El Arca de Laura

Fotografía de Laura con perro de servicio

Para llegar a la casa de Laura manejé dos horas. El camino a El Retiro fue largo, pero no incómodo. Sabía que allá, al final de esa carretera, me esperaba alguien que, como yo, ha sentido que no encaja. Que ha tenido que inventarse su lugar en un mundo que a veces exige demasiado. Su casa se llama El Arca. Su nombre le queda perfecto. Un arca representa resguardo, protección y conservación de algo valioso. Me recibió descalza. Parecía tímida, pero cuando me habló descubrí en ella una seguridad que no necesita adornos. Sabía lo que quería decir, sabía lo que quería mostrarme. Enseguida me di cuenta de que no era una entrevista tradicional: esto iba a ser más una conversación entre dos personas que entienden la calma de estar con un animal. Rodeamos la casa y, de repente, sin previo aviso, Laura gritó: “¡Suelten a las bestias!”. Y las soltaron. Como si abrir la puerta de la casa fuera también abrir la puerta del vínculo. Cinco perros entraron como torbellinos: Trufa, una perrita cruzada con goldendoodle; Vasco: un pastor ovejero australiano con cara de rottweiler; Lola, una pastor shetland café que me ladró por unos segundos antes de apoyar sus patas sobre mis piernas; y Blue, otro pastor, su perro de servicio, que me escaneó con la mirada antes de sentarse a mi lado. Ladró, me analizó y luego me olfateó con confianza. La única que se acercó sin miedo fue Zora, la labradora que Laura entrena para donar a alguien que la necesite. Ella, con su tranquilidad inocente, se subió al sofá y se ubicó al lado mío como si me conociera de toda la vida. Mientras tanto, Laura se acomodaba como podía: con los brazos cruzados por debajo de las piernas, en una especie de posición fetal invertida. A veces abrazaba una almohada. A veces uno de los perros se recostaba sobre ella. Otro sobre mí. Y todo, sin que nadie dijera nada, se sentía en orden. Laura tiene 24 años. Es entrenadora de perros de asistencia. También es autista, lo que algunas personas llaman de “alto funcionamiento”, pero eso no la define. En el espectro autista caben muchas formas de sentir y aprender, y la suya está hecha de observación, calma y atención a los detalles que otros pasan por alto. Para ella, aprender no siempre ha sido cuestión de apuntes o exámenes: es mirar cómo un perro respira, cómo se mueve, cómo cambia su postura. Esa forma de aprender, más sensorial que académica, ha sido su mayor fortaleza como entrenadora. Sabe que no todos los perros pueden ser entrenados. Sabe que las gallinas también dan besos. Que los gatos no necesitan a nadie, pero se quedan si quieren. Y que las cabras encuentran el camino de regreso a su hogar como Malteada Waze, la cabra enana que al principio debía vivir en casa de su vecino, ya que el padre de Laura no estaba muy contento con la idea de tenerla, y que se memorizó el camino de vuelta dos veces y apareció en El Arca para no dejarla nunca más. Malteada únicamente se deja acariciar de Laura, no le teme, no le huye. Laura intentó estudiar veterinaria. Tenía todo para hacerlo: la sensibilidad, el conocimiento, el vínculo con los animales. Pero el sistema no estaba hecho para ella. Ni para las demás personas neurodiversas. Quienes tenemos cerebros inquietos, que se apagan con el ruido o se aceleran sin freno, lo sentimos en la piel: la academia puede ser un lugar hostil. No es solo una incomodidad: es una forma de violencia muda, que normaliza el fracaso de quienes aprendemos distinto. “Me paralicé antes de entrar a un parcial, me lo sabía todo, pero no pude entrar”, me dijo. No es una metáfora: se quedó afuera. Su cuerpo no respondió. El pánico lo congeló todo. Y eso que ya habían intentado hacerle ajustes: pasar de lo escrito a lo oral, cambiar la forma, no el fondo. Pero no fue suficiente. Nadie enseña a los profesores cómo acompañar a una mente que no encaja en los moldes. Cuando me contó que eligió dejar la veterinaria para dedicarse al comportamiento animal, entendí que no estaba renunciando. Estaba eligiendo sobrevivir. Estaba eligiendo su forma de aprender. En el zoológico Laura observaba. Aprendía viendo, sin presiones. Ahí se reencontró con el amor de siempre: no los animales en general, sino la forma en que se comportan, en que se relacionan, en que te enseñan sin hablar. Esa observación paciente, que para otros podría ser aburrida o lenta, es su manera natural de aprender. Muchos rasgos asociados al espectro autista -como la atención al detalle, la memoria visual o la sensibilidad a los cambios- se vuelven, en sus manos, herramientas de entrenamiento. Laura no solo mira: registra patrones, anticipa reacciones, encuentra lo que pasa desapercibido para la mayoría. Y más adelante, cuando un psiquiatra le propuso que entrenara perros de asistencia, su mundo se abrió. Se acreditó como entrenadora. Se especializó, y ahora sueña con crear una academia y una fundación para donar perros entrenados a personas que los necesiten de verdad. “Lo importante es que el perro y la persona estén bien”, me dijo, y no era una frase decorativa. Laura habla desde la lógica del bienestar: no entrena a un perro que no quiera ser entrenado. No se queda con una persona que no trabaje con su animal. No romantiza el vínculo, lo cuida. Y eso también la cuida a ella. En la conversación, inevitablemente, salió el tema de la muerte. ¿Cómo no iba a salir, si Laura ha vivido con tantos animales? Le pregunté cómo maneja las pérdidas. Me miró con la misma naturalidad con la que me dijo que Blue le ayudaba a calmarse en lugares concurridos. “Lloro. Claro que lloro. Me da la llorada… y a los cinco segundos digo: ya se murió, ya no hay nada que hacer”. No hablaba desde la frialdad, sino desde una serenidad rara: ha entendido que la tristeza