De pactos con el diablo, lectura de almas y otros gajes del oficio

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8 julio, 2025
Por: María Andrea Canchila Velilla | andrea.canchila@udea.edu.co Cristian Dávila Rojas | c.davila@udea.edu.co

Los libreros existen desde que el libro se convirtió en un bien comercial de fácil acceso en el siglo XVIII. Desde entonces, han ejercido su oficio adaptándose a todo tipo de cambios propios del discurrir del tiempo, sirviendo como puente entre libros y potenciales lectores.

Augusto Bedoya, librero de Pigmalión, que se dedica hace más de 55 años a este oficio
Augusto Bedoya, librero de Pigmalión, que se dedica hace más de 55 años a este oficio. Foto: María Andrea Canchila Velilla.

Para Umberto Eco, el oficio de librero se cimentaba en un pacto con el diablo, casi como el de Fausto cuando vendió su alma a cambio de la sabiduría completa. Es una labor que requiere de la perspicacia y la debida atención al voraz apetito de los lectores. 

 

Esta labor titánica ha acompañado a la humanidad desde que la imprenta permitió democratizar el libro en el siglo XVIII. A Medellín llegó a finales del XIX con librerías que comercializaban artículos de oficina y libros, aunque estos últimos no eran el centro de su actividad comercial. En el Primer directorio general de la ciudad de Medellín, de 1906, ya se registraban cinco librerías: la Librería Católica, la Agencia de Negocios y Librería Religiosa, Camolina, la Librería Restrepo y la Librería y Papelería de Antonio Jesús Cano.

 

Este último era más conocido como el Negro Cano y fue uno de los personajes más importantes en el mundo de las artes y las letras en Medellín en las primeras décadas del siglo XX. Empezó como librero en la librería de Manuel José Álvarez, para después fundar la suya propia, que fue lugar de paso obligado para los escritores e intelectuales de la época, como Tomás Carrasquilla, Efe Gómez, León de Greiff, Ciro Mendía y Fernando González. En medio de las tertulias auspiciadas por el Negro Cano nació el movimiento de Los Pánidas, que transformó el estilo poético de la época, principalmente clásico, por uno novedoso, rebelde y contestatario.

 

En el prólogo del libro Vender el alma: el oficio del librero, del escritor Romano Montroni, Umberto Eco dice que “el comercio de libros es una actividad que va más allá de lo mercantil y que exige habilidades específicas. El librero ha de ser no solo un voraz lector de libros, sino de sus clientes”. Allí es donde se marca la frontera entre la simple venta de libros y el oficio del librero. Este último no se concentra en hacer ventas, sino en entender al posible lector, perfilarlo y encaminarlo hacia el libro que lo espera. En este sentido, el librero toma en sus hombros la labor de ser un puente entre las personas y la lectura.

 

El Negro Cano, llamado por el poeta español Francisco Villaespesa como “el alma misma de la ciudad, hecha color, música y línea”, sigue siendo hoy uno de los mayores referentes para los libreros de Medellín, a pesar de que murió hace más de 80 años, en 1942.

 

El hogar del librero

 

“Siempre les digo a quienes nos visitan que este es un oasis en el corazón del centro, un remanso de calma en medio del ajetreo del pasaje La Bastilla. Aquí podemos relajarnos y conversar sin prisas. Mientras muchos libreros se enfocan solo en las ventas, nosotros ofrecemos algo distinto: un espacio con un valor agregado, un lugar para disfrutar”, cuenta Bárbara Lins desde su librería La Hojarasca, en el segundo piso del Centro Comercial del Libro y la Cultura, en aquel emblemático pasaje del centro de Medellín.

 

En La Hojarasca hay un pequeño espacio pensado para el encuentro: una mesa con sillas alrededor que evocan el ambiente de una tertulia. Tanto dentro como fuera del local se exhiben los libros que vende Bárbara: usados, clásicos, teóricos, además de postales y afiches. En ese universo literario, donde también se realizan charlas, lanzamientos y otros eventos culturales, Bárbara permite conocer la arquitectura y anatomía que rodea el oficio de librera.

 

Cuenta que en los alrededores del pasaje La Bastilla siempre encontró una magia especial: un rincón secreto donde hallaba libros que no conseguía en otros lugares. Por eso dice que tuvo la fortuna de encontrar el local justo allí, en un espacio que, tras estar sellado cinco años, en 2021 reabrió sus puertas y se ha llenado de literatura y conversación.

 

Y es que el centro de Medellín está impregnado de historia librera: La Continental en Junín y Carabobo, La Aguirre en Maracaibo o La Anticuaria en Ayacucho son referencias constantes para quienes han transitado estos espacios durante años, conociendo a los libreros que les dan vida.

 

Así lo recuerda Augusto Bedoya o don Augusto, como lo llaman, de la librería Pigmalión, quien asegura que ha dedicado “toda la vida” a este oficio, o al menos más de 50 años. Creció en una familia apasionada por los libros y el mundo editorial, trabajó en la librería-papelería Bolívar en la calle del mismo nombre y, desde hace unos 30 años, es el alma detrás de Pigmalión, también ubicada en el segundo piso del Centro Comercial del Libro y la Cultura.

 

A don Augusto lo frecuenta mucha gente, en especial universitarios y lectores fieles de las humanidades: “Para mí, esto ha sido como otra universidad; a pesar de los años, uno aprende todos los días. El proceso del conocimiento es interminable, por eso Marx nos invitó a desconfiar de todo lo definitivo”. 

 

Bárbara Lins, librera de La Hojarasca, en su espacio para charlas y tertulias en el Centro Comercial del Libro y la Cultura.
Bárbara Lins, librera de La Hojarasca, en su espacio para charlas y tertulias en el Centro Comercial del Libro y la Cultura. Foto: María Andrea Canchila Velilla.

 

Con una intención similar a la de Bárbara y Augusto, Wilson Mendoza, librero y propietario de la Librería Grámmata, adecuó su espacio en el barrio Estadio. Como él mismo dice, “quería una librería para atender a los clientes, sentarme a conversar, porque el ejercicio del librero es precisamente ese: conversar, compartir, llegar a otras personas mediante el diálogo, pero también el análisis y la lectura”. 

 

Grámmata comparte este espacio con la Librería Palinuro desde hace 10 años. En esta casa, ubicada a dos cuadras del estadio Atanasio Girardot, se encuentra una amplia selección de libros nuevos, usados y títulos de diversas editoriales. En el primer piso está Grámmata, precedida por un acogedor café que funciona como punto de encuentro para las personas amantes de la lectura. En el lugar, rostros jóvenes se ven inmersos en sus trabajos o proyectos, mientras otros visitantes llegan con la intención de conversar con Wilson.

 

Esta dinámica cotidiana, facilitada por el espacio mismo, es uno de los rasgos que, según Wilson y Bárbara, los distingue de los grandes establecimientos comerciales y, aún más, del comercio electrónico de libros y la creciente digitalización del mercado editorial.

“quería una librería para atender a los clientes, sentarme a conversar, porque el ejercicio del librero es precisamente ese: conversar, compartir, llegar a otras personas mediante el diálogo, pero también el análisis y la lectura”

 

El quehacer del librero

 

El escritor (y también librero) venezolano Ricardo Ramírez Requena afirma en un texto publicado en la revista española Trama & Texturas que este oficio trata de cuidar la lectura del otro y procurar que llegue a buen puerto. “Un librero es una de las formas de la memoria. Le pagamos para que sepa, para que recuerde siempre aquellos libros que tenemos en nuestra casa, aquellos que nos vendió, para que los recuerde. Su oficio es una invitación a invadir nuestra intimidad, de manera consentida, y a resguardar aquello que forma nuestro intelecto y nuestra sensibilidad”. 

 

Las historias de Bárbara, Augusto y Wilson están marcadas por un vínculo permanente con el mundo de los libros, pero, sobre todo, por la pasión con la que viven su oficio. “Siempre les digo a las personas con las que converso que nos dediquemos a algo que realmente disfrutemos, algo que nos apasione, porque trabajar, en sí, es muy malo. Pero si hacemos las cosas con pasión, si les ponemos el alma, vivimos una vida más plena”, expresa Bárbara.

 

Luego recuerda sus primeros años vendiendo libros en Cartagena, así como el primer libro que vendió: El general en su laberinto de Gabriel García Márquez. En los 90 se mudó a Medellín, donde trabajó como bibliotecaria y promotora de lectura y, luego de muchos años, decidió cumplir sus sueños al abrir La Hojarasca, de la que es también la principal curadora.

 

Le apasionan los libros usados, aquellos que han viajado de mano en mano y atesoran historias propias: los clásicos, las ciencias sociales, las páginas que resisten el tiempo. Aun así, no impone límites: “Soy abierta y creo que cada quien es libre de escoger su propia medicina. Lo importante es leer, alimentar el alma con aquello que verdaderamente necesita”.

 

Esa forma de memoria que es el librero se percibe también como un puente y requiere del tiempo necesario para una curaduría y selección honesta que le permita al lector encontrar eso que necesita. Al preguntarle a Wilson sobre su historia con Grámmata, evocó aquellas librerías emblemáticas de Medellín y, entre recuerdos, dijo:

 

“El esfuerzo por sostener las librerías ha estado siempre ligado a un compromiso con la promoción de la lectura, un ambiente que, con el tiempo, se ha ido desvaneciendo. El libro, que alguna vez fue el alma de estos espacios, ha terminado convertido en un artículo más dentro de los almacenes de cadena, reducido a una compra impulsiva, alentada por la lógica del best-seller. Allí, la selección no responde al gusto ni al conocimiento, sino a las cifras de ventas. Seguro les ha pasado, entran a una librería en un centro comercial, preguntan por una recomendación y reciben una única respuesta: ‘este es el que más se vende’. Pero ¿es realmente el mejor?, ¿el que más gusta?, ¿el que más enriquece?”.

 

“Soy abierta y creo que cada quien es libre de escoger su propia medicina. Lo importante es leer, alimentar el alma con aquello que verdaderamente necesita"

 

Los apuros del librero

 

Las últimas décadas han sido de grandes desafíos para el oficio del librero por diferentes razones. La primera de ellas es la aparición del internet y, con esto, de plataformas gigantes como Amazon o Buscalibre, que poco a poco han tomado gran parte de la torta de comercialización de libros, borrando por completo la interacción entre librero y lector y despersonalizando el acto de escoger un libro. La segunda, la pandemia, que impidió los encuentros en librerías por varios meses, relegando todas las interacciones a la virtualidad, donde el calor humano es un elemento descartable.

Librerías Grámmata (primer piso) y Palinuro (segundo piso), ubicadas en el barrio Estadio.
Librerías Grámmata (primer piso) y Palinuro (segundo piso), ubicadas en el barrio Estadio. Foto: María Andrea Canchila Velilla.

 

La tercera es un problema que viene de adentro, o así lo plantea Rodnei Cásares, librero que empezó en el oficio hace 35 años y que en 2021 abrió Ítaca, su propia librería. “Yo conozco la mayoría de las librerías de la ciudad. Voy, las visito, converso con la gente que está ahí y lo que siento es que no hay una formación del librero, de las bases”. Afirma que los jóvenes que empiezan en el oficio no duran más de seis meses o un año debido a las malas condiciones laborales ofrecidas por las librerías, donde generalmente no hay interés por enseñar más allá de lo básico e interesarlos por esta labor: “Ahí creo que peligra más el oficio, porque no hay continuidad y los jóvenes se cansan de esto, consiguen trabajos mejor pagos y se acabó. Más que tener miedo a las plataformas, hay que tener miedo a las librerías que ya existen y que no les dan mejores tratos a sus libreros”, agrega.

 

 

Pero Wilson Mendoza tiene una visión optimista del futuro del oficio. “Estamos intentando recuperar esa virtud que tiene un buen librero de saber lo que hay dentro del libro y cómo proporcionarlo a otra persona”. Su larga trayectoria lo ha llevado a comprender que lo que hay son libros; tan solo en su librería tiene más de 85.000. Por esto, confía en que mientras existan los libros, estarán los demás actores de su cadena de producción y distribución, desde imprentas, editores y correctores hasta, efectivamente, libreros como el último eslabón de la cadena antes de llegar al lector.


Los libreros independientes conforman un gremio relativamente pequeño en comparación con otros, por lo que, para velar por sus intereses, crearon en 2020 la Asociación Colombiana de Libreros Independientes, integrada por 47 librerías de las ciudades principales de Colombia. Esta asociación está en constante diálogo con alcaldías, gobernaciones e instituciones públicas y privadas en aras de buscar un beneficio económico, profesional o cultural para los libreros asociados.

Los libros del librero

 

En 2007, cuando Amazon lanzó al mercado el primer modelo de Kindle, o lector electrónico de libros, muchas personas no perdieron tiempo en profetizar la muerte del libro de papel, pues parecía inminente ante el abrupto aumento de ventas de e-books o libros digitales frente a libros físicos. Incluso desde la década de los noventa ya se temía el final de la era del libro con la llegada del internet. En una conferencia de 1998 dirigida a jóvenes libreros italianos, Umberto Eco expresaba su cansancio frente a la pregunta que le hacían en todas las entrevistas, coloquios o seminarios en los que participaba: “¿Qué piensa usted de la muerte del libro?”.

 

Este temor se extiende al oficio de librero. Hay quienes están seguros de que, con este panorama, esta labor está próxima a desaparecer. Por ejemplo, en un artículo de El Heraldo de Barranquilla, en 2018, el librero José Ulises Arteta afirmaba: “Los libreros estamos destinados a desaparecer”. Mientras que en El País de España el periodista Juan Muñoz llegó a afirmar que “la figura del librero está en clara decadencia” y la declaró “en peligro de extinción”. 

 

Sin embargo, estas profecías no han llegado a cumplirse: el libro sigue más fuerte que nunca y no hay indicios que señalen que desaparecerá en un futuro cercano. Por ejemplo, en la décimo octava edición de la Fiesta del Libro de Medellín (2024) se vendieron más de 210.000 libros, un incremento del 27 % frente a las cifras del 2023, noticias más que alentadoras para aquellos que entienden la necesidad del libro físico y los libreros.

 

Tal vez el libro esté condenado a desaparecer en el futuro, o tal vez morirá con la humanidad. Mientras tanto, los libreros dedicados a su oficio como Augusto, Bárbara, Rodnei, Wilson y decenas más en toda la ciudad continúan su labor, propiciando espacios de encuentro y conversación en torno a la lectura, leyendo las almas de sus clientes y aprovechando hasta el último momento la sabiduría obtenida en el fáustico pacto que les concedió su importante lugar en la formación cultural de las personas.

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