En De la Urbe decidimos investigar acerca de las neas. Esa palabra que muchas personas, en especial jóvenes, utilizan todos los días para referirse a otros o identificarse como tal.
Hablamos con el investigador británico Geoffrey Baker, que ha estudiado el Sistema Nacional de Orquestas de Venezuela, sobre la posibilidad de que ese modelo se implemente en Colombia.
Desde hace tres años, en la afamada capital del reguetón, suena un tipo de electrónica muy tropical que se conoce como guaracha. Muy nuestra, dicen. Hoy son populares sus fiestas que pueden durar una noche o varios días, en discotecas, fincas con piscinas o moteles, con diferentes DJ y un polvo rosado al que llaman tusi. Esta es la historia de una fiesta de excesos y nuevos ídolos, muy atractiva por sus ganancias.
El Festival Altavoz cumplió 18 ediciones este año. ¿Qué significa su influencia para la música en una ciudad que en algún momento tuvo más bandas de rock que ninguna?
Cuando las palabra no son suficientes, la danza y la música son la mejor herramienta para denunciar, para resistir y para no olvidar. En eso consiste a lucha de la Fundación Casa Tumac, la cual se enfrenta al desarraigo y a la dismcriminación por medio del arte, y su obra "Atarugao" no es la excepción a su causa.
Los músicos otra vez servimos de comodín. Por eso el concierto del 5 de mayo no le estorbó a nadie. Ese día alrededor de 150 músicos conformaron una orquesta improvisada y se reunieron en el parque de la Resistencia. Los dirigía la estudiante de Música, Susana Boreal. El video que se hizo viral rodó a principios de mayo entre chats académicos y familiares como ejemplo de protesta: después de varias jornadas de violencia, el concierto y su directora representaban la forma “correcta” de manifestarse.
El nombre de Susana Boreal es Susana Gómez Castaño, tiene 27 años y es estudiante de Música con énfasis en Dirección Orquestal en la Universidad de Antioquia. Después de ese día varios medios de comunicación romantizaron la acción de los músicos y volcaron la atención del movimiento social sobre una única figura. El 6 de mayo, la Agencia EFE publicó una nota titulada “El arte suaviza el rostro de las protestas en Colombia y propone reflexión”. El 7 de mayo, Noticias Caracol se refrió al concierto como una protesta “realmente social”. Gómez, ya convertida en celebridad, fue portada de la edición de julio de la Revista Credencial: “¿Cómo es la generación de la paisa que se viralizó como símbolo de la protesta pacífica?”, decía la revista.
Esta lógica enaltecedora fue la misma de varias instituciones del Estado que aprovecharon su figura para promover sus propias apuestas e interpretaciones sobre las protestas. “Hoy la música nos une para hacerle un homenaje a la paz. Decenas de músicos del área metropolitana tocaron por primera vez, unidos en un mensaje, para rechazar la violencia durante el #ParoNacional5M”, escribió la Alcaldía de Medellín en una publicación en Facebook el mismo 5 de mayo. Cinco días después, el Proceso Social de Garantías presentó un informe que contabilizaba 1081 agresiones contra manifestantes durante el paro nacional en Antioquia.
¿Los músicos que se reunieron ese día querían hacerle un homenaje a la paz?, ¿rechazaban la violencia en el paro? No. O por lo menos no fue ese el motivo de la convocatoria. La intención del concierto era que los músicos académicos volviéramos a habitar la ciudad con nuestros instrumentos y participáramos de la movilización como conjunto. Un intento por reunir un gremio fragmentado y con poca participación en los espacios de protesta.
El nombre de la convocatoria para ese día fue: “La música es un mensaje poderoso”. ¿Pero cuál era el mensaje? Sectores de los medios, la institucionalidad, el movimiento social y la ciudadanía se valieron de esa falta de claridad para darles sus propias interpretaciones y utilizarlo para beneficiar sus intereses.
Toda esta situación expuso una problemática que viene desde movilizaciones anteriores: los músicos académicos no hemos tenido una función más allá de la amenización y el acompañamiento de las protestas. Como gremio hemos sido excluidos –o nosotros mismos nos hemos excluido– de los escenarios de deliberación del movimiento social y se han ignorado nuestras exigencias particulares.
Hemos participado de acciones de manera aislada y sin asumir su trasfondo político. Al estar en un lugar cómodo que nos endiosa como si fuéramos una brújula moral, nos integramos fácilmente a los juegos políticos de otros. No incomodamos porque seguimos siendo fichas, no jugadores. Condicionar nuestro arte como una apuesta únicamente estética y no política es lo que permite que se nos instrumentalice. A pesar de los esfuerzos por conformar espacios de construcción colectiva como las asambleas populares de músicos del Valle de Aburrá que se organizan desde junio de este año, los espacios de representación están cooptados por individualidades.
Los músicos debemos sobrevivir con poco presupuesto estatal y en condiciones laborales precarias que empeoraron con la pandemia. Ante eso tenemos pendiente desligarnos de la tradición que ubica la música académica al lado de los gobiernos y rechazar las acciones que hacen que las protestas tengan más tintes de premios Grammy que de movimiento social.
Mientras se nos siga utilizando como ejecutores de instrumentos y como medio para llegar a los fines de otros no ganaremos nada. Citando a Cepeda Samudio: “Hemos sido criados como instrumentos pero estamos vivos; somos humanos; el odio no nos ha secado la piel”.
Yo siento que el beat se me mete por el cuerpo y me hace mover la cabeza. Escuchar y bailar reguetón me hace pensar en la época del colegio, en las farras del barrio y en las fiestas de quinces. Mi generación no tenía escapatoria. Éramos muchachas de 14 años asistiendo a los interminables días de la antioqueñidad o metidas en la piscina de olas de Ditaires, y al frente nuestro había una tarima con un muchacho de nuestra edad, desgarbado, que nos hacían corear: “farandule-e-era, quiere conmigo pasar la noche entera”.