Guainía se le planta a la minería con el turismo

En Guainía, un departamento amazónico, históricamente marcado por la minería de aluvión, el turismo comunitario emerge como una alternativa económica. Sin embargo, el choque entre modelos institucionales y comunitarios muestra que la transición no es sencilla. Foto: Edwin Suárez. La historia de Josué Peña, indígena curripaco, ilustra las tensiones que atraviesan a Guainía. Tras la quiebra de su negocio en Villavicencio en 2010, regresó a su capital, Inírida, con 7.000 pesos en el bolsillo. Sin opciones de empleo, terminó trabajando en una balsa minera cerca de los cerros de Mavicure, tres monolitos milenarios enormes, que tienen entre 170 y 720 metros de altura, y extrayendo tungsteno en la cuenca alta del río Inírida. La minería ilegal se convirtió en su refugio económico durante un par de años, incluso en Venezuela, cuando la persecución de las autoridades colombianas recrudeció la crisis del sector en la frontera. “Tal vez la necesidad lo lleve a uno a ver como única alternativa esa actividad (la minería), pero los resultados ambientales son desastrosos: destrucción y contaminación”, reflexiona Josué desde su casa en la comunidad de Berrocal Vitina, a 13 kilómetros de Inírida. La minería ilegal ha sido el principal motor económico de Guainía durante décadas. La actividad aurífera llegó al departamento entre finales de los años setenta y comienzos de los ochenta, cuando, impulsada por estudios del Gobierno nacional que develaron los lugares donde estaba el metal precioso, la fiebre del oro se instaló en la Serranía del Naquén, cerca de la frontera con Brasil. Lo que empezó como explotación en tierra, pronto se extendió a los ríos del departamento, dejando una huella imborrable: contaminación por mercurio, el material que se usa para separar la tierra del oro. A inicios de 2024, la Corporación para el Desarrollo Sostenible del Norte y el Oriente Amazónico (CDA), que es la autoridad ambiental de la zona, y Parques Nacionales Naturales, estimaron que entre 14 y 30 balsas seguían buscando oro en el río Inírida. Sin embargo, líderes indígenas le dijeron al El Morichal el año pasado que en el momento de mayor apogeo minero, 1.200 barcazas trabajaron de manera simultánea a mediados de la década de los 90 en ese río. Cada draga sacaba, según Luis Camelo Moyano, una autoridad de Chorrobocón -una comunidad del río Inírida que ha buscado formalizar la minería-, un kilogramo al día. En la actualidad la producción mensual de cada balsa es de máximo un kilo al mes. La minería, ha explicado Josué varias veces, “es como el escape cuando uno no tiene más nada que hacer, cuando no hay trabajo. Agarrar la maleta y pal monte. Es un lugar seguro para muchas personas”. El año pasado en las comunidades de Venado y Remanso, unas comunidades ubicadas junto a los cerros de Mavicure que en los últimos años han experimentado un crecimiento en el turismo, había 112 personas inscritas como mineros de subsistencia en el Registro Único de Comercializadores de Minerales (RUCOM). Eso significa que, como lo dice Josué, “la minería sigue siendo una de las economías fuertes que mueve aquí el ingreso de las familias. No hay ninguna duda”. Entrada al Ecoparque Kenke. Foto: Edwin Suárez. Josué Peña en la entrada de Kenke, el parque familiar fundado en 2019. Foto: Edwin Suárez. En 2024 había en el municipio de Inírida mil barequeros inscritos en el RUCOM. Es bastante probable que, como explica Zeze Amaya, un geólogo guainiano de la Universidad Nacional de Colombia, nadie haga barequeo en Guainía porque las partículas de oro son muy finas, y por tanto sólo es posible extraerlas con mercurio. Sustituir la minería como principal fuente económica en Guainía es un reto. En un departamento donde el 98 % del territorio pertenece a resguardos indígenas y está conformado principalmente por bosques, el turismo es esa alternativa. Sin embargo, por sí solo, ahora mismo el turismo tiene un pero: es estacionario, fluye durante la temporada seca (noviembre a abril) porque se disfrutan mejor los paisajes y es más seguro ascender a los Cerros en esta época. El resto del tiempo los habitantes de la comunidades buscan otras actividades económicas, sobre todo la minería, que tiene mejor producción durante la temporada de lluvias. Estar inscritos en el RUCOM los habilita para comerciar hasta 35 gramos de oro al mes (14 millones de pesos al precio de hoy), metal que consiguen trabajando en las balsas. Y todos ganan: el minero porque puede vender oro en el comercio legalmente, los comerciantes porque compran oro a mineros formales y algunos empresarios del sector en Bogotá o Medellín, porque reciben el metal ilegal ya blanqueado. Muelle de carga de Inírida, por lugar por donde entran los víveres y mercancías que vienen del interior del país, y a su vez salen para las comunidades indígenas y centros mineros del territorio. Foto: Edwin Suárez. Oro extraído de las minas del Yapacana de Venezuela, que será fundido y comercializado en Inírida. Foto: Edwin Suárez. El Plan de Desarrollo Departamental (PDD) vigente no contempla la minería como una actividad importante del territorio; ocupa el quinto lugar y representa el 7,6 % del Producto Interno Bruto local. En el primer renglón está el sector público (41,2%), que genera empleo y mueve dinero a través de los proyectos de la administración local; mientras en el segundo están el comercio y la hotelería (16,3 %). La actividad minera que mueve a Inírida se desarrolla en gran medida en Venezuela. Por eso, del puerto de la capital del Guainía salen todo el tiempo embarcaciones con víveres y combustible con destino a las minas de Yapacana (Estado de Amazonas, Venezuela) o hacia las balsas de la cuenca media y alta del río Inírida. Los hoteles, los restaurantes y el comercio en general dependen del flujo del oro en la ciudad. Pero la minería ilegal ya no es una alternativa para Josué: apostó por la legalidad y por trabajos que no atenten contra los ecosistemas guainíanos. Ahora distribuye sus días entre administrar el comercio de servicios y tecnología que en 2013 estableció
Amazonía bajo ataque: Un mapeo de la delincuencia en la selva tropical más grande del mundo

En la Amazonía, especialmente en las regiones fronterizas de Bolivia, Brasil, Colombia, Ecuador, Perú y Venezuela, el crimen organizado domina amplias zonas. Una investigación del proyecto Amazon Underworld indagó en 987 municipios amazónicos de los seis países y encontró la presencia de grupos armados en al menos el 67 % de ellos. Siete de esos grupos están presentes en más de un país. Ilustración: Laura Alcina La selva amazónica se ha convertido en un territorio más y más hostil. En muchas zonas, especialmente aquellas cercanas a las fronteras internacionales, el crimen organizado se ha convertido en una fuerza dominante. Una nueva investigación de Amazon Underworld indica que al menos el 67 % de un total de 987 municipios amazónicos en seis países principales (Bolivia, Brasil, Colombia, Ecuador, Perú y Venezuela) se enfrentan a la presencia de redes criminales y grupos armados. No se encontró presencia ni información de presencia en el resto del territorio. De ellos, el 32 % se enfrentó a más de un grupo en sus zonas, y siete grupos criminales o armados operan entre dos y cuatro países diferentes incluidos en este estudio. El mapa es el resultado de una investigación realizada en 987 municipios amazónicos, que reveló la presencia de grupos armados en al menos el 67 % de ellos. Esta visualización es un intento exhaustivo de cartografiar la presencia de grupos armados en toda la Amazonia. Aquí, los grupos armados y las organizaciones criminales con mayor dominio territorial se identifican y representan individualmente, mientras que los grupos criminales más pequeños se agrupan en la categoría «otros». Para recopilar información sobre la presencia de estructuras del crimen organizado y grupos armados en toda la Amazonia, entre marzo y septiembre de 2025 realizamos entrevistas con fuentes primarias en el territorio, investigamos documentos oficiales y presentamos solicitudes de acceso a la información. Los entrevistados son principalmente personas que tienen contacto directo con actores armados y economías ilícitas. Este grupo diverso incluye líderes indígenas, miembros de la comunidad, líderes religiosos, oficiales de policía, fuentes de inteligencia, fiscales, empresarios locales, miembros de facciones y personas involucradas en economías ilícitas. En nuestra metodología, sólo consideramos que un grupo está presente en un municipio si ese grupo está llevando a cabo alguna actividad económica allí. La utilización del territorio como ruta, por ejemplo, o incluso los registros de detenciones de individuos en determinados territorios no son, en sí mismos, criterios para marcar la presencia de un grupo en ese municipio. 987 Municipios de la Amazonía de seis países fueron investigados por Amazon Underworld durante 2025 para este informe. 211 Municipios de los 662 en los que Amazon Underworld pudo recabar información de fuentes primarias tienen más de un grupo armado en su territorio. 7 Grupos armados ya están presentes en más de un país amazónico: Comando Vermelho, PCC, Comandos de la Frontera, Segunda Marquetalia, Estado Mayor Central (EMC), ELN y Los Choneros. La llegada o expansión de los grupos armados representa un punto de inflexión para muchas comunidades locales que ven cómo se destruye su entorno natural, la violencia alcanza niveles nunca antes vistos y sus jóvenes se ven atraídos por el atractivo económico de actividades como la minería de oro y el tráfico de drogas. Los jóvenes son reclutados por estructuras armadas que les ofrecen pagos mensuales. Quienes expresan públicamente su preocupación por el control criminal se enfrentan a amenazas o asesinatos, especialmente en Colombia y Brasil. Poblaciones enteras son expulsadas de sus aldeas, mientras que otras permanecen confinadas dentro de los límites de su comunidad debido a los continuos combates o a la presencia de minas terrestres. Si se pregunta cuándo prevalece el crimen organizado, lamentablemente en muchas regiones las poblaciones locales responderían que ahora mismo. En grandes extensiones de los territorios amazónicos, las economías ilícitas son la actividad dominante. A veces, estas operaciones ilegales generan más ingresos a nivel local que los presupuestos de los organismos estatales encargados de combatirlas. Los grupos armados han comenzado a gobernar territorios, dictando toques de queda y controlando la movilidad sobre los ríos y las zonas rurales. A veces obligan a las poblaciones a abrir nuevas carreteras en la selva y aplican formas rudimentarias de justicia con castigos violentos para quienes desobedecen sus normas. Estas normas se extienden a los patrones de comportamiento, exigiendo a los residentes que lleven tarjetas de identificación emitidas por los grupos armados, e incluso a la limpieza social. Mientras tanto, las ciudades amazónicas experimentan un aumento de la violencia, junto con los retos continuos que plantean el hacinamiento en las cárceles y el abuso de sustancias, al tiempo que siguen llegando poblaciones desplazadas de las zonas rurales. Los grupos armados colombianos se coordinan con sindicatos del crimen brasileños desde ciudades tan lejanas como São Paulo. Las fuerzas estatales a veces se unen a estas alianzas: las autoridades políticas y las fuerzas de seguridad venezolanas se alían con organizaciones guerrilleras colombianas, llegando incluso a celebrar reuniones conjuntas con comunidades locales involucradas en la extracción ilegal de oro para repartir las ganancias. Otras cooperaciones permanecen relativamente ocultas, como los casos en los que la Policía Militar brasileña colabora con grupos delictivos o acepta pagos de ellos.La naturaleza económica de estas alianzas en el mundo criminal las hace volátiles, como se ha demostrado en las zonas fronterizas de Venezuela con Colombia. La cooperación entre el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el frente disidente de las FARC Acacio Medina, perteneciente a la franquicia Segunda Marquetalia, llegó a su fin abruptamente a principios de agosto de 2025, cuando el ELN intentó asesinar a miembros de Acacio Medina en lo que pareció ser una trampa. Los científicos advierten que esta vasta selva tropical se encuentra peligrosamente cerca de un punto de inflexión irreversible en el que podría pasar de ser un sumidero de carbono global a una importante fuente de carbono, lo que haría prácticamente imposible alcanzar los objetivos climáticos internacionales y aceleraría drásticamente el cambio climático en todo el mundo. El colapso ecológico se produciría una vez que la deforestación alcanzara
Desarrollo en marcha y futuros en pausa

El Metro ligero de la 80, que irá entre las estaciones Caribe y Aguacatala, tiene en vilo el patrimonio y el tejido social de varios barrios en el occidente de Medellín. Desde que comenzaron la obras, en 2024, el megaproyecto que promete acercarnos al «futuro que soñamos con más espacio para todos» ha desplazado, enfermado y empobrecido a cientos de familias que han vivido allí por generaciones. Cuerpos enfermos, casas vacías y un metro que aún no pasa Los moradores afectados por la construcción del metro de la 80 dicen que en los últimos cinco años más de 30 personas han muerto y otras se han enfermado por la incertidumbre, la injusticia y la tristeza. Quienes se han ido sufren el desarraigo, quienes quedan temen perder sus casas y perciben más inseguridad. Todos viven el estrés como una experiencia compartida. Lee el reportaje aquí Las inconsistencias entre el Metro de la 80 y la política pública de protección a moradores Los avalúos con los que el proyecto oferta por los predios no les permiten a las y los afectados encontrar lugares con las mismas condiciones para vivir o trabajar; además, los pagos no llegan a tiempo y hay dudas sobre el diseño final del metro ligero por el que llevan más de cuatro años exigiendo precios justos. Lee el informe aquí
El negocio eléctrico que financió a los batallones responsables de los ‘falsos positivos’ en el Oriente Antioqueño

ISAGEN, ISA y EPM entregaron más de 40 mil millones de pesos entre 2002 y 2007 a las unidades militares que cometieron el mayor número de asesinatos de civiles, presentados como guerrilleros muertos en combate. Ilustración: Lucía Mage Ese día en la mañana, Luz Stelly Morales Arias estaba moliendo café en el patio de su casa de la vereda El Morro, en el municipio de Granada, Antioquia, en medio de un paisaje montañoso marcado por represas para la generación de electricidad. No había terminado el bachillerato por falta de recursos económicos y a sus 16 años, pasaba los días colaborando en los quehaceres de una familia numerosa que se ganaba la vida cultivando lo que podía y jugando baloncesto con sus amigos. Todo ocurrió el 17 de septiembre de 2003. Sobre las 10:30 de la mañana, un grupo de militares del Batallón Jorge Eduardo Sánchez (BAJES) interrumpió la rutina de la adolescente. Le dijeron que una desmovilizada de la guerrilla la había señalado de pertenecer al Ejército de Liberación Nacional (ELN) y se la llevaron, supuestamente, para entregarla al Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), por ser una menor de edad. Los militares, que han confesado estos hechos ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), la trasladaron a otra zona de la vereda en donde la retuvieron por varias horas. Al final de la tarde asesinaron a Luz Stelly y manipularon el cuerpo para presentarla como una guerrillera muerta en un combate que nunca ocurrió. Los miembros del BAJES intimidaron a la gente que llegó a la zona a reclamarles por el crimen para que se fueran. Entre quienes reclamaban se encontraban familiares de la adolescente, que, angustiados, preguntaban por ella. Imagen tomada de la audiencia de la JEP con la fotografía de Luz Stelly Morales Arias. Luz Stelly fue solo una de las más de 300 víctimas de estos crímenes de Estado, conocidos como ‘falsos positivos’, cometidos por el BAJES, según la JEP. Este batallón fue el responsable de la mayor cantidad de asesinatos de este tipo si se compara con todas las otras unidades del Ejército del país. La labor de estos militares se centraba, principalmente, en cuidar la infraestructura de generación y transmisión eléctrica del Oriente Antioqueño, zona llena de embalses que forman los ríos que bajan de las cumbres de las montañas hasta el río Magdalena. Desde la década de los setenta se desarrolló este complejo de represas, que, en la actualidad, suministra el 30 % de la energía del país, según datos de la Gobernación de Antioquia. Las tres principales empresas en el negocio de la generación, transporte y comercialización de electricidad en esa región de Antioquia son Empresas Públicas de Medellín (EPM), Interconexión Eléctrica S.A. (ISA) e ISAGEN. El desarrollo de sus proyectos ha estado relacionado con conflictos sociales en zonas como aquella en la que vivía Luz Stelly, con comunidades que han sido estigmatizadas como colaboradoras de las guerrillas del ELN y las FARC. Para la primera década de los 2000, las tres empresas tenían un capital completamente público. Cascada en Cocorná, Antioquia. Las hidroeléctricas del Oriente Antioqueño aprovechan las caídas de agua de los numerosos ríos que nacen en las montañas del departamento. Foto: Juan Carlos Contreras. Esta investigación estableció que las tres empresas entregaron más de 40 mil millones de pesos de la época (a hoy, unos 80 mil millones de pesos) a unidades militares como el BAJES, entre 2002 y 2008, años en los que, según la JEP, se presentó la mayor cantidad de crímenes conocidos como ‘falsos positivos’ en el país y, particularmente, en el Oriente Antioqueño. Las tres compañías aportaron esos recursos bajo la figura de convenios de cooperación para que batallones de la IV Brigada —que tiene la responsabilidad de la seguridad en parte de Antioquia— cuidaran su infraestructura, con el argumento de garantizar el suministro de energía en parte del país. Según la JEP, esta brigada del Ejército es uno de los mayores ejemplos de la sistematicidad de estos asesinatos durante esos años. Desde 1998, con la Ley 489, la legislación colombiana contempla la figura de los convenios de cooperación entre empresas del sector minero-energético y la fuerza pública. Estos acuerdos permiten que compañías públicas o privadas entreguen recursos económicos directamente al Ejército o a la Policía Nacional, para que protejan la infraestructura asociada a sus operaciones. El argumento para sustentar esta financiación es que la extracción de recursos naturales es vital para el crecimiento económico y, por lo tanto, su protección es un asunto de interés público. Desde hace varios años, organizaciones sociales han denunciado que estos convenios representan un dilema ético dentro de un Estado democrático y se convierten en un factor vinculado a la violencia que sufren comunidades que tienen conflictos ambientales, laborales y de otros tipos con empresas que financian directamente a la fuerza pública. La doctora en Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad de California, Shauna Gillooly, y la doctora en sociología de la Universidad de Oxford, Jamie Shenk, han estudiado estos convenios en Colombia y sus vínculos con violaciones de derechos humanos desde hace más de cinco años (ver el avance de una de sus investigaciones). Las doctoras explican que estos convenios son una figura que también existe en otros países del mundo, especialmente en lugares en los que el Estado no hace presencia y las empresas tienen sus negocios extractivos en entornos de comunidades vulnerables. “Existen en varios lugares del mundo, en países de África, en Suramérica, en Perú, en Brasil. Sin embargo, en Colombia hay particularidades, tienen una mayor formalidad que en otros lugares, por ejemplo, son dirigidos y firmados directamente por el Ministerio de Defensa”, señalaron las académicas a Rutas del Conflicto. Particularmente en el caso del Oriente Antioqueño, región en la que se presentó el mayor número de víctimas de ‘falsos positivos’ en todo el país y que cuenta con una fuerte presencia de empresas de producción energética, ¿cuál fue el vínculo entre estos convenios y la violencia que sufrió la población?
Atención a la baja, PQRS en alza: aumento del 28%en Sura

Aunque Sura ha sido históricamente una de las EPS mejor valoradas por el Ministerio de Salud, el 2024 marcó un punto crítico para la entidad. Las dificultades financieras impactaron directamente la calidad del servicio, lo que se reflejó en un aumento significativo de las quejas y reclamos por parte de los usuarios. El informe anual de Suramericana, indicó que la EPS atendió a más de 16 millones de clientes en el 2024. Fotografía: Valentina Aristizabal. Las PQRS contra la EPS Sura crecieron un 28 % entre mayo y diciembre de 2024, en comparación con el mismo periodo del año anterior. Esto lo muestran las cifras publicadas por la Superintendencia Nacional de Salud en su portal de Datos Abiertos, página que recopila las quejas de todas las Entidades Promotoras de Salud. En mayo del 2024 la EPS Sura le pidió al Gobierno Nacional salir progresivamente del Sistema de Seguridad Social. La insuficiencia de la asignación presupuestal de los últimos años, el incumplimiento del indicador de patrimonio adecuado2 y el registro de pérdidas netas que se dio entre 2022 y 2023 fueron las causas que mencionó la EPS en el comunicado de prensa oficial. Aun así, la Superintendencia de Salud, SuperSalud negó la solicitud por la imposibilidad de trasladar los afiliados de Sura a otras EPS. Aunque en la audiencia de rendición de cuentas del 2024, el gerente de la EPS Sura, Pablo Otero, resaltó que “a pesar de estar bajo una intensa presión financiera y operativa, Sura logró mantener su promesa de atención con calidad”, un año después de la solicitud se evidencia un deterioro en la calidad de la atención médica que reciben los pacientes. Para el año completo, de enero a diciembre del 2024, hubo un incremento del 25 % en las PQRS, lo que equivale a 39.424 reportes. Esto representa 18.528 casos más que el aumento registrado el año anterior. Para Víctor Correa, médico de la Universidad de Antioquia y magíster en Gobierno y Políticas Públicas, la calidad es una percepción subjetiva que tiene varios atributos: continuidad, accesibilidad, oportunidad, seguridad y la percepción del usuario. “La incertidumbre genera inconformismo”, dice Correa, y explica que en contextos caóticos como el actual, las personas tienden a adoptar un sesgo pesimista frente a la vida, lo que puede influir en el deterioro de su percepción sobre el sistema de salud y llevar a un aumento en las PQRS. Sin embargo, este es un problema estructural que está presente desde hace muchos años en todas las EPS. Analisalud, empresa dedicada a la recopilación, análisis y uso estratégico de datos de salud, recopila los reclamos en salud desde el 2017 en todas las EPS, excluyendo las indígenas, y muestra que en el 2017 había menos de quinientas mil quejas y para el 2024 se superó el millón y medio, es decir, un aumento del 257%. Además, de acuerdo con los datos de Analisalud, que coinciden con los de Supersalud, aunque la curva de PQRS de Sura presentó una tendencia a la baja hacia finales de 2024, en los primeros cinco meses del 2025 volvió a subir. En mayo, un año después de la solicitud, se reportaron 23.419 PQRS, cifra que superó el máximo histórico registrado durante el año anterior. La economía fluctuante de Sura En el mismo comunicado de prensa, Sura proyectó un déficit de $500 mil millones de pesos para el 2024. Y, aunque hay un registro de pérdidas de más de 360 mil millones entre el 2022 y 2023, el 2024 dio una utilidad neta positiva de 26 mil millones según lo mostrado por los estados financieros de Sura de diciembre del 2024. Este saldo a favor se da por la entrada de más de 1 billón de pesos en los ingresos por un concepto llamado “Liberación de reserva técnicas de periodos anteriores (CR)”. Según BDO Colombia, firma de contaduría pública, las reservas técnicas son provisiones necesarias y respaldadas en inversiones, que son exigidas por la Supersalud para que las EPS hagan frente a obligaciones futuras. Sin embargo, en una entrevista concedida en diciembre del 2024 a El Colombiano, Juana Francisca Llano, presidenta de la EPS Sura, afirmó qué, luego de presentar el plan de desmonte progresivo, recibieron un “apoyo irrestricto, pero por supuesto transitorio, de la red de prestadores en Colombia de la EPS Sura”. Pero, ¿este dinero es el billón de pesos de las reservas técnicas que se muestran en los estados financieros? Se consultó a la EPS Sura para resolver varias preguntas y su respuesta fue que en ese momento no están dando entrevistas acerca del tema. Durante los años 2020 y 2021, en temporada de pandemia, la EPS generó utilidades. Pero en el 2022 se presentaron variaciones importantes con respecto al año anterior. Sura tuvo un aumento del 28 % de sus afiliados, más de un millón de nuevos ingresos, alcanzando por primera vez los 5 millones. Esto vino acompañado de la caída de -859 % de su índice de utilidad. Según el medio especializado en Salud y que hace parte del Congreso Nacional de Salud, Consultorsalud, la caída en las utilidades sucedió por dos problemas claves que afectaron la operación desde el 2022: la insuficiencia estructural de la Unidad de Pago por Capitación (UPC), que es el valor anual que se reconoce por cada uno de los afiliados al sistema general de seguridad social en salud para cubrir las prestaciones del Plan Obligatorio de Salud (POS); y la siniestralidad, indicador que mide si el ingreso recibido es suficiente para el pago de los servicios de salud prestados y que refleja la relación entre los costos asumidos por las Entidades Promotoras de Salud (EPS) y los ingresos operacionales recibidos. En el 2024, dicha siniestralidad aumentó más del 100 % de acuerdo con este medio, “lo que indica que los gastos en servicios de salud superan los ingresos recibidos por afiliados. Esta situación ha consumido el patrimonio de la entidad, poniendo en riesgo su capacidad para continuar ofreciendo servicios de salud de calidad”. Foto: Valentina
El rompecabezas de la guerra de las disidencias en Guaviare

Guaviare vive una guerra inédita entre los jefes de las dos principales disidencias de las antiguas FARC: ‘Mordisco’ y ‘Calarcá’. Además de la violencia, la población lidia con las intimidaciones por WhatsApp. El rompecabezas de la guerra de las disidencias en Guaviare. Ilustración: Cigarra. Los ojos negros y brillantes de Carlos*, un campesino que ahora mira por la puerta de su tienda a ver si viene alguien, ya no se cierran tan fácil. Hay noches en las que pasa derecho, dice después su esposa, que lleva puesto un vestido de seda hasta los pies. Va agarrada del espaldar de una silla de cuero negra, en una camioneta que esquiva los huecos de una trocha porosa en el departamento de Guaviare. Le dicen “la trocha ganadera”. Es una vía de 140 kilómetros, rasguñada por las llantas y la lluvia. Conecta a sesenta veredas y, desde hace unos meses, es un terreno en disputa de las disidencias de las antiguas FARC por ser una arteria estratégica para una guerra que aquí tiene dos nombres: ‘Mordisco’ y ‘Calarcá’. El primero es el jefe del Estado Mayor Central (EMC), al que pertenecen quienes fueron señalados de poner dos cilindros bomba en una base aérea militar en Cali, solo unos días antes de que se publicara este texto, y por eso el presidente Gustavo Petro ahora pide meterlos en una lista de organizaciones terroristas. El segundo, en cambio, sigue negociando algún acuerdo de paz con el gobierno. Carlos sabe muy poco de ‘Mordisco’ y ‘Calarcá’, pero lo que deciden en su guerra se mete con sus días y sus noches. Sabe que antes eran parte de un mismo grupo y ahora no. Sabe que si uno de sus hombres, de cualquier bando, pasa por su tienda, le toca atenderlo. Sabe que si viene un soldado del Ejército es mejor no hablarle porque se gana un problema. Sabe que si lo llaman a su celular y no contesta, después vendrán a reclamar. No sabe qué deparará esta pelea porque lleva toda su vida acostumbrado a tener que lidiar con un solo grupo. Es domingo. Ya pasó el intenso verano y el cielo está tapado de nubes. La camioneta esquiva las cicatrices de la tierra anaranjada de la carretera, se mece como una cuna de bebé y pasa por una iglesia pentecostal en la que unos 15 campesinos rezan. En las casas, al pie de la misa, el ritual es otro. Desde una puerta abierta fluye a todo volumen la voz de Rafael Orozco cantando un vallenato. Dos hombres fuman y toman cerveza recostados, uno en su moto y el otro en una silla. Desde otra puerta, que queda justo al frente, se oye música popular. Cinco indígenas atraviesan la competencia musical caminando. Un perro les ladra. Varios kilómetros adelante, la camioneta frena ante una cuerda que sostiene un joven que no pasa de 20 años. Es el “peaje” que entre los campesinos montaron para arreglar la vía. “COMITÉ PROCARRETERA TROCHA GANADERA, APORTE ARREGLO PASOS CRÍTICOS”, dice el papel. Moto: 2.000. Motocarro: 5.000. Camioneta: 10.000. Turbo Sencilla: 20.000. Turbo doble: 30.000. Camión: 40.000. Mula: 50.000. Volqueta Sencilla: 40.000. Volqueta doble troque: 50.000. Un día de junio, antes de que existiera este peaje, Carlos tuvo que cerrar su negocio porque la disidencia de ‘Mordisco’ impuso un toque de queda. Estaba en su casa cuando leyó un trino del presidente Gustavo Petro: “Invito a toda la población del Guaviare a hacer verbena popular todas las noches”. Él no entendía cómo era posible que Petro los llamara a bailar en las calles mientras él estaba encerrado a la fuerza, con la puerta de metal de su negocio rozando el piso, y con la mirada clavada en el celular, como todos en su vereda (a la que no identificamos por motivos de seguridad). Afuera solo se oían los pájaros. Él no era el único que sentía a Petro desconectado. Willy Rodríguez, alcalde de San José del Guaviare, se ganó un dardo público del Presidente después de decir “Petro viene, da un discurso en poemas y se va”, en una entrevista para La Silla Vacía. Se refería al día en que Petro estuvo en Guaviare lanzando un documental en junio, justo el mismo día que ‘Mordisco’ escaló el toque de queda —que confinó a 10 mil personas como Carlos— a un paro armado. El Presidente minimizó el poder de los grupos con frases como: “violencia obviamente que pulula por ahí y aquí deben estarme escuchando algunos de ellos, pero no es como se pinta en la prensa”. Petro le respondió al alcalde diciéndole: “Quien no le gusta el poema es porque su corazón está muerto”. Sentado en su oficina, mientras atiende llamadas para enviar remesas a familias damnificadas por la ola invernal, el alcalde Rodríguez dice que se mantiene en sus palabras y que “cuando Petro vino a lo del documental, acá estábamos confinados por la bala y el agua”. La zozobra de esta guerra entre las disidencias en Guaviare se vive con más fuerza ahora por WhatsApp. Antes, lo normal para un líder campesino como Carlos era recibir panfletos, mensajes de voz y comunicados de alias ‘Yimi’, un miliciano de las antiguas FARC-EP que viene del Cauca y hoy es comandante del Frente 44 de la disidencia de ‘Mordisco’, la unidad que controlaba esta zona y que no pasa de 70 hombres. Pero en marzo de este año, cuando ‘Calarcá’ anunció que quería meterse a pelear el control de la “trocha ganadera”, Carlos comenzó a recibir mensajes ya no solo de ‘Yimi’. También comenzaron a llegarle los de alias ‘Miller’, un firmante del Acuerdo de Paz de 2016 que dejó las armas en Vista Hermosa, Meta, y fue uno de los guardias del contenedor lleno de fusiles que las FARC entregaron en su desarme en esa zona. ‘Miller’ pasó de cuidar esos fusiles que debían marcar el final de la guerra a volver a portar uno. Estaba en casa por cárcel cuando decidió irse, primero a las filas de ‘Mordisco’, para luego terminar en las de ‘Calarcá’. Hace unos
Miguel Ángel Pabón, el defensor ambiental que se oponía a una represa y desapareció en 2012

Entre 2009, cuando inició la construcción de Hidrosogamoso, y 2014, cuando empezó a funcionar la hidroeléctrica, fueron asesinados al menos seis defensores del territorio, y uno más fue desaparecido. Esta es la historia del último de ellos. Aunque en 2020 hubo una condena a 39 años de cárcel por la desaparición forzada y el homicidio agravado de Miguel Ángel, su cuerpo aún no ha aparecido. Foto: Jaime Moreno Vargas. ¿Quién era usted, Miguel Ángel? ¿Por qué caminaba tanto con unos zapatos muy incómodos, que además le sacaban ampollas? ¿Por qué vivía obsesionado con ayudar a los más pobres si a veces no tenía ni para las tres comidas diarias? ¿Por qué cuando les pedí que me dijeran que era lo que más recordaban de usted, dos personas coincidieron en que sus abrazos se caracterizaban por ser amplios, largos, sin medida de tiempo ni espacio? ¿Por qué cuesta tanto encontrar información sobre las condiciones en que usted desapareció, a las 11 de la noche del 31 de octubre de 2012? ¿Quiénes eran los hombres armados que lo sacaron de su casa ese día? ¿Por qué querían hacerle daño? ¿Dónde está ahora, Miguel Ángel? De Miguel Ángel Pabón quedan pocos registros gráficos, pero muchísimos recuerdos entre los compañeros que, durante cuatro años, lo acompañaron a luchar contra la construcción del proyecto hidroeléctrico de Hidrosogamoso. Foto: Jaime Moreno Vargas. *** Existe un Día Internacional de Acción Contra las Represas. La mayoría de la gente —al menos la que no vive cerca o la que no trabaja en eso que el diccionario define como una “obra para contener o regular el curso de las aguas, generalmente de hormigón armado”— desconoce la efeméride, pero los líderes sociales y defensores ambientales de nueve municipios de Santander la tienen marcada en sus agendas desde hace por lo menos 15 años. Por eso eligieron el 14 de marzo de 2011, Día Internacional de Acción Contra las Represas, para bloquear la entrada del campamento de los 4.000 obreros que desde hacía dos años avanzaban en la construcción de la represa Hidrosogamoso, un megaproyecto hidroeléctrico que prometía ser uno de los mayores generadores de energía y desarrollo de Colombia. Aunque la protesta estaba agendada para las 6 de la mañana, Miguel Ángel Pabón estuvo ahí, en el campamento El Cedral, a 67 kilómetros de Bucaramanga, en la vía que conduce a Barrancabermeja, a las 4 de la madrugada. Ya era una cara visible de quienes defendían al río Sogamoso y a las comunidades de la zona. No solo porque el desvío del cauce del río estaba comenzando a alterar su seguridad alimentaria, en una región donde la pesca jugaba un papel muy importante en el sustento de la gente. También porque muchos se enteraron de la existencia de la hidroeléctrica cuando ya había empezado su construcción. Y porque no había claridad de si Isagen, la empresa a cargo del proyecto, había realizado todos los estudios necesarios para prever si el embalse aumentaría la sismicidad de la zona, en un departamento que acumula más del 60 % de los temblores de Colombia. Ese 14 de marzo, a los campesinos y pescadores se unieron estudiantes, ambientalistas, miembros de distintos sindicatos y varias decenas de volqueteros que trabajaban en la obra: hacía tres meses que Isagen no les pagaba sus servicios. Duraron tres días en la entrada del campamento. “Ese bloqueo fue un hecho político muy importante. Un punto de quiebre en nuestras luchas sociales”, me cuenta trece años después Mauricio Meza, reconocido ambientalista y defensor de derechos humanos, que hoy dirige la Corporación para el Desarrollo del Oriente Compromiso, una oenegé creada en Santander hace casi 30 años. Hecho político. Punto de quiebre en las luchas sociales. Y acción que también influyó en la desaparición de Miguel Ángel. De eso está convencido Mauricio. “Esas volquetas luego se supo que eran de ‘paracos’ y de manes que robaban gasolina. Ellos dijeron que se sumaban al bloqueo y se iban detrás de nosotros para que les pagaran, pero cuando al segundo día de protesta nos mandaron al ESMAD y comenzaron a darnos con todo, uno de los contratistas de las volquetas que nos había ayudado sacó un revólver y empezó a dispararles, y eso me puso a desconfiar mucho porque significa que la movilización estaba infiltrada”, afirma. Ese contratista se llama Jorge Larrota Portilla y en 2020 fue condenado a 39 años de cárcel por la desaparición forzada y el homicidio agravado de Miguel Ángel. El problema es que el cuerpo aún no ha aparecido y, por ello, oficialmente sigue reportado como desaparecido. Mauricio Meza, uno de los amigos más cercanos de Miguel Ángel Pabón, sostiene una foto del líder desaparecido en octubre de 2012. Foto: Jaime Moreno Vargas. *** Según un documental web de la organización ambientalista Censat Agua Viva, titulado “Remolinos de guerra y desarrollo en el río Sogamoso en Santander”, entre 2009, año en que comenzó la construcción de la represa, y 2014, año en que empezó a funcionar, al menos seis defensores ambientales fueron asesinados, y uno más resultó desaparecido. Luis Alberto Arango Crespo fue asesinado el 12 de febrero de 2009. Lideraba la Asociación de Pescadores Artesanales y Acuicultores de la ciénaga del Llanito, de Barrancabermeja. Herbert Sony Cárdenas fue asesinado el 15 de mayo de 2009. Era el presidente de la Asociación de Areneros de Barrancabermeja. Marco Tulio Salamanca Calvo fue asesinado el 3 de septiembre de 2009. Era el presidente de la Junta de Acción Comunal de la vereda Marta, del municipio de Girón. Honorio Llorente Meléndez fue asesinado el 17 de octubre de 2009. Presidía la Junta de Acción Comunal del corregimiento de Puente Sogamoso, en el municipio de Puerto Wilches. Jairo Rodríguez Caro fue asesinado el 13 de abril de 2011. Era líder comunitario de la vereda Marta, la misma de Marco Tulio. Miguel Ángel Pabón Pabón fue desaparecido el 31 de octubre de 2012. Era uno de los creadores del Movimiento Social en Defensa de los Ríos Sogamoso y Chucurí, presidente de la Junta de Acción Comunal del asentamiento Los Acacios, en San Vicente de Chucurí, y miembro del movimiento Ríos Vivos Santander. Y Armando Caballero Toscano fue asesinado
Selva en fuga: el tráfico de madera que devora los bosques bolivianos

En la frontera entre Bolivia y Perú, el paso de madera ilegalmente extraída de la Amazonía, incluso de zonas protegidas, es común y se hace en medio de un entramado de corrupción en varios niveles y con la participación de grupos que siguen operando entre las sombras, invisibles pero presentes. Los controles de los dos Estados son pocos, a veces no llegan a tiempo y otras, nunca. Los bosques del departamento de Pando, Bolivia, ocupan una superficie aproximada de 6,4 millones de hectáreas, de las cuales 94 % corresponden a bosques tropicales. Inserto completamente en la Amazonía, este departamento alberga una rica biodiversidad. Los árboles de sus bosques pueden alcanzar más de 40 metros de altura y vivir varios siglos. Foto: Eduardo Franco & Ernest Drawert. Selva adentro, en el norte del departamento de Pando, Bolivia, la vegetación parece tragarse la ruta. El paisaje se vuelve más denso y menos vigilado. En la comunidad Holanda, un estrecho desvío penetra las entrañas de esa espesura. Es el inicio de un camino comunal que serpentea los límites de la Reserva Nacional de Vida Silvestre Amazónica Manuripi, que comparte 67 kilómetros de frontera difusa con Perú. Por este camino, los vehículos escasean. Solo las motocicletas cruzan el monte con frecuencia, muchas cargadas hasta con cuatro miembros de una familia, incluidos niños. Por el mismo camino, cruzando desde Perú, llegan también otros visitantes. No vienen por turismo ni por parentesco. Son traficantes de madera. https://delaurbe.udea.edu.co/wp-content/uploads/2025/07/Drone-bosques-Pando-Bolivia.mp4 “Sí, hemos vendido madera a peruanos”, admite un miembro de la comunidad rural campesina, usualmente llamados comunarios, que prefiere no revelar su nombre. Lo hace sin orgullo ni temor, como quien comenta algo cotidiano. “En triple”, explica. Cuando le preguntamos si entra hasta la comunidad, la respuesta llega sin vacilación: “Entra hasta donde sea. Rompe el monte”. Los triples son grandes camiones con tres pares de ruedas parecidas a las de un tractor. Su carrocería adaptada es solo una plataforma de madera cruda sin contención en los bordes. Son vehículos militares antiguos de procedencia rusa, adquiridos en Ecuador, e ingresados a Perú desarmados como chatarras. No cuentan con placas de rodaje ni con autorización para transitar y son usados para mover la madera desde los puntos de extracción hasta zonas intermedias donde es acopiada. Una vez hecho el trato con el comunario, los triples ingresan atropellando la selva con su doble tracción, resistiendo el barro y trepando pendientes. En ellos van los responsables de cortar y cargar la madera: taladores y estibadores. Llevan motosierras, combustible, y los llamados “castillos”: una herramienta de metal que une a dos motosierras para que puedan cortar al mismo tiempo, aserraderos móviles que pueden transformar un tronco de 40 metros en tablones en cuestión de horas. Operan de noche, en grupos pequeños, eficaces. Entran, cortan, acumulan la madera en lugares conocidos como “rodeos” y finalmente, los estibadores la cargan a los triples para regresar a Perú. «Las especies codiciadas son: mara, cumarú, cedro, roble, y almendrillo. Paradójicamente, las últimas tres tienen prohibición de extracción y se encuentran bajo la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres». (CITES). Algunos cruzan incluso los límites de la Reserva Manuripi, donde la extracción maderera comercial está completamente prohibida. Aun así, los campamentos se montan. Los motores rugen. Los árboles caen. La ley es apenas un murmullo. Desde 2005, los guardaparques han realizado operativos para desalojar campamentos y quemar triples incautados. El último se registró en 2023, según un exfuncionario del Servicio Nacional de Áreas Protegidas (SERNAP). Nos pide reservar su nombre. Los traficantes han puesto un precio sobre su cabeza. Lo que se arriesgan a hacer no es menor. Transportar madera ilegal por rutas bolivianas debería implicar el cruce de al menos algún punto de control. Pero en toda la carretera recorrida por nuestro equipo periodístico, solo se encontraron dos controles policiales. El más cercano a las comunidades, en Empresiña, es apenas una cabaña de madera con una cuerda colgante que se alza para dar paso. «No hay puntos de control forestal. No existen oficinas de aduana. Y cuando no hay papeles que acrediten el origen de la madera, los billetes hacen el trabajo. Con sobornos, los oficiales miran a otro lado. Todo tiene lugar en un paisaje que parece diseñado para el contrabando, donde los árboles valen más muertos que vivos». Los papeles que blanquean la madera ilegal Después de viajar en triple, la madera es cargada a un camión semitrailer y se moviliza con la obtención de una Guía de Transporte Forestal (GTF) falsificada. Cuando es legal, esta guía se trata de un documento oficial emitido por el Estado peruano, que “ampara la movilización de productos y subproductos forestales maderables”. El camión “triple” peruano decomisado en febrero de 2025 por la ABT Pando en un operativo en la comunidad Alta Gracia, municipio de Filadelfia, está estacionado afuera de sus oficinas en Cobija. Foto: Eduardo Franco. Pero nada en este negocio ilícito es gratuito. Obtener una de estas guías, esa hoja que abre las barreras al contrabando, no es un trabajo sencillo ni barato. Hasta ahora, dos grandes entramados han sido develados por la Fiscalía Provincial Corporativa Especializada en Delitos de Corrupción de Funcionarios en Madre de Dios, departamento peruano que comparte una línea fronteriza de aproximadamente 120 kilómetros con Bolivia. El primero, en 2020, se denominó “Los Hostiles de la Amazonía”. Una red de extracción, acopio y transporte de madera con ayuda interna, cuya organización se divide en tres grupos: los comercializadores, que se encargan de corromper a los funcionarios del gobierno regional, la policía, la Superintendencia Nacional de Aduanas y de Administración Tributaria de Perú (SUNAT) y otros; los tramitadores o blanqueadores, quienes consiguen los documentos fraudulentos para que la madera ilegal pueda salir de Madre de Dios; y los funcionarios, que a cambio de dinero no registran la documentación ni verifican el volumen o especie de la madera transportada, favoreciendo el tráfico ilegal de recursos naturales. La investigación de este caso se abrió en distintas fases y en
Cuerpos enfermos, casas vacías y un metro que aún no pasa

Los moradores afectados por la construcción del metro de la 80 dicen que en los últimos cinco años más de 30 personas han muerto y otras se han enfermado por la incertidumbre, la injusticia y la tristeza. Quienes se han ido sufren el desarraigo, quienes quedan temen perder sus casas y perciben más inseguridad. Todos viven el estrés como una experiencia compartida**. El barrio El Volador tiene más de un siglo de existencia. Hoy, el paisaje incluye a contratistas y retroexcavadoras que le abren paso al futuro metro de la 80. Collage: Melany Peláez Morales. A principios de agosto de 2024 el Concejo de Medellín hizo un minuto de silencio por la memoria de Karla Cristina Velásquez Suárez, lideresa del barrio El Volador que había fallecido el mes anterior a sus 50 años. “Venía ejerciendo un liderazgo muy importante en los moradores”, dijo el concejal José Luis Marín cuando pidió el homenaje. En el video, justo antes de que el sonido de una trompeta llenara el recinto, se escucha una voz que pregunta: “¿Y de qué murió?”. Las obras para la construcción del metro ligero que seguirá el corredor vial de la avenida 80 de Medellín comenzaron ocho días después de la muerte de Karla Cristina, el 24 de julio del 2024. La Línea E irá entre las estaciones Caribe y Aguacatala, con un trayecto de 13.5 km. El proyecto va en un 34.2 % de ejecución y requiere la compra de 1239 predios a cargo de la Empresa de Desarrollo Urbano de Medellín (EDU), de los cuales 750 (60 %) ya fueron entregados. La obra impacta a 2848 personas, entre ellas, las moradoras y los moradores que aseguran que su salud se viene deteriorando hasta llegar, incluso, a desenlaces fatales. Según la comunidad, hay alrededor de 32 muertos después del anuncio del proyecto, además los avalúos y las ofertas han sido inferiores al valor comercial de sus casas. A esto se suma que quienes perdieron su sustento económico perciben más inseguridad al quedar rodeados de estructuras desocupadas y hoy ven en ruinas los hogares que dejaron. *** En el solar había árboles de mango, mandarina, guanábana, aguacate y uno de mamoncillo que nunca dio fruto. Lucía tenía la costumbre de montarse en ellos a jugar y Karla, ocho años mayor, la tarea de cuidarla. Un día se rompió una rama, Lucía cayó de espaldas y no sintió el cuerpo. Ambas lloraron asustadas, Karla la levantó y la calmó hasta que recuperó el movimiento. Cuando crecieron, la mayor se volvió más de la casa y su hermana más habladora y atrevida. Por eso en la adolescencia su madre le pidió a Lucía que cuidara a Karla y así lo hizo. Entre lágrimas, quienes conocieron a Karla recuerdan con gratitud y aprecio su sonrisa y su disposición a ayudar. Fue cercana a la Junta de Acción Comunal, participó en las reuniones con las instituciones y la comunidad y denunció las injusticias de la obra ante el Concejo y por medio de plantones, marchas y activismo en redes sociales. Preguntaba en un grupo de WhatsApp de afectados sobre las movilizaciones que llevaban a cabo y decía que se recuperaría para juntarse de nuevo, pero su deterioro fue rápido y el mensaje con la noticia de su muerte los tomó por sorpresa. Karla tenía diabetes y sufría de los riñones. Lucía la acompañó a sus controles los últimos cuatro años mientras la creatinina subía con el estrés: “Mi hermanita comenzó a decaer. Era la más vulnerable de la familia”. Karla lloraba por su casa y por no tener adónde ir, estaba enferma y desempleada. En junio, le dio una infección pulmonar, estuvo en cuidados intensivos y murió el 12 de julio. «Mi hermanita comenzó a decaer. Era la más vulnerable de la familia» Lucía Velásquez Juliana Machado, politóloga, psicóloga y terapeuta sistémica, explica que hay estudios que demuestran que el estrés agudiza o acelera las enfermedades, pero en el mundo clínico no hay consenso porque no es sencillo probarlo y el sufrimiento solo se valida cuando se diagnostica. Para Machado no es necesario un respaldo científico que asocie estas muertes y síntomas con las pérdidas por el proyecto, basta con los testimonios. “Que la gente haga énfasis en lo material tiene que ver con que percibe que la ciudad la está empobreciendo a propósito, y en un país con muy pocas redes de protección social eso genera angustia y una vulnerabilidad en términos de poder mantenerte vivo y seguro”, explica. Sin embargo, pese a las denuncias ciudadanas, ninguna institución ha investigado las afectaciones en la salud de los moradores. En 2021, cuando les socializaron el proyecto, Karla, Lucía y Juan David, su hermano menor, pidieron una asesoría con la EDU porque no eran propietarios, sino poseedores y eso dificultaba la sucesión. Les respondieron que era un trámite lento y les hablaron de expropiación. Otros familiares aparecieron para reclamar la propiedad, entonces los hermanos solicitaron una declaración de pertenencia por ocupación a nombre de Karla, pues fue la que siempre estuvo ahí. Pero en enero de 2024 se les notificó la expropiación administrativa del predio. Karla murió ese año y Lucía ya no puede prestar más dinero para pagar abogados. A finales del 2024 dejaron la casa que ocupó la familia por más de 110 años, una de las primeras de El Volador. Esa casa, erigida con tapia, y que ahora está demolida, recibió el primer televisor del barrio, fue sede de sancochos y novenas navideñas y fue la guardería que cuidó a varias generaciones por más de tres décadas. El patio con árboles frutales y la casa ahora son un lote baldío por el que evitan pasar y que Juan David prefirió no despedir. El día que Lucía y Alejandro, el hijo mayor de Karla, entregaron la casa a la EDU, una de las trabajadoras sociales dijo “mirá esta matica tan bonita”, la arrancó del solar y se la llevó. *** Jaime Alberto Lopera tiene 69 años, es alto y delgado, usa lentes, camiseta
¿Cambiar el mapa de Colombia? Cómo la gobernanza indígena en la Amazonía invita a imaginar un país distinto

Las Entidades Territoriales Indígenas (ETI) llevan 34 años en el limbo jurídico: la Constitución de 1991 las reconoció, los pueblos amazónicos ya las ejercen, pero el Estado aún no las formaliza. El racismo estructural, la resistencia al cambio y la burocracia han frenado el proceso en la Amazonía, limitando sus contribuciones para contener las amenazas que hoy la acechan. “Las narrativas del mundo donde solo el humano actúa, esa centralidad, silencia todas las otras presencias”.Ailton Krenak Foto: Felipe Rodríguez | Gaia Amazonas. El problema de los mapas es que convierten líneas, nombres y fronteras en verdades que damos por sentadas. Nos dicen, por ejemplo, que hay líneas imaginarias que separan territorios o ríos. También nos crean ideas de permanencia: el mapa oficial de Colombia ha sido prácticamente el mismo desde antes de 1991; así lo recordamos, así se enseña en los colegios. Y, sin embargo, ese mapa ha cambiado —y sigue cambiando— sin que el papel lo muestre. Basta mirar la Amazonía, donde entre 1985 y 2023 se talaron 3,8 millones de hectáreas de bosque, casi el tamaño de Suiza. Pero los mapas tienen otro problema: nos crean una ilusión de distancia que hace pensar que lo que ocurre lejos poco tiene que ver con nosotros. Para la mayoría de quienes vivimos en las ciudades, la Amazonía sigue siendo un lugar remoto, inhóspito, casi deshabitado. La imaginamos como un paisaje exuberante y verde, con animales exóticos y plantas diversas que nos mostraban en las clases de geografía cuando señalaban: “allá, la selva”. Pero ese mapa —mental y oficial— está a un paso de cambiar. La Constitución de 1991 estableció en el papel la creación de las ETI, una figura político-administrativa —una forma en la que se delimita, se administra y se gobierna un territorio—, que se sumó a otras ya existentes, como los municipios y departamentos. Las ETI se reconocieron para reflejar el país plural y diverso que es Colombia, pero también para responder mejor a las realidades en los territorios, donde los pueblos indígenas tienen una relación con el lugar que habitan muy diferente a la que tenemos quienes vivimos en las ciudades. Después de 34 años de espera, el Estado podría, por fin, reconocer algo que ya ocurre en la realidad: en la Amazonía, decenas de pueblos indígenas gobiernan según sus prácticas culturales y conocimientos. Estas formas ancestrales de gobernanza han sido esenciales para preservar el bosque tropical más extenso y mejor conectado del mundo y proteger sistemas vitales como los “ríos voladores” que llevan lluvia desde el océano a los Andes y surgen del vapor de agua que se libera en la atmósfera, y que influyen en los patrones de lluvia y la disponibilidad de agua dulce. Imagen aérea del río Mitú. Foto: Felipe Rodríguez | Gaia Amazonas. Actualizar el mapa de Colombia con las ETI no solo salda una deuda histórica; es, sobre todo, una apuesta por la supervivencia de todos. Esto es posible porque en 2018, un decreto ley precisó las condiciones necesarias para formalizar esos gobiernos, específicamente para los departamentos de Amazonas, Guainía y Vaupés —lo que se conoce como la Amazonía oriental, fronteriza con Venezuela y Brasil—, donde hay “áreas no municipalizadas”, una figura inexistente en la ley, pero común en el habla cotidiana, que se refiere a territorios indígenas que no hacen parte de ningún municipio. “El tema de las ETI para nosotros es muy importante porque es una herramienta para la protección del territorio, es ese blindaje al territorio; nos ayuda a ser autónomos, a ejercer la libre determinación, a que gobernemos de acuerdo a nuestro Plan de vida”, dice Kenny Johana Yucuna, secretaria de las Mujeres dentro del Consejo Indígena —la instancia de gobernanza— del territorio Mirití Paraná, en el departamento de Amazonas. “Va a ser algo histórico”, dice Yucuna. Habla del momento en el que las ETI, por fin, se formalicen después de tantas trabas y burocracias administrativas. Para eso han trabajado desde hace años y por esa razón, cada cierto tiempo, ella y otros líderes amazónicos, deben viajar a Bogotá desde sus comunidades para reuniones con funcionarios públicos, cooperantes y aliados. Cada vez que sale, Yucuna tiene que navegar desde su comunidad Mamurá hasta La Pedrera, un viaje de 12 horas en lancha por el Mirití Paraná y luego por el Caquetá, dos ríos que serpentean en medio de la selva. Las múltiples tonalidades de verde la acompañan en el camino por donde suben y bajan embarcaciones con pasajeros y provisiones. Tras el largo viaje llega a La Pedrera, la población más grande de esta zona. Ahí hay una pequeña pista de aterrizaje desde donde, al día siguiente, toma un vuelo de 45 minutos rumbo a Leticia y después otro, de una hora y 40 minutos, a Bogotá. Mirití Paraná, de donde es Yucuna, es uno de los cuatro territorios indígenas que integran el Macroterritorio de los Jaguares del Yuruparí. Los otros son el Yaigojé Apaporis, el Pirá Paraná y el Río Tiquié, agrupados en esta instancia de coordinación que se formalizó en marzo de 2024. En estos cuatro territorios, que buscan constituirse como ETI, habitan más de 30 pueblos indígenas, como los Yucuna, Matapí, Tanimuca, Letuama, Itano, Miraña, Cubeo, Uitoto, entre otros. Tres de esos cuatro territorios, sumados a los de Bajo Río Caquetá y PANI, todos ubicados en Amazonas y Vaupés, están entre los que más avances registran en el camino para formalizarse como ETI. Esto luego de la expedición del decreto ley 488, del 5 de mayo de 2025, que permitió avanzar en temas que estaban pendientes. Entre el 6 y el 21 de mayo, la Dirección de Asuntos Étnicos de la Agencia Nacional de Tierras (ANT) expidió seis actos administrativos que certifican el tamaño y límites de cada jurisdicción, las proyecciones poblacionales del DANE y otros detalles necesarios para formalizar las ETI. Pero aún falta que el gobierno les dé luz verde tras procesos de socialización y “diálogos interculturales” que deben realizarse con otros actores locales. El viceministro del Interior, Gabriel Rondón, quien ha estado al frente de los diálogos