Educación y GenZ, esa conversación incómoda – Editorial

Es un momento crítico. Por eso, es necesario encontrar códigos que nos permitan entendernos y encausar esta discusión. Hasta el proyecto de universidad como lo conocemos está en riesgo y quizás sea necesario construir y acordar uno nuevo. Las descripciones sobre una generación se parecen mucho a los horóscopos que otorgan ciertas características a grupos de personas basadas en lo aleatorio de una fecha de nacimiento. Sin embargo, esas formas de etiquetar, que a su vez crean relatos que se transforman en identidades, tienen cierta utilidad. Requerimos de las categorías para entendernos, tanto como de la crítica permanente hacia las generalizaciones, los prejuicios, las injusticias, las cadenas y las condenas que esas etiquetas pueden entrañar. Hablar de los centennials o Generación Z –como ha sido con los millenials– encarna ese riesgo de reproducir como universales características que no lo son; de desdibujar las experiencias particularísimas de cada individuo en su contexto histórico y social, en su experiencia única, personal e intransferible. Esa es la primera salvedad necesaria para encarar una discusión urgente: ¿cómo nos estamos relacionando con la GenZ y sus necesidades en el sistema educativo? Y ¿cómo los GenZ se están adaptando a las demandas que este les impone? No son preguntas caprichosas: cualquiera involucrado en procesos pedagógicos podrá dar cuenta de las tensiones crecientes que implica esa relación, sobre todo si lo hace desde la docencia; y podrá confirmar que no es una preocupación abstracta, que se hace cada día más concreta, tanto desde los descalificativos que se refieren a una «generación de cristal», hasta aquellos que, aún con torpeza, tratan de adaptar sus métodos de enseñanza. Lejos de definir cómo son quienes nacieron más o menos entre 1995 y 2010, es posible describir en qué contexto crecen: un mundo hiperconectado en el que las desigualdades se convierten en barreras de acceso para millones; una multiplicación exponencial de información y contenidos que parecen «al alcance de la mano», pero nos llegan con la mediación tiránica de los algoritmos y las inteligencias artificiales; un quiebre radical respecto a las narrativas ideológicas de la modernidad que nos avoca a una crisis permanente de sentido; una desmaterialización de los entornos laborales y educativos que parece avanzar más rápido que nuestra capacidad de adaptación; una emergencia climática que podemos seguir minuto a minuto, pero frente a la cual no se han tomado decisiones drásticas para frenarla; y un largo etcétera que incluye nuevas guerras, pandemias y tantas otras herencias que las generaciones más adultas les han dejado a las jóvenes para que resuelvan… si pueden. Esta generación representa un quiebre en la relación con el conocimiento. Así lo sugiere el quiebre en el efecto Flynn, un fenómeno de aumento de la inteligencia que se mide por medio de ciertas pruebas, que ha sido significativo y sostenido desde 1930 en países como Estados Unidos y Noruega. Varios estudios, principalmente del norte global, señalan que ese efecto se estancó e incluso reversó en las últimas dos décadas. En una simplificación riesgosa, esto significaría que los nativos digitales son «menos inteligentes». Pero hay que insistir en que se trata de unas pruebas específicas que son insuficientes para medir todo lo que la inteligencia implica. La contracara de esa conclusión puede leerse en la advertencia que el filósofo francés Michel Serres hacía en Pulgarcita (2014): las generaciones más jóvenes piensan distinto: «Estos niños viven, pues, en lo virtual. Las ciencias cognitivas muestran que el uso de la red, la lectura o la escritura de mensajes con los pulgares, la consulta de Wikipedia o Facebook no estimulan las mismas neuronas, ni las mismas zonas corticales que el uso del libro, de la tiza o del cuaderno. Pueden manipular varias informaciones a la vez. No conocen, ni integran, ni sintetizan como nosotros, sus ascendientes. Ya no tienen la misma cabeza«. Reconocer el trecho entre acusarles de ser menos inteligentes y comprender que piensan distinto puede enmarcar mejor esta discusión, pero es necesario entender ese cambio en la forma de pensar. Hay nuevos sistemas de valores, más sensibilidad frente a la salud mental y la necesidad de equilibrar el trabajo con otras dimensiones de la vida; también sobre las identidades sexuales y de género y sobre la emergencia climática. Y, por supuesto, hay un cambio de actitud frente al sistema educativo que implica que menos jóvenes incluyen la educación superior tradicional en su proyecto de vida. En 2019, el filósofo y experto en educación Francisco Cajiao lo señalaba así para Razón Pública: «Las historias de jóvenes que se vuelven ricos de la noche a la mañana con un canal de YouTube, diseñando una aplicación o con una idea interesante hacen mella en quienes necesitan una excusa para no embarcarse en proyectos difíciles y de largo plazo». Según Cajiao, en la última década dejó de aumentar el número de matriculados y las universidades comenzaron a perder estudiantes. En la UdeA, por ejemplo, han decrecido los aspirantes: para el 2020-I, antes de la pandemia, fueron 50.490, mientras que para 2023-II fueron 27.119, casi la mitad. Pero quizás el «cambio de cabeza» aluda a algo más profundo. El filósofo y profesor tunecino Pierre Lévy –alumno de Serres– plantea cuatro revoluciones culturales: la escriba, la alfabética, la tipográfica y la algorítmica. La tipográfica parte de la invención de la imprenta y se corresponde con la revolución industrial y con la aparición del Estado-nación. También con la creación de la escuela moderna, masiva, obligatoria y con programas homogeneizados. Hoy atravesamos la revolución algorítmica. Es el momento de la economía de la información y de las humanidades digitales; también de la transformación hacia una inteligencia colectiva que se nutre de la individual mediante la «memoria común». Este momento implica otros relacionamientos en los que estar cerca de una fuente de conocimiento pierde relevancia. Como llama la atención Lévy, «el problema es repensar la educación en este entorno». ¿Significa que universidades como la nuestra caducaron? ¿Basta con volcar los esfuerzos hacia la integración de plataformas tecnológicas como nuevos canales para viejos discursos? ¿Es momento de