Huellas en el concreto: el zorro perro y su lucha por habitar el valle que ya no reconoce

41 es la cantidad de zorros perro que ingresaron al Centro de Atención y Valoración de Fauna Silvestre (CAV) entre enero del 2024 y agosto del 2025. 15 de ellos víctimas de atropellamiento y 8 casos por moquillo. Los zorros perros son una especie de cánido que habita el Área Metropolitana del Valle de Aburrá y que cada vez más sufre las consecuencias de la ciudad: enfermedades, accidentes y ataques. Entre enero de 2024 a agosto de 2025, el CAV ha recibido 380 animales por causa de atropellamiento. Foto: Jannín Cortés Martínez. Muchos lo confunden con un perro; más bien diría que parece un perro ”agatado”. En cuestión de tamaño, es muy grande para ser gato, pero tiene ojos felinos. Tiene un hocico como el de los perros, ligeramente puntiagudo. Su pelaje es grisáceo, como manchado, y entre sus diferentes capas de pelo parece que se asoma un color negro. En la capa más superficial de su melena es de color gris, y desde su cuello hasta su cola lo recorre una línea oscura. En fin, su pelaje no es homogéneo: tiene partes rojizas, unas más claras y otras más oscuras. Si lo viera pasar, así de reojo, rápidamente, diría que es un perro mestizo, más bien mediano, muy delgado y con pelaje corto. Un perro que no es un perro. El Cerdocyon thous, el zorro cangrejero o zorro perro, habita nuestras tierras: el centro de Panamá, Colombia (exceptuando el sur), Venezuela y Brasil. Puede vivir en todos los pisos térmicos y casi en cualquier hábitat, incluyendo los del Valle de Aburrá. El zorro cumple un rol ecológico fundamental: actúa como dispersor de semillas, contribuyendo a la reforestación natural, y regula poblaciones de pequeños mamíferos como roedores, previniendo así desequilibrios en la cadena alimenticia y brotes de plagas. Sin embargo, habitar la ciudad viene con sus propios riesgos: caminos de cemento que cortan el verde del monte al que están acostumbrados; los roedores, su principal alimento, que vienen con un invitado inesperado, los rodenticidas; y sus nuevos vecinos, los animales domésticos, que parecen no querer compartir más que enfermedades para las que sus cuerpos no están preparados. Atrapados entre ruedas El pequeño zorro es arisco y astuto. Sabe que en la urbe puede obtener alimento fácilmente y decide adentrarse cada vez más en ella, aunque nunca han vivido alejados de la ciudad, dentro han visto una oportunidad. Tiene la capacidad de moverse por diferentes lugares y se adapta a sus condiciones. Hace más de una década que vive entre los habitantes del área metropolitana. Juan Manuel Obando, ingeniero forestal que ha estudiado y rastreado el tema de animales y carreteras en el Valle de Aburrá, afirma que los primeros registros son de 2010, pero desde 2018, y con la pandemia en 2020, tuvieron un auge en la fauna local, pues aprovecharon la disminución de actividad humana y se acercaron al centro. Viven entre las laderas y los cerros tutelares; normalmente tienen sus madrigueras en zonas con más vegetación, en donde pueden tener un área segura y sin tanto movimiento humano, pero en las noches se mueven en busca de alimento. Su capacidad de desplazamiento es notable: un estudio de telemetría del Área Metropolitana con estos animales registró a un animal que recorrió 10 kilómetros en apenas unos días. A partir de las 6 de la tarde salen de sus madrigueras, a unos pocos pasos están las grandes avenidas que caracterizan el desarrollo de una gran ciudad, y al intentar atravesarlas se encuentran con su primer gran riesgo: ser atropellados. Como el caso de una hembra que fue atropellada el 27 de agosto de 2025 mientras intentaba cruzar una vía en Barbosa y que tuvo que ser sometida a una cirugía ortopédica después del impacto con el vehículo prófugo. Al ingreso se encontraba adormilada con temblores generalizados y sin sonidos anormales. El animal estaba postrado: fue lo que quedó registrado en la historia clínica: zorra de Barbosa. Foto: Área Metropolitana Valle de Aburrá. Lejos de ser un incidente aislado, esta zorra representa lo que le sucede a muchos de estos ejemplares que viven en el Valle. En lo que va del 2025, el CAV ha recibido 22 zorros cangrejeros, de los cuales 7 sufrieron atropellamientos, y solo dos sobrevivieron. Los 15 restantes fallecieron por causas desconocidas que describen como “hallazgos en vía pública de los cuales no se tiene certeza exacta”. En el 2019 veterinarios e ingenieros de la Unal realizaron el primer registro de un zorro que murió al intentar cruzar la vía que separa el campus de la Universidad Nacional y el Cerro El Volador. Foto: Christian Arango. Los dos zorros que permanecen en el recinto del CAV albergan una frágil esperanza. Dentro de él, se recuperan de sus heridas y esperan por su objetivo: volver a la libertad. Uno de ellos es la hembra que llegó de Barbosa con el cuerpo marcado por el asfalto: su historia comenzó con la llamada de auxilio de los bomberos, que activó el protocolo de rescate del Centro. Tras su traslado, la radiografía reveló una fractura en el húmero derecho y una inflamación en el ojo, lesiones directas causadas por la velocidad del vehículo que la atropelló. La zorra llegó pesando 4,9 kg, sin moverse, “postrada” en la camilla en donde la examinaron. Después del diagnóstico, el 2 de septiembre a las 9 a.m, en el CAV le realizaron una cirugía ortopédica en la que le implantaron una placa y tornillos para fijar el hueso. La zorra despertó y, todavía adormilada por la anestesia, solo vio un grupo de personas vestidas de color verde y azul, muchas luces y su pata llena de una tela roja que la cubría por completo, una venda que la acompañará un mes y evitará que se lastime la cirugía recién hecha. Alejandro Vásquez Campuzano, subdirector ambiental del Área Metropolitana del Valle de Aburrá, afirma que la zorra se encuentra en “estado estable y su recuperación tomará un promedio de cinco meses”. Y durante este tiempo,
“Yerbatero no, yerbólogo”: los conocimientos que resguarda Mario en la Placita de Flórez

Mario Ordoñez es yerbólogo por herencia, desde hace más de 30 años está en la Placita de Flórez, allí vende todo tipo de yerbas y además, con su conocimiento sobre ellas, atiende a cientos de personas que buscan de la medicina herbal para sanar los males del cuerpo o la mente. Aunque el negocio continúa, hoy está en riesgo el traspaso de los saberes que una vez heredó de su madre. Mario mientras me habla de la ruda y el DIM, se ríe y explica que los hinchas no supieron usarla y por eso perdieron. Foto: María del Mar Martínez. Su vestimenta no me da pistas sobre su labor, esas pistas están en los mil aromas que lo rodean, los pedacitos de diferentes plantas regados por el suelo, el sonido de unas tijeras cortando ramas al fondo o las voces de unas señoras que le preguntan: “¿La ortiga es esa que pica en las manos?” y “¿Me puede vender 11 plantas amargas y 8 dulces?”. La pista final son las dos cuevas a sus costados, construidas con todo tipo de ramitas y “yerbitas” de color verde y café o flores amarillas, rojas y lilas, todo atado en pequeños manojos, metido en costales o bolsitas de plástico y arrumado en el suelo, las paredes y el techo. Mario de Jesús Ordoñez Yepes Muñoz (Yepes Muñoz por su madre), el dueño de este lugar, parece ser lo que en la cultura popular se conoce como yerbatero. Sin embargo, después de conversar un rato, me doy cuenta de que estoy equivocada: “Yerbatero no, yerbólogo, ¿o como se dice? botánico” – me aclara – porque yerbatero suena a brujería. De ahora en adelante me refiero a él como un “yerbólogo”. Esta tradición del conocimiento exhaustivo de las plantas medicinales la heredó de su madre Ana Francisca Yepes, Anita, la primera dueña de estos locales en la Placita de Flórez en Medellín. Mario cuenta que nació en San Javier, en el barrio 20 de julio, en el que también nació su madre, es el segundo de doce hermanos, aunque su padre tuvo otros doce con una mujer diferente, por lo que en total son 24. Al principio, sus padres trabajaban vendiendo “revuelto” en la que era la plaza de mercado de Cisneros, en el centro de Medellín. Después, se trasladaron a la Placita de Flórez, donde Anita montó su tienda botánica en el local 3031 junto a la legumbrería de su esposo en el 3030. Mario llegó a la placita en 1993 cuando acababa de ser despedido de una empresa por recorte de personal, comenzó a trabajar con su madre y allí se quedó. Con la muerte de Anita a los 76 años en el 2014, la legumbrería cerró y ahora ambos locales venden hierbas y Mario los administra a sus 68 años. la cueva desde afuera. Foto: María del Mar Martínez. Ya son más de las doce y Don Mario no ha comido, aunque el almuerzo esté servido. Todo el que pasa le dice “vaya pues almuerce”, pero él responde “primero el cliente amigo, la comida puede esperar”.Su trabajo lo absorbe porque las personas no dejan de llegar a comprar todo tipo de plantas, pero sobre todo a pedir su asesoría. Mario tiene un consejo para cada caso: el embarazo, el cáncer, la fiebre, el insomnio, el estrés o la limpieza energética. Ese conocimiento podría ser el patrimonio más valioso de su negocio, si no, al menos es la razón por la que lo eligen sus clientes. No obstante, hoy es más complejo heredar los saberes de la medicina herbal que heredar el negocio mismo. De los cuatro hijos que tuvo Mario, ninguno eligió dedicarse a este oficio, en su juventud le ayudaron en el local, pero ahora todos trabajan en otras cosas. Dice que tampoco le gustaría que se hubieran quedado en la Plaza: “esto es muy esclavizante, aquí uno no tiene vida social” y es que él trabaja de lunes a sábado desde las 6 a.m. hasta las 8 p.m. y los domingos hasta las 2, tanto así que debe conectarse por zoom para poder asistir a las reuniones de la iglesia a la que pertenece. El único momento de la semana en que descansa es el domingo por la tarde, tiempo que aprovecha para predicar a tres cuadras de su casa en Villatina. Como no tuvo entre sus hijos a quién dejarle todo este saber para que lo compartan, considera que se lo está pasando a las personas que lo ayudan, como su socio Carlos Sanabria, con quien trabaja de lunes a sábado desde hace 5 años. Carlos es oriundo de Guaranda, un pueblo en la región de La Mojana, Sucre. Tiene 54 años y lleva ocho en Medellín. Mario y Carlos se conocieron en el Salón del Reino de los Testigos de Jehová, cerca a Villatina y después empezaron a trabajar juntos. Como creció en el campo, cuando llegó a Medellín ya sabía sobre las yerbas y sus usos, y aquí aprendió sobre los otros nombres que tienen algunas. Como con los hijos de Mario, las dos hijas de Carlos decidieron dedicarse a otras labores. Mientras Carlos está sentado en la parte de atrás del negocio, deshojando ramitas de guanábana que sirven para el cáncer, Mario atiende a los clientes, despacha al tiempo hasta cuatro pedidos de largas listas de plantas, no descuida ninguno y tampoco deja de responder cada una de las preguntas que puedan tener los que van llegando. En la radio se escucha La Voz de Colombia, una señora se acerca para preguntar por “flores de Mala Madre”: -¿Mala madre? No llega hasta el viernes.-¿O kalanchoe? Pregunta la señora.-Sí, kalanchoe sí tengo.-¿No es la misma?-Sí, es que son 7 variedades.-¿Y cuál es la mejor?-Todas son buenas, mala madre se le llama porque bota los hijos por un ladito. Entonces voltea y le dice a Carlos que le traiga un poquito de Kalanchoe desde atrás. Así se la pasan todo el día. Carlos cortando ramas de hierba
El Arca de Laura

Para llegar a la casa de Laura manejé dos horas. El camino a El Retiro fue largo, pero no incómodo. Sabía que allá, al final de esa carretera, me esperaba alguien que, como yo, ha sentido que no encaja. Que ha tenido que inventarse su lugar en un mundo que a veces exige demasiado. Su casa se llama El Arca. Su nombre le queda perfecto. Un arca representa resguardo, protección y conservación de algo valioso. Me recibió descalza. Parecía tímida, pero cuando me habló descubrí en ella una seguridad que no necesita adornos. Sabía lo que quería decir, sabía lo que quería mostrarme. Enseguida me di cuenta de que no era una entrevista tradicional: esto iba a ser más una conversación entre dos personas que entienden la calma de estar con un animal. Rodeamos la casa y, de repente, sin previo aviso, Laura gritó: “¡Suelten a las bestias!”. Y las soltaron. Como si abrir la puerta de la casa fuera también abrir la puerta del vínculo. Cinco perros entraron como torbellinos: Trufa, una perrita cruzada con goldendoodle; Vasco: un pastor ovejero australiano con cara de rottweiler; Lola, una pastor shetland café que me ladró por unos segundos antes de apoyar sus patas sobre mis piernas; y Blue, otro pastor, su perro de servicio, que me escaneó con la mirada antes de sentarse a mi lado. Ladró, me analizó y luego me olfateó con confianza. La única que se acercó sin miedo fue Zora, la labradora que Laura entrena para donar a alguien que la necesite. Ella, con su tranquilidad inocente, se subió al sofá y se ubicó al lado mío como si me conociera de toda la vida. Mientras tanto, Laura se acomodaba como podía: con los brazos cruzados por debajo de las piernas, en una especie de posición fetal invertida. A veces abrazaba una almohada. A veces uno de los perros se recostaba sobre ella. Otro sobre mí. Y todo, sin que nadie dijera nada, se sentía en orden. Laura tiene 24 años. Es entrenadora de perros de asistencia. También es autista, lo que algunas personas llaman de “alto funcionamiento”, pero eso no la define. En el espectro autista caben muchas formas de sentir y aprender, y la suya está hecha de observación, calma y atención a los detalles que otros pasan por alto. Para ella, aprender no siempre ha sido cuestión de apuntes o exámenes: es mirar cómo un perro respira, cómo se mueve, cómo cambia su postura. Esa forma de aprender, más sensorial que académica, ha sido su mayor fortaleza como entrenadora. Sabe que no todos los perros pueden ser entrenados. Sabe que las gallinas también dan besos. Que los gatos no necesitan a nadie, pero se quedan si quieren. Y que las cabras encuentran el camino de regreso a su hogar como Malteada Waze, la cabra enana que al principio debía vivir en casa de su vecino, ya que el padre de Laura no estaba muy contento con la idea de tenerla, y que se memorizó el camino de vuelta dos veces y apareció en El Arca para no dejarla nunca más. Malteada únicamente se deja acariciar de Laura, no le teme, no le huye. Laura intentó estudiar veterinaria. Tenía todo para hacerlo: la sensibilidad, el conocimiento, el vínculo con los animales. Pero el sistema no estaba hecho para ella. Ni para las demás personas neurodiversas. Quienes tenemos cerebros inquietos, que se apagan con el ruido o se aceleran sin freno, lo sentimos en la piel: la academia puede ser un lugar hostil. No es solo una incomodidad: es una forma de violencia muda, que normaliza el fracaso de quienes aprendemos distinto. “Me paralicé antes de entrar a un parcial, me lo sabía todo, pero no pude entrar”, me dijo. No es una metáfora: se quedó afuera. Su cuerpo no respondió. El pánico lo congeló todo. Y eso que ya habían intentado hacerle ajustes: pasar de lo escrito a lo oral, cambiar la forma, no el fondo. Pero no fue suficiente. Nadie enseña a los profesores cómo acompañar a una mente que no encaja en los moldes. Cuando me contó que eligió dejar la veterinaria para dedicarse al comportamiento animal, entendí que no estaba renunciando. Estaba eligiendo sobrevivir. Estaba eligiendo su forma de aprender. En el zoológico Laura observaba. Aprendía viendo, sin presiones. Ahí se reencontró con el amor de siempre: no los animales en general, sino la forma en que se comportan, en que se relacionan, en que te enseñan sin hablar. Esa observación paciente, que para otros podría ser aburrida o lenta, es su manera natural de aprender. Muchos rasgos asociados al espectro autista -como la atención al detalle, la memoria visual o la sensibilidad a los cambios- se vuelven, en sus manos, herramientas de entrenamiento. Laura no solo mira: registra patrones, anticipa reacciones, encuentra lo que pasa desapercibido para la mayoría. Y más adelante, cuando un psiquiatra le propuso que entrenara perros de asistencia, su mundo se abrió. Se acreditó como entrenadora. Se especializó, y ahora sueña con crear una academia y una fundación para donar perros entrenados a personas que los necesiten de verdad. “Lo importante es que el perro y la persona estén bien”, me dijo, y no era una frase decorativa. Laura habla desde la lógica del bienestar: no entrena a un perro que no quiera ser entrenado. No se queda con una persona que no trabaje con su animal. No romantiza el vínculo, lo cuida. Y eso también la cuida a ella. En la conversación, inevitablemente, salió el tema de la muerte. ¿Cómo no iba a salir, si Laura ha vivido con tantos animales? Le pregunté cómo maneja las pérdidas. Me miró con la misma naturalidad con la que me dijo que Blue le ayudaba a calmarse en lugares concurridos. “Lloro. Claro que lloro. Me da la llorada… y a los cinco segundos digo: ya se murió, ya no hay nada que hacer”. No hablaba desde la frialdad, sino desde una serenidad rara: ha entendido que la tristeza
Una cita con el exorcista

En Medellín, cientos de personas buscan alivio espiritual y físico para liberarse de cargas que trascienden lo que la ciencia puede explicar. Para esto acuden a iglesias o cultos y esperan horas para conseguir la ayuda de sacerdotes como Álvaro Murillo, que hasta hace dos años era el exorcista oficial de la Arquidiócesis. Hoy, nadie ocupa ese lugar. Cada día, el padre Álvaro Murillo celebra la eucaristía en la parroquia Jesús Obrero (Guayabal), donde es párroco desde agosto de 2024. Foto: Juan Sebastián López-Galvis. El canto del viacrucis –“Misericordia inmensa, pródiga de perdón”– se mezcla con los gritos que llegan desde el otro extremo de la iglesia. Una mujer se retuerce y lucha por librarse de dos hombres que la sostienen mientras el padre Álvaro León Murillo unge su cabeza con aceite. Por un instante, toda la gente guarda silencio. El frío de la tarde entra por las ventanas. El viacrucis continúa sin interrupciones, como si aquel bullicio fuera apenas un impase en el ritual de la tarde. El segundo viernes de Cuaresma, el grupo de lectores y lectoras de la parroquia Jesús Obrero, en el barrio Campo Amor, de Guayabal, realiza la meditación del viacrucis como cada viernes en ese tiempo de preparación para la Semana Santa. Usan vestidos blancos, se turnan para leer fragmentos de los evangelios y cargar un báculo con una cruz. A medida que avanzan por cada cuadro, que representa cada estación de Jesús rumbo a su crucifixión, se acercan al lugar donde unas 20 personas hacen fila de pie, pese a que hay bancas vacías, esperando a ser atendidas en la nave izquierda del templo. Aquella mujer que grita y se retuerce cae rendida. Los dos hombres que asisten al padre la sientan frente al sagrario, el espacio que en cada iglesia, según la doctrina católica, resguarda el cuerpo de Cristo. En el mundo hay fuerzas malignas, ese relato está presente en la mayoría de las religiones: maldiciones que roban el sueño, enfermedades que avanzan con rapidez, amores que se marchitan sin explicación y tristezas que no se van. También hay quienes aseguran ser perseguidas y perseguidos por presencias que acechan desde la oscuridad de sus casas. Esas son las creencias que impulsan a muchas personas a seguir al padre Álvaro, que hasta el 2023 era el delegado por la Arquidiócesis de Medellín para realizar exorcismos. Pero la gente no lo busca solo por lo imponente de ese título, sino por lo que dicen que puede hacer: sanar enfermedades, liberar cargas espirituales, romper trabajos de brujería y, sí, también por expulsar los demonios. “Escuché unas voces que parecían animales y en el momento sentí un frío”. Marina Rivera, vecina de la zona El martes siguiente, después de aquel viacrucis, al finalizar la misa de las siete de la mañana, al menos 100 personas se quedan en la parroquia. Esperan las indicaciones del padre para lo que él llama “orar juntos”. Él las espera sentado frente al altar y junto a una mesita con aceite consagrado y una botella rociadora de agua bendita. Algunas personas están solas, otras, acompañadas de un pariente, amiga o amigo y hay quienes no buscan ayuda para sí mismas sino para alguien más de quien llevan una foto. Al pasar donde el padre lloran o permanecen calladas, gritan, golpean y rasguñan. Tres hombres sujetan a una mujer de unos 30 años de los brazos y las piernas como si la fueran a reducir por completo. Al final, cae desmayada y uno de los hombres se alza la camiseta para rociarse agua bendita, la misma que usa el padre, en uno de los rasguños que le quedaron en la espalda. Esos gritos que hoy resuenan en Jesús Obrero antes sucedían en El Espíritu Santo, una parroquia en Prado, en el centro de Medellín. Cuando el padre Álvaro era párroco de El Espíritu Santo, las filas solían abarcar cuadra y media. Wilbert Calvo, un panadero que trabaja frente a la iglesia, cuenta que mientras el padre estuvo allí cerraban más tarde para aprovechar que la gente compraba pan y café para pasar la noche: “Desde las cuatro de la tarde ya había gente haciendo fila para el otro día”. Los gritos irrumpían la tranquilidad del barrio. Así lo recuerda Marina Rivera, que vive frente a la casa cural hace 30 años. A diario escuchaba alaridos que no parecían humanos. Ella misma hizo la fila una vez como acompañante: “Escuché unas voces que parecían animales y en el momento sentí un frío”. A principios de cada mes, en la parroquia se reparten los fichos para la atención del padre Álvaro. Aun así, decenas de personas llegan sin ficho a hacer fila, esperando obtener su ayuda. Foto: Juan Sebastián López-Galvis. Afuera de la iglesia las personas esperaban en vigilia hasta el amanecer. Cuando entraban, el padre les echaba aceite en la cabeza, frente a lo cual muchas de ellas gritaban, convulsionaban y si se caían, entre quienes asistían las acomodaban en una banca hasta que pudieran salir por su cuenta. Todo esto sucedía en menos de cinco minutos. La experiencia le dio al padre y a su equipo un sistema para repartir turnos, como si fuera una EPS, el cual se implementó durante los casi cuatro años que el padre estuvo en Prado. Aunque pronto esos fichos se convirtieron en negocio. No tardó en aparecer gente que hacía la fila para vender su lugar. “Empezaron en 20 mil y terminaron en 100 mil pesos”, dice Marina. Hoy las filas continúan en el barrio Campo Amor. *** Hay representaciones y sonidos que, por imaginarios colectivos, se asocian al rito del exorcismo: el sacerdote que visita una casa para expulsar el demonio de una persona, voces graves similares a un rugido, una habitación fría y oscura, actos del cuerpo y el espacio que cruzan los límites de lo “común” y que orillan a los espectadores a echarse la bendición. Sin embargo, hoy la labor del padre Álvaro ocupa un espectro más amplio de “necesidades” que están arraigadas en la cultura
Lo que el matrimonio no dejó crecer

En Colombia miles de mujeres le dijeron “sí” al matrimonio cuando aún eran niñas. Algunas lo hicieron por huir del miedo, la pobreza o un hogar donde la infancia dolía más de lo que protegía. Otras dicen que lo hicieron por amor. Tras ese “sí” temprano muchas veces se esconden historias marcadas por la violencia. Ahora, una ley intenta evitar esas uniones.
De jueves a domingo, siempre rapeando en alguna parte

«De casas feas a plazas grandes” rapea N. Hardem en ‘Apolo’. En Medellín existe una escena hiphop que se reúne cada ocho días en casas y lugares que no feos, son pequeños. Este es un relato que reconstruye lo que pasa en tres de ellos: dos clubes y un estudio casero. Mientras Ruzto empezaba pasó el último metro. Foto: Pablo Giraldo Vélez. La terraza de 50|50 no tiene tarima. Pero tiene una mesa con un controlador DJ y, delante de ella, un espacio abierto sin mesas. Hace media hora dejó de ser jueves. Es la madrugada del 9 de mayo. Sobre Palacé, al lado de la iglesia del Perpetuo Socorro, se alza un edificio de tres pisos. En el último, la terraza, Ruzto y Thomas Parr le piden a los asistentes que se acerquen al lugar en el que están cantando un tema que todavía no ha salido. Ambos son raperos. El primero, bogotano, está de visita, y el segundo, paisa, está presentando su último trabajo: Tropicanna Poison. La terraza tiene un techo que no la tapa completamente. Hacia afuera hay un muro bajo que la gente usa para recostarse y poner las cervezas. Hacia adentro, las tornas en la mitad, mesas al frente y a los costados de ella y en el fondo, el bar. Hoy hay dos por uno en polas nacionales. A medida que uno camina hacia el edificio, van apareciendo los beats y se escuchan los rapeos. A la terraza se sube por unas escaleras de metal a las que se accede desde la entrada de un garaje. En el primer giro de las escaleras el ambiente se vuelve rojo. La salida al segundo piso la tapa una cortina. Las escaleras dan a la parte destapada de la terraza. En los parlantes se escucha una canción de rap clásico. Detrás de la consola está SoulMatik. Desde el 21 de abril empezaron a promocionar el evento por Instagram. El flyer decía “Lanzamiento Tropicanna Poison de Thomas, Tabogo’s Finest live show de Ruzto”, y más abajo anunciaban los DJ sets de SoulMatik, que estaría poniendo rap y r&b de los años 90, y de Funkdealer, que pondría reguetón. Ruzto sale pasadas las once. Minutos antes ponen un micrófono en un stand y un teclado en una mesita. A lo lejos, en el occidente, se ve el Cerro Nutibara y cómo pasa el último metro, casi vacío, por delante de él. “Come on, motherfuckers, come on”, SoulMatik cierra con ‘ ‘Come on’, el clásico de The Notorious B.I.G y Saddat X, y el rapero bogotano atiende el llamado. Se para detrás del teclado. Ruzto, que ha ejercido como electricista, abre con ‘Relé’, un rap suave y lento que hace referencia a un relevador, un interruptor que se apaga y prende con el voltaje de la vida. Mezclados entre los asistentes varios raperos prestan atención. La gente se acerca y dos camarógrafos graban. Hasta ese día, 50|50 había alojado alrededor de quince eventos de la escena hip hop, una vez cada casi diez días. Sin embargo no solo se centran en ella. Negativo, uno de los dos fotógrafos, dice que el espacio “surge también como una propuesta diferente para Medellín, para la escena, para lo que se está haciendo ahora”. Además, habla sobre la importancia del espacio en relación con el arte. Y es que allí Negativo ha participado en una exposición, pero también se dan toques, DJ sets, lanzamientos y fiestas. Un nombre recurrente en estos eventos es Sick To Ill, un colectivo de DJ de la ciudad. *** Son pasadas las 9:30 de la noche del viernes 16 de mayo. En la puerta de una casa tradicional de Boston hay tres hombres con camisas anchas: Felipe, uno de los dos DJ de Sick To Ill; Toby, otro DJ y productor; y el bouncer, que cobra quince mil pesos la entrada. Encima de las paredes verdes de la fachada de la casa está la estatua de un santo. El lugar se llama Locación Secreta y hoy hay fiesta de rap y salsa. Adentro suena salsa y todavía no hay un DJ detrás de las tornas. La única pareja que ha llegado va de lado a lado. La casa tiene la sala principal, donde se da la fiesta, un cuarto con un sofá, uno con una tienda de ropa en donde conversan cuatro personas, otro que solo tiene una mesa, uno que dice prohibido pasar, uno al fondo a la derecha que sirve de bar y una sala al fondo. El espacio es de Sick To Ill y las paredes lo dicen. En las paredes de Locación Secreta está impreso lo que es Sick To Ill: hip hop. Foto: Pablo Giraldo Vélez. Hoy la fiesta tiene seis DJ sets. Felipe sale del cuarto cerrado con una caja. A las 10 empieza a sonar rap mientras la sala todavía está casi vacía. Felipe se acerca a la caja y va mirando los discos uno por uno, con la maña de quien lleva casi diez años como DJ. Cuando encuentra el que está buscando, guarda alguno de los dos que están en las tornas y pone el nuevo. Después de un momento, Juan, la otra mitad de Sick To Ill, activa una máquina de humo que disipa la luz roja que ambienta el lugar. Desde que se conocieron en un concierto de rap han publicado mixtapes, realizado eventos y abrieron en el quinto aniversario de Pantone de No Rules Clan en diciembre de 2024. El concierto tuvo fechas en Medellín y Bogotá y reafirmó la importancia del disco y el grupo de Sison Beats, Anyone/Cualkiera y Kario One en el panorama rapero nacional. Meses después, en marzo y abril de este año, No Rules tuvo también citas en España y Francia. En Locación Secreta, el 29 de junio de 2024, se dio el primer Enfermedallo, una fiesta en la que Sick To Ill graba un mixtape que lleva el mismo nombre. Ellos ponen los temas en vinilo y luego el mixtape
Buscar a un hijo con el cansancio a cuestas

La labor de madres buscadoras como Marta Soto y Flor Vásquez es valiente y heroica, pero también agotadora. En el proceso, sacrifican su bienestar y su carga se hace más pesada con cada día en que no obtienen respuestas. Sus hijos desaparecieron después de la firma del acuerdo de paz de 2016, por lo que tienen que lidiar con los tiempos y las formas de la justicia ordinaria. Flor Alba, a punta de cuchara y sartén, le exige a la fiscal de su caso que le dé celeridad a la investigación de la desaparición de su hijo Yoryin Adrián. Foto: Juan Andrés Fernández Villa. En un cuarto pequeño de suelo veteado Marta Soto espera que el fiscal le permita acceder a la audiencia virtual en la que pretende obtener una orden de exhumación para buscar el cuerpo de su hijo Bleyder Alexander Aguirre Soto. La acompañan Luz Ceballos y Rubiela López, dos madres a quienes la guerra les quitó a sus hijos, y Juan David Toro, defensor de derechos humanos y fundador de la colectiva Buscadoras con Fe y Esperanza, quien también ha acompañado a Marta en los procesos legales de su búsqueda. Son las 9:15 de la mañana del 17 de marzo de 2025 y van 15 minutos de retraso para la audiencia. Buscadoras con Fe y Esperanza es una colectiva de mujeres que buscan a sus hijos, la mayoría de ellos desaparecidos después de la firma del acuerdo de paz entre el Estado y las Farc-EP en 2016. El grupo inició en 2020 de la mano de Juan David, que para entonces acompañaba, desde el equipo de atención a víctimas de la Alcaldía de Medellín, varios procesos de mujeres cuyos hijos desaparecieron después del primero de diciembre de 2016, cuando entró en vigencia el acuerdo. “Las reuniones empezaron con cuatro mamás, luego fueron llegando otras por el voz a voz. Nos decían: ‘Es que a mí también me pasó esa situación, yo no tengo quién me oriente o me acompañe, ayúdenme’”, cuenta Jessica María López, comunicadora y cofundadora de la colectiva. Los casos de las primeras madres que formaron el grupo eran de muchachos barristas mochileros del Nacional o Medellín que desaparecieron siguiendo a sus equipos. Los casos de desaparición forzada posteriores al acuerdo de paz no son investigados por la Justicia Especial para la Paz ni por la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas (UBPD), sino por la justicia ordinaria, es decir, la Fiscalía. Juan David y Jessica coinciden en que por esta razón la búsqueda que realizan madres como las de Buscadoras con Fe y Esperanza está aún más llena de trabas y demoras. Según el Comité Internacional de la Cruz Roja, entre la firma del acuerdo de paz en 2016 y diciembre de 2024 hubo 1929 víctimas de desaparición forzada en Colombia. No obstante, los registros de la Fiscalía son más altos: 13.836 víctimas entre enero de 2017 y marzo de 2025, de las cuales 2400 son de Antioquia, es decir, el 17.3 % del total nacional. Ante las demoras o la falta de resultados de la Fiscalía en los procesos de estas madres, muchas han tenido que convertirse en las detectives de sus propios casos. Son ellas quienes buscan pruebas y testigos que puedan ayudarles a dar con el paradero de sus hijos, lo que las lleva a ponerse en condiciones de vulnerabilidad física y emocional. Días después de la desaparición de Bleyder, Marta recibió imágenes del cuerpo de su hijo junto con la ubicación de donde lo habían enterrado. En 2023, la Fiscalía hizo prospecciones en ese lugar y encontró tres cuerpos, pero ninguno fue identificado como Bleyder Alexander. “Las reuniones empezaron con cuatro mamás, luego fueron llegando otras por el voz a voz. Nos decían: ‘Es que a mí también me pasó esa situación, yo no tengo quién me oriente o me acompañe, ayúdenme’” Jessica María López, comunicadora y cofundadora de la colectiva Buscadoras con Fe y Esperanza “Ese estado permanente de búsqueda puede llevar a afectaciones cognitivas y en la memoria; también hay mujeres buscadoras que han muerto de cáncer, de accidentes cerebrovasculares y problemas cardiovasculares propiciados por las condiciones de su búsqueda”, afirma Nidia María Montoya, psicóloga de la UBPD. “Su situación les demanda 24/7 de su tiempo, por eso dejan de resolver sus asuntos personales o familiares y dejan de preocuparse por su salud y bienestar, porque eso es lo primero a lo que renuncian: su bienestar”, concluye. Cuando van 40 minutos de retraso en la audiencia, Juan David refresca la página por décima vez con la esperanza de que en una de esas el fiscal ya esté en la videollamada. Mientras esperan, Marta les cuenta a Luz y Rubiela que piensa aceptar un microcrédito de tres millones y medio para poder pagarles a los tres pagadiarios a los que les debe. Ella vende mangos frente a un colegio, pero desde que su hijo desapareció el 27 de octubre de 2020 trabajar es cada vez más duro, pues es ella quien ha hecho toda la investigación del caso. Esto no solo le quita tiempo para trabajar, sino que le implica gastos adicionales, porque el propósito de encontrar el cuerpo de su hijo le roba la paz y el sueño. “¿Nada que te responde el fiscal?”, le pregunta Juan David a Marta cuando está por cumplirse una hora de retraso para la audiencia. Minutos antes, le había escrito al fiscal para avisarle que lo esperaban. Ella niega con la cabeza. No para de tocarselos dedos de las manos, mira a todos lados como buscando un escape del cuarto, se agarra la frente y se tapa los ojos mientras murmura “Dios mío, Dios mío, Dios mío”. Con cada minuto de retraso se ve más agotada. “La desaparición forzada no es azarosa. Las condiciones socioeconómicas son un factor asociado al tema de la desaparición porque hay unas vulnerabilidades en la población que la hace propicia a ser carnada para actores del conflicto”, explica Nidia. También menciona que para algunos actores
El más bello asesino

El tulipán africano o miona (Spathodea campanulata) llegó a Colombia en 1930 desplazado desde el África subsahariana. 70 años después, la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza lo incluyó en la lista de las 100 especies exóticas invasoras más dañinas del mundo. Entonces, ¿qué hace uno en mi finca? El tulipán africano o miona (Spathodea campanulata). Foto: Thomas Mejía López. Qué raro es él. No le gusta caminar, pero siempre está afuera. No tira piscina, aunque vive con una al lado. Ni siquiera responde cuando uno le habla y hace más ruido su ropa cuando la mueve el viento. Creo que si yo fuera más alto tal vez podría verlo a la cara y hacer que me hable, pero sé que no va a pasar, porque para su atención necesito tener menos piel y ser más árbol, como él. En 2021 cuando mi familia compró el terreno en Barbosa para hacer la finca, él ya estaba sembrado. Siempre lo he visto hermoso, porque él se viste hermoso: largas ramas cafés, hojas verde monte y unas aretas –flores– acampanadas, del mismo color del hogao, que lo diferencian de tanto palo que hay alrededor. Ojalá esa fuera la única diferencia que tiene con los demás árboles de la finca. *** Brasil, 1997. El ecologista Pablo Nogueira reportó una serie de asesinatos en el barrio Fazenda São Quirino, en la ciudad de Campinas, estado de São Paulo. La escena del crimen era bella. Flores acampanadas y naranjas, todas en el piso, dentro de ellas, los cadáveres: cientos de abejas. Biología de primaria: las abejas son polinizadoras, o sea que se alimentan del néctar o polen de las flores y, al hacerlo, lo transportan de una flor a otra, facilitando la reproducción de las plantas y las frutas. Los animales necesitamos comer; muchas frutas y hortalizas son retoños de plantas que se reproducen gracias a la polinización. Las plantas generan oxígeno. Lección de vida: sin comida y sin oxígeno no hay vida. El árbol les quita la vida a las que nos dan la vida. Sobre cómo las mata hay dos teorías: el veneno y el atrapamiento. Según un estudio de la Universidad Estadual de Campinas (Brasil), el néctar de sus flores tiene un efecto tóxico. En 360 flores encontraron 651 insectos muertos, de los cuales el 75 % eran abejas. Pero otras investigaciones sugieren que estas podrían morir al quedarse atrapadas en las flores, como dice un estudio de la Universidad de Andhra (India), que detalló cómo las abejas del género Trigona quedaban apresadas entre el agua y el néctar dentro de las flores. Morir ahogadas por la vida que intentaron “nectar” –como si esa palabra fuera un verbo–, parece un poema que habla de lo bello que es asesinar a tu mamá. El tulipán africano o miona (Spathodea campanulata). Foto: Thomas Mejía López. *** El terreno de la finca no era nuestro hasta que lo compraron, y quizá aún no lo es y nunca lo será porque desde hace siglos ya había árboles y arbustos dueños del lugar y para ellos nosotros somos los invasores. En el siglo XVII, las tierras de Barbosa fueron invadidas por colonos. De allí en adelante, los terrenos robados cambiaron de “dueños”: desde Juan Gómez de Salazar, gobernador de Antioquia, hasta Ignacio Muñoz, abuelo de José María Córdova. En 1812, más de 200 años después de que se empezara a habitar, fue declarado municipio. Nadie, más que la maleza, los ríos y las piedras que están allí desde antes, puede llamarse dueño de la tierra. Cuando llegamos a la finca siempre hace sol, siempre canta un pájaro. Hay mandarinas que si tuvieran uñas ya habrían practicado canibalismo y plátanos escondidos temiendo el machete. En La Celestina, como se llama la finca en honor a mi abuela, siempre estamos buscando qué sembrar, porque para eso es la tierra, para comérsela. Ya hay plantas creciendo y hace poco sembraron dos verbenas para atraer polinizadoras. A 20 metros está él, viendo a las abejas que llegan a las verbenas y que pronto girarán hacia sus campanas. *** Desde mi computador navegué por el Sistema de Árbol Urbano de Medellín. Conté unos 103 tulipanes africanos, 15 de ellos en la UdeA, y creo que no recorrí ni el 30 % de la ciudad. El tulipán africano empezó a usar sombrero vueltiao en 1930. Según el biólogo Jon Paul Rodríguez, este árbol, como otros, llegó a América como resultado de las introducciones deliberadas de plantas que tienen lugar en diferentes países para una gran variedad de propósitos (alimenticios, ornamentales…). El del tulipán responde a una necesidad principal: alimentar el ojo. Los impactos de la llegada del árbol a nuestro país lo convirtieron en una especie invasora, pero creo que sería más como una especie desplazada, pues fue traída por una persona que la sacó de su territorio porque le pareció muy bonita. Años después, convertimos esta especie casi que en el diablo. En Australia está prohibida su venta o liberación al ambiente sin permiso. En Cuba está entre las cinco principales especies invasoras. En Colombia está prohibida su plantación en departamentos como el Huila y Valle del Cauca. También es rechazada en Paraguay, Bolivia, Ecuador… Y así sigue el aislamiento, por invasora. Según la Corporación Autónoma Regional para la Defensa de la Meseta de Bucaramanga, en Colombia hay identificadas 298 especies de flora y fauna “introducidas, invasoras y de alto riesgo”. Encontramos etiquetas para castigar al árbol, pero para quien lo trajo aquí no hay nombres ni apellidos. Y cuando ya está acá, haciendo lo que su naturaleza le obliga, estigmatizamos al tulipán sin pensar que no es solo un “atacapolinizadoras”. La medicina tradicional africana habla de propiedades diuréticas y antinflamatorias en sus flores, y del empleo de sus hojas contra enfermedades renales, inflamaciones de la uretra y como antídoto contra venenos. Irónico. Pero cuando lo retuvieron acá solo importaba decorar el patio. Las flores del tulipán son hermosas, uno las ve y parece que los ojos bebieran su belleza como
La historia que se rompe como el papel

La memoria nos permite saber quiénes fuimos y quiénes somos. Las hojas viejas que reposan en el Archivo Histórico de Antioquia soportan nuestra memoria regional, pero muchas están frágiles y en riesgo de perderse. Esta crónica cuenta las necesidades avisadas a la Gobernación desde 2012 y cómo la ausencia de soluciones efectivas amenaza la preservación de la historia antioqueña. Dentro de los 20 millones de documentos del AHA, algunos están en este estado. Foto: Gisele Tobón Arcila. El tomo 827 está envuelto en una carpeta. Es un libro grande, café, tiene el lomo desgastado y la cubierta apenas unida al resto del cuerpo. Algunas hojas tienen hoyos, y otras, la tinta corrida. Todas están amarilladas por la luz y tienen los bordes quebrados. Una hoja de un papel diferente dice que una página fue arrancada. Es el documento 1354, fechado en 1813. En el Archivo Histórico de Antioquia (AHA) hay muchos documentos en el mismo estado –no hay un diagnóstico completo que diga cuántos– y otros más lo estarán con el tiempo debido al descuido de la Gobernación desde hace más de una década. *** Sobre la plaza Botero está el Palacio de la Cultura Rafael Uribe Uribe. Este edificio no solo hace parte de la historia, sino que también la resguarda. En su planta baja queda el AHA, donde reposan hace casi 40 años alrededor de 20 millones de documentos que contienen la historia de Antioquia. Este es el segundo archivo más grande del país. El documento más antiguo del archivo es sobre un pleito por tierras entre Manuel López Bravo y Nicolás Desolarte, dos capitanes de los ejércitos conquistadores. Para leerlo hay que saber paleografía, la disciplina que estudia la escritura a mano. Está en la categoría de Tierras, en el tomo 184, número 4646, tiene 85 hojas y es de 1568, es decir, de hace 457 años. Para entonces, habían pasado 27 años desde que el capitán Jorge Robledo, cerca de Ebéjico y tras explorar el río Cauca y las cordilleras que lo rodean, fundó la Ciudad de Antioquia, la primera de la provincia de Antioquia, en 1541, aunque, al año siguiente, la trasladaron cerca de Frontino. En 1546, Robledo también fundó la Villa de Santa Fe. Tras varios despoblamientos y repoblamientos, la villa y la ciudad se fusionaron para crear la ciudad de Santa Fe de Antioquia que, en 1584, se convirtió en la capital de la provincia. Allí se gestó el primer repositorio documental que fue trasladado a Medellín cuando fue declarada nueva capital de Antioquia en 1826. Los documentos hicieron parte del archivo administrativo de la Gobernación hasta 1956, cuando el gobernador Pioquinto Rengifo ordenó separar el archivo histórico del administrativo. En 1986, el AHA fue adscrito a la Dirección de Extensión Cultural, y hoy, después de pasar por varias secretarías, como un dulce que nadie aprecia, hace parte de la Secretaría de Talento Humano y Servicios Administrativos. *** Los archivos se miden en metros lineales: los tomos se ponen en cajas especiales –las hay en tamaños x100, x200 o x300, usualmente se usan x200, las medianas– y se cuentan. Según la Secretaría de Talento Humano y Servicios Administrativos de la Gobernación de Antioquia, los documentos del AHA suman seis kilómetros lineales. Sin embargo, notas de prensa de la misma Gobernación hablaban, en 2022, de 52 kilómetros, que casi equivalen al recorrido de la Línea A del Metro, de Niquía a La Estrella, ida y regreso. Con el tiempo, el lugar donde está el archivo no ha cambiado mucho. Los 1052 metros cuadrados que arriendan en los bajos del Palacio de la Cultura se han dividido desde 1986 de la misma manera: las salas de consulta, publicaciones, capacitación y planoteca; el depósito de materiales; el área de trabajo y las oficinas administrativas. Afuera se escuchan vendedores ambulantes, carros, el metro, la combinación de conversaciones cotidianas y los alaridos propios del centro de Medellín. Pero adentro no hay ruido. Las paredes color hueso del archivo se ven más cálidas por las luces led y la luz exterior que se cuela por las ventanas. A la izquierda de la sala de consulta hay tres mesas y varias sillas, y sobre cada mesa un par de atriles para poner los libros. En las paredes hay escritorios de madera empotrados y sobre ellos nueve computadores donde se consultan los índices de los archivos. Un busto de Simón Bolívar vigila el lugar desde una esquina. Al lado derecho de la sala todo es casi igual, solo que sin computadores ni busto y sí con más sillas y atriles. En el archivo hay documentos fechados desde 1568 hasta 2021. En sus estantes hay 80.000 planos de distintos municipios, registros del período colonial, de la Independencia y la etapa republicana, fotografías antiguas, archivos del Ferrocarril de Antioquia y expedientes de juicios por delitos que hoy resultarían absurdos. Óscar Calvo Isaza, historiador y decano de la Facultad de Ciencias Humanas y Económicas de la Universidad Nacional, sede Medellín, dice que es por eso, precisamente, que es importante: «El AHA y sus documentos son la fuente nutricia de la memoria colectiva de los antioqueños, son un tesoro que se debe cuidar porque es la base para contarnos». Óscar Calvo Isaza *** Varias cuadras más arriba del AHA, entre Girardot y El Palo, está el Archivo Histórico de Medellín, el cual junto con el Archivo Distrital de Bogotá y el Archivo General de la Nación (AGN) son los únicos tres centros de documentación histórica del país que cuentan con equipo de restauración. Felipe Vargas y Sonia Cediel conforman ese equipo allí. Un documento, dicen ellos, es como un paciente, y una restauración, como una cirugía. Desde el uso de un bisturí hasta la creación de la historia clínica, todo es muy similar. Primero se separan todos los folios –hojas– y se le hace un diagnóstico a cada uno sobre, por ejemplo, el tipo de papel y tinta del que están hechos, para luego establecer qué problemas o daños presentan y determinar el plan
La noche en que la quebrada reclamó su cauce en Altavista

En Altavista, uno de los corregimientos de Medellín más afectados por las lluvias, la quebrada La Guayabala rompió su habitual silencio y en el proceso se llevó decenas de casas. Esta es la historia de Alexa y de su familia que, como muchas, siguen de pie ante la incertidumbre del desastre. Vereda Buga del corregimiento Altavista, 29 de abril. Foto: Alexa Vivas La madrugada del martes 29 de abril no fue como cualquier otra para Alexa Vivas, una joven estudiante que vive en la vereda Buga del corregimiento Altavista. Ese día, en Medellín, las intensas lluvias provocaron el desbordamiento de la quebrada La Guayabala, en Altavista, desencadenando deslizamientos de tierra que arrasaron con viviendas y dejaron a cientos de personas sin hogar. Poco antes de las tres de la mañana, un ruido ensordecedor rompió la quietud. Al asomarse por la ventana, Alexa alcanzó a ver varias masas oscuras moviéndose rápidamente; era la quebrada La Guayabala desbordada por las intensas lluvias, arrastrando piedras, casas, cosas y escombros. Comenzaron a escucharse gritos de auxilio desde las casas vecinas. En cuestión de segundos, el agua ingresó con fuerza por la puerta trasera del hogar de Alexa. “A altas horas tuvimos que evacuar cuatro casas porque el agua y el barro invadieron nuestras viviendas. Entre tanto barro, las salidas se taparon, y entre varios vecinos nos ayudamos a salir”, recuerda Alexa. Aunque los daños en su hogar no fueron graves, el miedo y la desesperación le impidieron tomar alguna de sus pertenencias. A pesar de todo, lo que más le preocupaba a ella y a su familia era la incertidumbre de lo que podría suceder a continuación. La quebrada que rompió el silencio La quebrada La Guayabala, que cruza gran parte del corregimiento, fue monitoreada durante algunos días por los habitantes de la vereda debido a las fuertes lluvias de abril que ya habían provocado inundaciones menores, pero nunca algo de esta magnitud. Según los vecinos, el agua comenzó a subir alrededor de la 1:30 a.m., y para las 3:00 había inundado varias viviendas. El barrio colapsó, las vías principales quedaron bloqueadas por deslizamientos, el acceso al transporte público, la electricidad y el internet se cortaron y muchas cuadras quedaron incomunicadas. La falta de energía eléctrica y agua potable agravó aún más la situación, algunas familias, como la de Alexa, quedaron desconcertadas ante la idea de qué más podría pasar. La tragedia alcanzó su punto más doloroso con la muerte de Yulieth Arboleda, de 37 años, y la desaparición de su hijo José Miguel, quien tenía 13 años. Ambos fueron arrastrados por la corriente mientras intentaban escapar de su casa. El cuerpo de Yulieth fue hallado horas después, mientras que el de José Miguel fue encontrado al día siguiente en la Hidroeléctrica Carlos Lleras Restrepo, en Barbosa. La Alcaldía de Medellín acompaña al corregimiento de Altavista. Foto: Alcaldía de Medellín. La espera bajo techo ajeno Con el pasar de las horas, la magnitud del desastre se hizo evidente, muchas familias quedaron afectadas, las autoridades habilitaron albergues temporales en el Colegio Altavista, en la iglesia San Juan Evangelista, en la casa cultural de la vereda de Buga y en el centro comunal del sector El Limonar. Allí había cientos de personas mojadas, sin documentos y con los zapatos llenos de barro. Ante la magnitud de la tragedia, las autoridades locales declararon la calamidad pública en Medellín, lo que permite movilizar recursos y brindar atención a los damnificados. El alcalde Federico Gutiérrez hizo un llamado a la ciudadanía para evitar arrojar basura en las quebradas, ya que esto contribuye al colapso de los afluentes durante las lluvias. Los damnificados fueron alojados temporalmente en albergues comunitarios dispuestos por la Alcaldía de Medellín. Entre los puntos habilitados estaban el centro de integración comunitaria del sector El Socorro y la sede comunal de El Corazón. Allí, se les proporcionó alimentación, atención médica básica y acompañamiento psicológico. Las condiciones han sido difíciles para la comunidad: baños compartidos, niños enfermos, y mucha incertidumbre. La situación en el sector era tan abrumadora que resultaba difícil pensar en todo lo que está ocurriendo, lo que se perdió y lo que depara el futuro. La falta de agua potable obligó a muchas personas a utilizar agua de lluvia almacenada en baldes, los alimentos comenzaron a escasear en varias familias, y la presencia de las instituciones se volvió indispensable: “Aunque en la vereda contamos con acueducto veredal, el agua llega con barro, lo que impide su consumo. Para acceder a agua potable dependemos de que alguien se atreva a transitar por las vías, que hoy están prácticamente intransitables”, cuenta Alexa. Las zonas comunes de la vereda Buga que hoy reflejan la tragedia. Foto: Alexa Vivas. El peso de la pérdida Por encima de los daños materiales, la tragedia dejó heridas profundas. Alexa manifiesta que más allá de las situaciones difíciles que vive la comunidad, las marcas que quedan, también son psicológicas, cicatrices que quedan en la mente y el corazón. Las familias no solo han perdido sus pertenencias, también han visto desaparecer su tranquilidad, muchas sienten que se le arrebata el derecho a una vida digna, algunas deberán empezar de cero, y la incertidumbre diaria se vuele una carga insoportable. Los testimonios se repiten. Carlos Andrés Vergara, quien representa a las personas con discapacidad en la zona, vive detrás de la quebrada y fue testigo directo de lo ocurrido. Recuerda con angustia cómo la avalancha arrasó con todo a su paso, escuchaba el estruendo de las piedras y los escombros mientras la corriente destruía todo. Su mayor dolor son las familias del sector, quienes perdieron a sus mascotas, quienes buscaban entre el barro a vecinos desaparecidos, y quienes ahora viven con el miedo constante de no saber qué pasará después. Las lluvias continúan, y con ellas, la amenaza de más destrucción. La esperanza entre escombros A pesar del dolor, en Altavista también se respira solidaridad. Voluntarios, fundaciones y vecinos se han unido para repartir alimentos, ropa y medicamentos. Desde que ocurrió la