ambos a la hora de exponer. Su interés se intensificó más cuando supo que era un grupo de teatro que no buscaba presumir ni tener su propia casa, pues nunca creyeron en las ostentosidades de la escenografía, ni en tener un teatro físico o una escuela para transmitir su legado. Para ellos solo bastan la calle, las ganas y la confianza en su palabra para perdurar en la memoria de los espectadores. Carlos vio en esos actores un espacio revolucionario, así que les pidió actuar con ellos. Su travesía inició en 2009.

“Luego de que murió Bernardo, Lucía y yo nos dimos cuenta de que debíamos seguir con esto, porque es lo que él habría querido. Lucía es un pilar, un bastión de La Barca con la labor de mantener viva una llama, cosa que es muy admirable con el pasar de los años. En ocasiones me he aislado por temas personales y aun así ella busca la forma de continuar”, dice Carlos.

Quiere seguir acompañando a Lucía y dice que no sería capaz de hacer otro tipo de teatro que no sea este porque tiene una “mística” que le ayuda a no dejarse aplastar por la cotidianidad: “Soy padre de familia y respondo por un trabajo, pero esto es lo que me nutre y me hace pensar en otras cosas”. 

Bernardo escribió toda la dramaturgia de La Barca y, de algún modo, sus textos logran unir en cuerpo y mente a quienes se adentran en sus letras. Carlos ve a Lucía como una compañera transparente, sin intereses comerciales y con su mismo deseo de seguir con el legado para mantener a Bernardo con ellos, más sabiendo que dejó cerca de 100 obras inéditas. “Aprendo de Lucía la responsabilidad con la historia, ella es inquebrantable en ese aspecto: puede ser una historia oculta o anónima, disparen o maten a alguien, ahí estará ella. Mientras me pueda reunir con Lucía a practicar una obra, yo lo haré”, sentencia Carlos.

A Lucía le gusta practicar yoga para mantener el cuerpo y espíritu sanos, cuida con mucho amor a su madre, que está delicada de salud, mantiene una dieta prácticamente vegetariana, va de puerta en puerta buscando dónde presentar la próxima obra. Si bien nunca se animó a escribir una, sabe que fue musa para que de Bernardo brotara la creatividad. Lucía nunca estuvo en segundo plano y ahora su compromiso con el grupo lo demuestra. 

“No pienso en el futuro, ahora estoy viva y estoy cumpliendo el sueño de Bernardo que es retomar los textos que él me dejó y los actuaré hasta que mi cuerpo no dé más. Toca ver qué sorpresas nos da la vida”.

Que ella dirija La Barca de los Locos da plena seguridad de que, mientras esté en su poder, zarpará con todas sus fuerzas hacia la incertidumbre, la tormenta y la neblina, porque allí se hacen más fuertes. Lucía y Carlos no saben si mañana terminarán en el naufragio absoluto o si conseguirán a un nuevo tripulante. Tampoco les importa mucho. Lo único seguro es que mientras sigan juntos esa nave que los ha visto por tantos años luchará contra viento y marea hasta que ambos mueran, porque hundirse no es una opción.

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