A veces el amor y el matrimonio son una forma de huir. Milena* decidió casarse a los 17 años, el 28 de diciembre de 2006. Ese día pensó que escaparía para siempre de la realidad que conocía. “Yo creí que eso pasaba con todas las niñas y con todos los papás”, relata después de contarnos que su padrastro abusó de ella desde que tenía dos años. Entrecruza los dedos sobre la mesa y deja salir una risita nerviosa y desconsolada mientras cuenta que su mamá siempre supo lo que su pareja le hacía, pero que nunca hizo nada para evitarlo y, además, la culpaba. Solo cuando Milena cumplió siete años, su madre inició unos supuestos trámites judiciales, pero eso nunca avanzó y Milena siguió teniendo a su abusador en la habitación del lado durante otros ocho años.
Doris también huyó. Comenzó a trabajar como empleada doméstica a los 12 años. Se fue de la casa buscando zafarse de la responsabilidad de cuidar a sus hermanos menores luego de que su mamá volvió a quedar embarazada. Cuando la propuesta de matrimonio llegó, después de un año de noviazgo con un vecino siete años mayor que ella, aceptó sin pensarlo, a pesar de no sentirse enamorada. En ese “sí”, dado a sus 17 años, el 23 de mayo de 1997, resguardó el anhelo de tener el hogar con el que soñaba y la esperanza de dejar de sentirse sola después de cuatro años en los que anduvo de un lado para otro. Hoy, cuando habla de su niñez, tiene la mirada perdida, como quien carga recuerdos de guerra que prefiere echar al olvido.
Cuando oímos sobre estas historias, es fácil pensar que fue una problemática de antaño, que el matrimonio infantil era una costumbre aceptada porque eran “otros tiempos”. Sin embargo, según la Superintendencia de Notariado y Registro –citada en un informe de Profamilia de 2024–, en el 2023 se registraron 114 matrimonios infantiles en Colombia; los departamentos con más casos fueron Antioquia, Atlántico y Bolívar. Este informe también dice que, según Unicef, se tiene registro de 448 matrimonios en 2016, 415 en 2017 y 338 en 2018. De las uniones tempranas que no pasan por el ritual del matrimonio no hay cifras oficiales debido a su informalidad. Pero ambos son, según Unicef, una forma de violencia basada en género que “aumenta la posibilidad de que una niña experimente violencia por parte de su pareja en algún momento de su vida”.
Milena tiene 35 años, la piel blanca, la palabra elocuente, el cabello rizado y la mirada un poco esquiva. Vio en su esposo una salida a la violencia y el desprecio que recibió en su hogar desde que era una bebé, sin importar que él fuera nueve años mayor que ella. Pero a los pocos días de haberse casado supo que su matrimonio sería la prolongación de la vida violenta que ya conocía. “Pasé de un infierno a otro peor”, comenta.
Lo conoció en una feria artesanal en Rionegro, una de tantas a las que le tocó ir a trabajar desde los 15 años para ayudar a su mamá a sostener la casa, cuando ya no vivían con el padrastro que la abusaba y llevaba varios años sin estudiar porque “no aguantó el trote”. “Él tenía 26 años, pero parecía de 40; no me gustaba ni poquito, pero aun así me casé con él a los tres meses de conocerlo”, nos confiesa Milena.
En 2024 algunos colectivos y fundaciones con el apoyo de Alexandra Vásquez y Jennifer Pedraza, representantes a la Cámara, y Clara López, senadora, promovieron el proyecto de ley “Son niñas, no esposas”, que fue aprobado por el Congreso de la República en su noveno intento en noviembre de 2024 y sancionado por el presidente Gustavo Petro en febrero de 2025 como Ley 2447. Esta prohíbe los matrimonios infantiles y las uniones tempranas.
“Lo que ocurre con la ley es que empieza a generar una cultura de no tolerancia con esa práctica que vulnera los derechos de las niñas y las adolescentes; formaliza la prohibición. Es decir, está diciéndole a la sociedad que como nación no aceptamos esa práctica, no estamos de acuerdo, esa práctica es ilegal, anormal. Pero para que la ley tenga efectividad, en el sentido de identificar a las víctimas y darles protección, pues se va a necesitar tiempo”, expresa Nelson Rivera, subdirector de Atención a Víctimas de la Fundación Renacer, entidad que busca contribuir a la erradicación de la explotación y las violencias sexuales contra niños, niñas y adolescentes.
Así, la edad mínima para casarse o entrar a una unión marital quedó en 18 años, sin excepciones, lo que busca mitigar la problemática expuesta en el mismo informe de Profamilia. Este afirma que aproximadamente siete de cada 10 niñas y adolescentes en matrimonios infantiles y uniones tempranas forzosas reportaron haber sido víctimas de alguna forma de violencia dentro de su unión, y el 4.1 % manifestó haber sufrido algún tipo de violencia sexual.
Pero ni todas las historias son iguales, ni todas las violencias se dan de la misma forma ni en la misma etapa. A pesar de vivir dos intentos de violación a los 10 y 13 años, tenerles miedo a los hombres y crecer en un hogar en el que “se criaba sola” y era tratada “a las patadas”, Alexandra siempre creyó en un amor bueno y en el amor a primera vista. A sus 48 años todavía habla de su esposo con la mirada fantasiosa de una adolescente que vive su primer amor. Conoció a Jorge en el barrio Doce de Octubre, a los 15 años, cuando él tenía 20 y una sonrisa coqueta que le hizo volver a confiar y dejar a un lado el miedo que nació en esos intentos de abuso.
Cuando se casó, con 17 años, sus padres no objetaron la decisión. Después de todo, por el maltrato que recibió, Alexandra cree que su mamá ni siquiera la quería. Pero no solo había experimentado violencia física, sino que dejó el colegio porque, en palabras de su mamá, estudiar no era para ella. Cuando tocamos este tema, su expresión cambia a una mirada triste, sombría. Se mira las manos y empieza a acariciarse el extremo de su larga trenza.
Alexandra llegó a su noche de bodas, en agosto de 1994, con total desconocimiento de las relaciones sexuales, por lo que lloró angustiada mientras intentaba procesar lo que su esposo le explicaba. Parecía fácil inferir que pudo ser forzada a tener relaciones como su “obligación conyugal”, pero cuando le preguntamos, sonríe y mantiene la misma mirada brillante: “Nunca. Esa noche él me explicó lo que mi mamá nunca me dijo y luego de eso me tuvo paciencia y esperó que yo asimilara lo que era la intimidad en pareja”.
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Casi siempre el maltrato deja secuelas que habitan la mente, así como también se dejan ver u oír. Doña Ángela habla bajito, con una parsimonia que arrulla. Detrás de ella están expuestos los collares y las pulseras en miyuki que teje todos los días. Los teje, pero no los usa. Le pesan los aretes y le estorban los anillos, quizá por eso tampoco lleva puesto el de su matrimonio. Cuenta que se casó enamorada y que fue novia de Édgar desde que tenía 11 años y él 16. Se casaron cinco años después, el 23 de diciembre de 1984, en la iglesia principal de Barbosa, Antioquia, y hoy siguen juntos. Con una voz suavecita, como si cuidara que nadie escuche, nos dice: “A mis primeros dos hijos les tocó una vida muy horrible, a veces teníamos que salir corriendo de aquí de huida de él borracho”.
Otras violencias atraviesan el cuerpo. Doña Rosa se casó un lunes de mayo de 1955, a los 14 años. Nos cuenta su historia en la sala de su casa, con su esposo al lado. Solo cuando él se va, confiesa que toda la vida la golpeó: “Yo con él pasé una vida muy maluca”. La primera vez que la violentó fue a sus 15 años, cuando tenía ocho meses de embarazo de su primer hijo, el primero de 21, de los cuales perdió 10: dos porque se los mataron ya adultos; uno porque, según ella, se lo robaron en el hospital San Vicente, en una época en que estuvo hospitalizado; otro porque murió recién nacido, y los otros seis porque morían en la casa “como de enfermedad del corazón, porque se ponían muy moraditos”.
Rosa hoy tiene 85 años, el pelo corto y la risa fácil. Es pícara y se tapa los ojos con las manos cada vez que cuenta lo que para ella fueron travesuras de su infancia, como cuando se volaba de la casa y amanecía con el que sería su esposo, un vecino de la misma vereda, siete años mayor que ella. Tose con frecuencia mientras nos relata su vida. Tiene principios de neumonía y otros “achaques de la edad”, pero eso no le impide hablar con ímpetu, casi con afán. Creció en un rancho de una vereda de Barbosa, en lo que describe como “mucha pobrecía”. Estudió hasta segundo de primaria y durante su niñez, “cuando ni las ollas de presión existían”, se dedicó a cocinar en leña y a llevarle el almuerzo a su papá.
Algunas violencias son silenciosas, tanto que casi no las percibimos como lo que son, se vuelven paisaje. Lina vivía en la zona rural de Bello cuando terminó el bachillerato y sepultó el sueño de ser médica veterinaria. Ya tenía su primer bebé y era una mujer casada, no había tiempo para más, no había tiempo para ella. Conoció a Fredy cuando tenía 12 años y él, el muchacho “noviero” de la vereda, tenía 19.
Lina prefiere que su hija esté presente mientras conversamos. Cuando preguntamos si se arrepiente de algo en su matrimonio, le pide entre risas que se tape los oídos. Luego cuenta, ya sin importarle que su hija escuche: “Mamá siempre decía que cuando uno se iba de la casa ya no podía volver a vivir allá, y yo siempre me creí eso. Obviamente sí hubo momentos en que llegué a pensar que, si las cosas no funcionaban con Fredy, yo no tenía a dónde ir. ¿Para dónde me iba yo con mis dos muchachos?”. Aun así, Lina no se arrepiente de haberse casado con Fredy aquel 13 de agosto de 1999, ni de haberlo hecho a sus 16 años, sino de haber pensado que tener un hijo significaba renunciar a sus sueños, pues creció con la idea de que cuando se es mamá no se puede ser más.
Doña Ángela había decidido separarse de su esposo, pero su tercer embarazo le cortó las alas. Milena resistió 11 años en ese matrimonio por sus tres hijos. Doña Rosa tuvo 21 hijos y a pesar de perder 10 sigue riendo a carcajadas. Lina tuvo miedo de no tener a dónde ir, no por ella, sino por sus muchachos. Los hijos anclan en ocasiones con tanta fuerza que las mujeres envejecen y mueren en un matrimonio infeliz por ellos.
Para todas ellas el matrimonio inició por razones distintas, pero algo las une: de una u otra forma han visto algunas de las muchas caras que tiene la violencia. Aunque sus relatos puedan parecer lejanos o ajenos, detrás de cada mujer que conocemos hay una historia. Ya sea la “señora con achaques” del barrio, de la que no conocemos su pasado, esa mamá o abuela de la que a veces nos quejamos o, incluso, esa amiga que no entendemos por qué no habla de su vida privada.
Como Doris, que vio su matrimonio como refugio de la soledad. Pero su hija mayor, hoy con 25 años, asegura entre lágrimas que su mamá sigue siendo una mujer solitaria, sin amigas y que, si fuera decisión suya, sus padres se hubieran divorciado hace mucho tiempo, porque “papá es un excelente papá, pero no ha sido un buen esposo para ella”. Doris, en cambio, dice que no se arrepiente de nada en torno a su matrimonio, pues sí se enamoró en algún punto. Sin embargo, mientras escucha a su hija, una lágrima solitaria se le desliza por la mejilla derecha.
Milena, la más joven de estas seis mujeres, hoy está en octavo semestre de Ingeniería en Software en el Tecnológico de Antioquia. Hace siete años que consiguió autonomía y estabilidad económica y decidió “no aguantar nada más”. En ese momento se separó de su esposo. Vive con sus tres hijos, de 18, 16 y 14 años. A ellos les dice que no pueden repetir su historia, que tienen que planear sus vidas, estudiar y, sobre todo, ser buenos esposos y excelentes papás. Además, nos cuenta, orgullosa, que montó una cafetería y que de eso viven ella y sus hijos hasta que trabaje como la ingeniera que quiere ser.
A pesar de que el “sí” de estas mujeres nunca fue (directamente) forzado, hubo unas circunstancias previas y un contexto social que las llevó a pensar y decidir como adultas cuando todavía eran niñas. Luego de ese “acepto”, ser niña dejó de ser una opción. Según la congresista Jennifer Pedraza, “esas decisiones pueden darse en entornos familiares muy violentos en donde las niñas dicen: ‘yo prefiero irme con cualquier persona antes que mantenerme en este hogar’. Es algo que puede verse como una salida a corto plazo, pero termina siendo una decisión de toda la vida. Además, suelen ser relaciones en las que la disparidad de poder es muy evidente. La mayoría de estos casos son con personas que les llevan de seis años en adelante, al menor o a la menor, y el porcentaje que sigue es de personas que les duplican la edad”.
¿Cambiarían algo de la decisión que tomaron cuando eran muy jóvenes, casi niñas?, les preguntamos a todas.
Rosa Duque: “Yo a veces sí pensaba ‘haberme casado para vivir una vida de estas, para amargarme la vida como me la amargué’”.
Alexandra Montoya: “Nunca me he arrepentido, él siempre me demostró el amor que no tuve en mi casa”.
Doris Pérez: “No cambiaría nada”.
Lina Monsalve: “Él ha sido el tipo de persona que uno hubiera querido en su vida y hemos sabido sobrellevar los problemas y las dificultades de cualquier pareja”.
Ángela Cano: “No me volvería a casar”.
Milena: “Cambiaría el mero hecho de haberme casado. Lo que yo debí haber hecho fue independizarme, disfrutar mi juventud como la niña que todavía era, viviría solita, viviría para mí, me hubiera dedicado desde ese tiempo a estudiar porque me gustaba estudiar, no me gustaba estudiar cosas pequeñas, yo quería aspirar a cosas grandes”.
*Nombre cambiado por petición de la fuente.