Ganarse la vida antes de cruzar el Darién

De los migrantes que pasan por Necoclí, muchos permanecen allí durante semanas. En su búsqueda de una vida más digna, trabajan para completar lo que cuesta el viaje y, de paso, sobrevivir. Venden empanadas, arepas, cocos, bebidas, ropa de segunda, carpas; también reciclan, limpian la playa, hacen cortes de pelo y delinean barbas; lo que toque, lo que puedan, casi siempre en la informalidad. Con el sustento del día a día esperan ahorrar suficiente para calibrar las brújulas que apuntan a Norteamérica. https://www.youtube.com/watch?v=T34TgLcaVW8 Carlos y Juan: juntos hasta el que sea su destino Diego Fernando Vega Granados / dfernando.vega@udea.edu.co Una frase fue suficiente para que Carlos Amoroso aceptara migrar: “Vámonos para Estados Unidos”, le dijo su amigo Juan García al darse cuenta de las pocas posibilidades de progreso que tendrían en su país, Venezuela. La respuesta fue un sí rotundo. Cuatro días después ya estaban en el Urabá antioqueño, con solo 120 dólares y la sorpresa de que antes de la selva del Darién había una playa en un municipio llamado Necoclí. Sabían que ese dinero no era suficiente, así que decidieron montar un negocio en el que solo dependieran de ellos: vender empanadas. No sabían hacer la masa ni dónde conseguir el carrito; no sabían cómo ni dónde iniciar, pero lo hicieron. El compatriota venezolano que los ayudaría a cruzar a Panamá les consiguió un puesto por 20.000 pesos al día, y con poco conocimiento, pero muchas ganas, empezaron. Juan aprendió de a poco a hacer la masa, mientras que Carlos recordó las recetas que sabía para preparar el relleno. Juan García tiene 34 años y es ingeniero de minas. Trabajaba en una mina junto con su familia en Esequibo, territorio de Guyana fronterizo con Venezuela, hasta que el año pasado, según cuenta, el Gobierno venezolano tomó el control sobre este y lo paralizó todo. De tener semanas en las que podía sacar de 30 a 40 gramos de oro, pasó a no tener empleo fijo y a rebuscarse el dinero vendiendo repuestos de carros. Llegó a buscar trabajo en Caracas en enero del 2024 y un día, mientras compraba dólares, decidió irse. Necesitaba compañía para lograrlo, así que contactó a su amigo del barrio, Carlos Amoroso, quien a sus 54 años y pese a ser pensionado de la Alcaldía, pasaba por un mal momento económico. El salario solo le alcanzaba para mantener a su niña de 13 años, su niño de 12 y su esposa, mientras vivían “de arrimados” en la casa de la suegra. Juan recuerda que cuando vivía en Casanay (estado Sucre), un tío suyo le negó una cerveza a Carlos, a pesar de que se habían criado juntos. Según Juan, la razón fue que Carlos estaba mal económicamente. Para él eso fue una humillación y sabía que, si seguía en su ciudad, le podía pasar lo mismo. Por eso, ya en Caracas, pensó en él para que se fueran. Le envió dinero para que llegara allí y al día siguiente iniciaron el viaje. *** Juan amasa y amasa la harina. Son las 10 de la mañana de un día opaco de finales de enero. La noche anterior intentaron dormir en la playa, pero los mosquitos no los dejaron. Cuando llegaron, unos días antes, pagaron hotel, pero cuesta 60.000 pesos por día y no pueden sacrificar el ahorro de 20 empanadas. Se levantaron a las cinco de la madrugada y los clientes, en su mayoría venezolanos que migrarán a Estados Unidos, acabaron con la segunda tanda de la mañana. Aplasta la masa, agarra una cucharada de relleno de pollo y la agrega. Cierra la empanada con una tasa, quita el exceso de masa, le da forma de luna y la pone en el aceite. Carlos está pendiente de que quede de un dorado perfecto y bien cocinada por dentro para pasarla a los clientes. Llevan solo cinco días vendiendo empanadas frente a la playa donde los migrantes esperan las lanchas para ir hacia Capurganá y ya se dieron cuenta de la rentabilidad del negocio. Para Carlos, las personas tienen que trabajar para conseguir lo que quieren: “Algunos de los migrantes se acostumbraron a dormir en carpa, a que les den la comida y no van a trabajar ni nada. Las personas tienen que trabajar para conseguir lo suyo”. Mientras el aceite frita las últimas empanadas de la mañana, Juan empieza a recoger los materiales. Comenta que no tenía pensado que su esposa se fuera para Necoclí, pero, como ahora están trabajando, le dirá que la va a esperar para que los tres se vayan o se queden. Entretanto, Carlos voltea con una pinza las empanadas que quedan en el aceite. Su propósito es trabajar duro para conseguirle una vivienda a su familia en Venezuela. Piensa en volver. Dice que si le gusta el sueño americano, se queda hasta completar el dinero para la casa y el carro, más un capital para iniciar un negocio en su país. Si el norte no es lo que les han dicho, dinero y oportunidades, están dispuestos a regresar, trabajar de nuevo en Necoclí y buscar un apartamento en arriendo. García lo tiene claro: “El migrante, donde le vaya bien, ahí se queda”. Venden las últimas empanadas y se sientan a descansar sin saber cómo les va a ir en la siguiente jornada, si dormirán en la playa junto con los mosquitos esa noche o si lograrán pasar el Darién. No tienen afán, van tranquilos esperando que todo se les dé. Están seguros de que seguirán juntos en esta travesía. Para donde va el uno, va el otro. https://www.youtube.com/watch?v=IEERy1bASLA Leidy: enfrentar la propia vida Juan José Gómez Agudelo / juanj.gomez2@udea.edu.co Son las seis de la mañana y, aunque cuesta levantarse de la colchoneta por el peso del trasnocho, toca empezar el día. La brisa salada azota las paredes de la carpa, el piso está lleno de arena y aún quedan algunos de los zancudos que no dejaron dormir. Leidy* y su familia salen al comedor comunitario. Luego regresan a la