La migración en Necoclí: A 3754 kilómetros del “sueño americano”

Necoclí solía ser, sobre todo, un destino turístico frecuentado por personas que buscaban vacacionar. Ahora es una parada en la odisea de miles de migrantes que día tras día salen de allí con la esperanza de llegar a Estados Unidos. Dos profesores y 23 estudiantes de Periodismo de la UdeA estuvieron allí a finales de enero de 2024 para investigar sobre la crisis migratoria. Cada día salen lanchas como esta cargadas de migrantes. Quiénes van en cada una y hasta dónde llegan depende de cuánto puedan pagar. Foto: José Manuel Holguín. El mar Caribe se llevó tres vidas la tarde del 29 de enero de 2024. Una lancha en la que viajaban 41 personas se volcó y hundió cuando atravesaba el espacio marítimo de Unguía, Chocó. Las víctimas mortales del accidente fueron dos niños y la madre de uno de ellos. Así nos recibió Necoclí. Desde allí hacia la selva del Darién salen 1000 y 1200 migrantes al día, según Wilfredo Menco Zapata, personero municipal. Pero llegar a Necoclí no es sinónimo de subirse a un bote hacia el Darién; para eso hay que tener dólares. No todos los migrantes cuentan con el dinero que los «guías» exigen para transportarlos, su mejor alternativa es vivir en la playa hasta conseguir el dinero que les falta. Dormir así, vivir así El paisaje en el Malecón de las Américas, playa de Necoclí, es el de cientos de carpas armadas junto al mar. Cuerdas y ramas de árboles sirven para colgar la ropa. Los «colchones» son tapetes de los que se usan para hacer yoga. Si están bien equipados, el techo es un plástico que los protege de la lluvia. «Lo más duro de todo esto es dormir así, vivir así», dice Maryelbis, migrante venezolana que vive a la orilla del mar. En la playa hay quienes viajan solos y quienes viajan en grupos grandes, a veces de amigos, otras veces de familias; todos a la espera de conseguir el dinero para irse. En la familia de Mariel son nueve en total: cinco adultos y cuatro menores. Su migración empezó hace cinco años, cuando dejaron Venezuela y se fueron a Perú. Allí no encontraron la vida que buscaban, por lo que decidieron emigrar a Estados Unidos. Están varados en Necoclí porque al llegar no tenían el «impuesto» que cobran los grupos armados que controlan la zona, así que tuvieron que reunir esa plata allí. Mientras algunos de la familia trabajan en el pueblo, los demás piden limosna. Con eso hacen suficiente para sobrevivir y juntar de a poco lo necesario para irse. Al momento de este reportaje, solo les faltaba el «impuesto» de una persona para poder viajar. Aunque la playa es un lugar duro para vivir, hay personas y organizaciones que tratan de hacer este tránsito más fácil para el migrante. Las Hermanas Franciscanas de María Inmaculada, de la arquidiócesis de Apartadó, son cuatro monjas que, entre otras cosas, crearon un comedor donde cientos de migrantes comen cada día. Funciona con recursos de la arquidiócesis, la ayuda de las mujeres que cocinan a diario y de las voluntarias que hacen el proceso de registro de los migrantes para que reclamen su almuerzo. Ana Fajardo es la monja que menos tiempo lleva en Necoclí, apenas 10 meses para ese momento. Es de Pasto, pero ya recorre el territorio como si fuera local. Mientras caminaba, migrantes, policías y habitantes le pedían la bendición; hasta un cambista que cargaba con un gordo fajo de dólares en sus manos se inclinó a su paso para ser santiguado. También está la Tienda Humanitaria que regala implementos de higiene personal. A diario llegan entre 60 y 80 personas y allí les entregan los artículos que manifiesten necesitar. Esta es una de las iniciativas del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) en Necoclí, así como tres tanques de agua potable (ver página 12). Un padre con dos niños en brazos llegó a la tienda. Le entregaron papel higiénico, crema dental y jabón; además, le dieron un fular portabebés. Le enseñaron cómo doblarlo y, una vez lo amarró a su pecho, cargó al niño menor en él para probar que funcionara; el niño de cabellos dorados reía mientras su padre lo acomodaba; cuando por fin estuvo bien, el padre lo miró y sonrió, le besó la frente y salió con él en su pecho y su otra hija agarrada de la mano. Mariel comenzó a migrar hace cinco años con su familia. Fueron hasta Perú, pero al no encontrar lo que buscaban emprendieron hacia Estados Unidos. Foto: Juan Felipe Restrepo. Niñez en tránsito De cada 10 migrantes, tres son mujeres lactantes con niños en brazos, según el personero Menco. Y de acuerdo con Unicef, entre enero y octubre de 2023 cruzaron por Necoclí 99.995 menores de edad. En Necoclí los niños saben que van de paso y que su destino es Estados Unidos. Pueden estar un día jugando en la playa con otros niños, y al otro subidos en una barca rumbo al Darién. Para quienes no se han ido es normal verlos irse, y para los que se van, parece que no les duele hacerlo. Aunque para muchos de ellos el viaje puede ser como una aventura, están más expuestos a los riesgos del camino y migrar con ellos puede ser más difícil para los adultos que los llevan. La iniciativa Espacios Seguros de la organización Goal es un intento por brindarles a los niños un lugar apropiado en medio de tanto caos. De lunes a viernes, Geraldyn Mendoza, psicóloga del proyecto, acomoda las mesas y sillas coloridas para iniciar las actividades. Allí juegan, aprenden un poco, se conocen entre sí y comen un refrigerio que para algunos es su desayuno. Los niños llegan temprano para ayudarle a Geraldyn en la tarea. A este espacio, que va de nueve a 11:30 de la mañana, pueden llegar a asistir más de 50 y hasta más de 90 niños. Siempre tiene que ir un padre o acudiente. Algunos se quedan con
Conservar la esperanza mientras se arriesga la salud en la migración

En los últimos tres años, Necoclí ha sido punto de convergencia para cientos, y a menudo miles, de personas que se encuentran en proceso de migración por la selva del Darién. La mayoría se amontonan en las playas, lo que genera problemas de salubridad que están siendo abordados por diversos organismos. Las pequeñas huellas de Haziel y Pablo quedan marcadas en la arena mientras exploran el lugar en el que permanecerán durante varios días. Haziel tose ligeramente, lo que indica que aún tiene secuelas de la enfermedad que lo afectó hace apenas unos días. Milei y Bresia, sus padres, los observan y se aseguran de que no se alejen. Esta familia dejó atrás su hogar en la selva del Perú para adentrarse en lo desconocido, en busca de lo que para ellos es un futuro mejor. Ahora están en una playa de Necoclí, en el Urabá antioqueño. Milei es venezolano, mientras que Bresia y los niños son peruanos. Pablo tiene cinco años y Haziel tres. Antes vivían en Atalaya, en el departamento amazónico de Ucayali, donde él trabajaba como soldador y ella como mesera. A pesar de sus dos ingresos, no lograban reunir suficiente dinero para sobrevivir. Decidieron que querían probar suerte en Estados Unidos, por lo que vendieron la mayoría de sus pertenencias y emprendieron el viaje con la esperanza intacta. El trayecto de seis días en bus desde Perú hasta Colombia no fue fácil: lidiaron con conductores poco amables que querían cobrarles por los niños, aunque los llevaran cargados, pasaron por Lima, atravesaron Ecuador, llegaron a Cali y terminaron en la playa de Necoclí el 25 de enero de 2024. El lugar que los recibió está a la orilla de un mar amarronado que mezcla las aguas del Caribe con las del río Atrato y es un punto estratégico para quienes se atreven a cruzar el tapón del Darién. Según Migración Colombia, en enero de 2024 hubo 26.196 salidas de personas desde Necoclí. Milei y su familia se quedan en la playa Malecón de las Américas, donde improvisaron un refugio con una carpa y algunos plásticos. Este lugar es el punto de reunión para cientos de migrantes, quienes duermen en carpas y hamacas dispuestas unas junto a otras. Allí también está Mary, una de las tantas personas que han permanecido en el municipio durante meses mientras reúnen el dinero necesario para continuar. Llegó desde Venezuela con su hija Susi y llevan más de un año en Necoclí. La carpa de Mary está a varios metros de la de Milei y los suyos. Es 31 de enero. Esta mañana, como siempre de lunes a viernes, reciben la visita de las Hermanas Franciscanas de María Inmaculada. Una de ellas es Ana Alicia Fajardo; ella y sus tres compañeras recorren la playa para interactuar con los migrantes y «brindarles un mensaje de esperanza» junto con un ficho que les permitirá recibir un plato de comida. El alimento se distribuye en una casa de la iglesia. Bajo un intenso sol de mediodía los migrantes caminan de 15 a 20 minutos desde la playa hasta allí. Cada uno lleva algún recipiente para recibir la comida mientras que, en la casa, varias mujeres la preparan. Las ollas están llenas de alimentos para un poco más de 300 personas. A la una de la tarde, el almuerzo está listo. Ordenados en fila, pasan a recibir sus porciones, que hoy son de arroz con lentejas y guandolo. Desde hace meses está en construcción un comedor en un terreno perteneciente a la diócesis de Apartadó. Gracias a estas ayudas, Mary y su hija no han pasado hambre. Ella se gana la vida colocando cartones sobre las motocicletas para protegerlas del sol, y por esto recibe algunas monedas. «Las hermanas nos brindan mucha comida. Gracias a ellas y a Dios no pasamos hambre aquí», dice mientras sonríe. Los sábados, la iglesia protestante Catedral de la Fe provee los alimentos. Los domingos, los migrantes deben procurarse su comida, ya que las organizaciones descansan. Mary cuenta que esos días va a una pollería donde le regalan algo para comer. La hermana Ana es originaria de Nariño. Su vocación la trajo a esta zona en 2023 para brindar acompañamiento y apoyo a “los hermanos migrantes”, como los llama. Foto: Juan Felipe Restrepo Cano. Un hospital insuficiente Pablo y Haziel tienen sus estómagos llenos. Esto alivia a sus padres, quienes no pueden evitar sentir preocupación por ellos. El que más los inquieta es Haziel, que en los últimos días ha tenido tos y dificultades para respirar. Milei lo llevó a la Cruz Roja, donde lo examinaron y le brindaron algunos medicamentos. Ahora, la tos ha disminuido, pero la curiosidad del niño va en aumento. Está en la etapa de querer descubrir, tocar, oler y llevarse a la boca todo lo que encuentra, por lo que Bresia está pendiente de él y le retira lo que podría representar un peligro. En 2021, la Cruz Roja estableció un puesto de salud en la playa para brindarles servicios médicos, enfermería, primeros auxilios, apoyo psicológico y medicamentos a los migrantes varados en Necoclí. Antes de eso, la atención a los migrantes era diferente, como anota monseñor Hugo Torres, quien entre 2014 y 2023 fungió como obispo de Apartadó y ahora es el arzobispo de la arquidiócesis de Santa Fe de Antioquia. Durante su gestión en Urabá, Torres lideró acciones para defender los derechos de los migrantes en el territorio, con la coordinación de recursos internacionales y la colaboración de los gobiernos locales para proteger a esta población. Monseñor Torres se destaca como una voz comprometida con la defensa de los derechos de los migrantes en esta región. Desde Santa Fe de Antioquia, sigue interesado por la situación. Recuerda que hasta antes de la llegada de la Cruz Roja, la diócesis se encargaba de cubrir los gastos de atención médica de los migrantes en el hospital, donde si bien se les brindaba atención en caso de urgencias, no se les garantizaban otros servicios. No olvida el caso de una
Ganarse la vida antes de cruzar el Darién

De los migrantes que pasan por Necoclí, muchos permanecen allí durante semanas. En su búsqueda de una vida más digna, trabajan para completar lo que cuesta el viaje y, de paso, sobrevivir. Venden empanadas, arepas, cocos, bebidas, ropa de segunda, carpas; también reciclan, limpian la playa, hacen cortes de pelo y delinean barbas; lo que toque, lo que puedan, casi siempre en la informalidad. Con el sustento del día a día esperan ahorrar suficiente para calibrar las brújulas que apuntan a Norteamérica. https://www.youtube.com/watch?v=T34TgLcaVW8 Carlos y Juan: juntos hasta el que sea su destino Diego Fernando Vega Granados / dfernando.vega@udea.edu.co Una frase fue suficiente para que Carlos Amoroso aceptara migrar: “Vámonos para Estados Unidos”, le dijo su amigo Juan García al darse cuenta de las pocas posibilidades de progreso que tendrían en su país, Venezuela. La respuesta fue un sí rotundo. Cuatro días después ya estaban en el Urabá antioqueño, con solo 120 dólares y la sorpresa de que antes de la selva del Darién había una playa en un municipio llamado Necoclí. Sabían que ese dinero no era suficiente, así que decidieron montar un negocio en el que solo dependieran de ellos: vender empanadas. No sabían hacer la masa ni dónde conseguir el carrito; no sabían cómo ni dónde iniciar, pero lo hicieron. El compatriota venezolano que los ayudaría a cruzar a Panamá les consiguió un puesto por 20.000 pesos al día, y con poco conocimiento, pero muchas ganas, empezaron. Juan aprendió de a poco a hacer la masa, mientras que Carlos recordó las recetas que sabía para preparar el relleno. Juan García tiene 34 años y es ingeniero de minas. Trabajaba en una mina junto con su familia en Esequibo, territorio de Guyana fronterizo con Venezuela, hasta que el año pasado, según cuenta, el Gobierno venezolano tomó el control sobre este y lo paralizó todo. De tener semanas en las que podía sacar de 30 a 40 gramos de oro, pasó a no tener empleo fijo y a rebuscarse el dinero vendiendo repuestos de carros. Llegó a buscar trabajo en Caracas en enero del 2024 y un día, mientras compraba dólares, decidió irse. Necesitaba compañía para lograrlo, así que contactó a su amigo del barrio, Carlos Amoroso, quien a sus 54 años y pese a ser pensionado de la Alcaldía, pasaba por un mal momento económico. El salario solo le alcanzaba para mantener a su niña de 13 años, su niño de 12 y su esposa, mientras vivían “de arrimados” en la casa de la suegra. Juan recuerda que cuando vivía en Casanay (estado Sucre), un tío suyo le negó una cerveza a Carlos, a pesar de que se habían criado juntos. Según Juan, la razón fue que Carlos estaba mal económicamente. Para él eso fue una humillación y sabía que, si seguía en su ciudad, le podía pasar lo mismo. Por eso, ya en Caracas, pensó en él para que se fueran. Le envió dinero para que llegara allí y al día siguiente iniciaron el viaje. *** Juan amasa y amasa la harina. Son las 10 de la mañana de un día opaco de finales de enero. La noche anterior intentaron dormir en la playa, pero los mosquitos no los dejaron. Cuando llegaron, unos días antes, pagaron hotel, pero cuesta 60.000 pesos por día y no pueden sacrificar el ahorro de 20 empanadas. Se levantaron a las cinco de la madrugada y los clientes, en su mayoría venezolanos que migrarán a Estados Unidos, acabaron con la segunda tanda de la mañana. Aplasta la masa, agarra una cucharada de relleno de pollo y la agrega. Cierra la empanada con una tasa, quita el exceso de masa, le da forma de luna y la pone en el aceite. Carlos está pendiente de que quede de un dorado perfecto y bien cocinada por dentro para pasarla a los clientes. Llevan solo cinco días vendiendo empanadas frente a la playa donde los migrantes esperan las lanchas para ir hacia Capurganá y ya se dieron cuenta de la rentabilidad del negocio. Para Carlos, las personas tienen que trabajar para conseguir lo que quieren: “Algunos de los migrantes se acostumbraron a dormir en carpa, a que les den la comida y no van a trabajar ni nada. Las personas tienen que trabajar para conseguir lo suyo”. Mientras el aceite frita las últimas empanadas de la mañana, Juan empieza a recoger los materiales. Comenta que no tenía pensado que su esposa se fuera para Necoclí, pero, como ahora están trabajando, le dirá que la va a esperar para que los tres se vayan o se queden. Entretanto, Carlos voltea con una pinza las empanadas que quedan en el aceite. Su propósito es trabajar duro para conseguirle una vivienda a su familia en Venezuela. Piensa en volver. Dice que si le gusta el sueño americano, se queda hasta completar el dinero para la casa y el carro, más un capital para iniciar un negocio en su país. Si el norte no es lo que les han dicho, dinero y oportunidades, están dispuestos a regresar, trabajar de nuevo en Necoclí y buscar un apartamento en arriendo. García lo tiene claro: “El migrante, donde le vaya bien, ahí se queda”. Venden las últimas empanadas y se sientan a descansar sin saber cómo les va a ir en la siguiente jornada, si dormirán en la playa junto con los mosquitos esa noche o si lograrán pasar el Darién. No tienen afán, van tranquilos esperando que todo se les dé. Están seguros de que seguirán juntos en esta travesía. Para donde va el uno, va el otro. https://www.youtube.com/watch?v=IEERy1bASLA Leidy: enfrentar la propia vida Juan José Gómez Agudelo / juanj.gomez2@udea.edu.co Son las seis de la mañana y, aunque cuesta levantarse de la colchoneta por el peso del trasnocho, toca empezar el día. La brisa salada azota las paredes de la carpa, el piso está lleno de arena y aún quedan algunos de los zancudos que no dejaron dormir. Leidy* y su familia salen al comedor comunitario. Luego regresan a la