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event 29 Marzo 2023
schedule 17 min.
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Yaissa Yinney Gómez Castaño
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Opinión: Movimientos de mujer

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 ¿Por dónde me muevo? Me muevo con este cuerpo de mujer y por esta mente que no sabe cómo calmar el miedo, la impotencia y la ansiedad cuando se trata de la violencia contra las mujeres.

Ventana Metro

Foto: Yaissa Y. Gómez Castaño

Ese miércoles, mientras buscaba las llaves para salir a clase a las cinco de la mañana, me sobresaltó una voz masculina que se escuchaba afuera. El hombre hablaba fuerte y enredado. “Mejor esperar a que se vaya”, pensé. Había dormido esa noche donde mi hermana, esto significaba que debía coger el alimentador de todos los días, en una zona diferente, solitaria y cuando aún el cielo no aclaraba. En los diez minutos de viaje que pasé en el bus, hice un intento fallido de pensar el tema para la crónica que el día anterior habían asignado, pero mi mente se empeñó en solo recrear una conversación.

–¿Qué hace usted? – Preguntó el profesor en clase.

–¿Cómo que qué hago? – Le respondí a la defensiva 

– Pues sí. ¿Por dónde se mueve?

 Algo en mí se incomodó. Pensé un largo rato que no hacía nada, solo estudiaba, y hasta me sentí conflictuada por estar “desaprovechando los mejores años de mi vida”: pura mierda productiva que le meten a una en la cabeza. No tardé tanto en reprenderme y recordar por qué no trabajo desde hace un año: mi salud mental.

“¿Por dónde se mueve?”. La pregunta se repetía una y otra vez en mi cabeza. La verdad, siempre he querido dedicarme a actividades artísticas o sociales, pero mi personalidad nerviosa me ha alejado de esos grupos, y mi mamá también. El miedo que le tiene al mundo cuando se trata de sus hijas lo he heredado entero. “Me muevo por el metro”, me respondí después. Estaba en la estación Parque Berrío a las seis de la mañana. Iba tarde a clase como de costumbre. La conversación de tres mujeres captó toda mi atención: 

– Ese man no respeta –dijo una de las mujeres mientras miraba el celular­–. Me escribió a las tres de la mañana.                                                                                                                                                      – A mí también me ha escrito muy tarde y es todo intenso – contestó la que estaba sentada a su lado.     

– Yo sí no le he dado esas confianzas, conmigo no hace eso; siempre he sido muy seria con él – dice la única de las mujeres que estaba de pie. 

La que miraba el celular agregó en voz más baja:

– Me fue diciendo que él lo hacía muy bien, que había muchas a las que les podía preguntar.

La mujer que estaba de pie tiró ligeramente su cuerpo hacia atrás y con notoria indignación le preguntó:

–¿Eso te dijo? Qué asco de man.

Sentí el enojo de la mujer indignada. Por lo que siguió en la conversación entendí que el hombre del que hablaban trabaja con ellas y disfrazaba su acoso con coquetería. No sorprende, porque se nos ha vuelto paisaje, pero sí fastidia lo común que es este tipo de personajes en la vida laboral, académica, social, etc. El cuestionamiento es el mismo a diario: ¿por qué tantas soportamos lo mismo? Según datos publicados en Infobae de la encuesta realizada por la Veeduría distrital en Bogotá, ocho de cada diez mujeres han sufrido acoso o abuso sexual y siete de cada diez temen sufrir acoso o algún tipo de violencia en el transporte público. En una encuesta hecha a 130 mujeres usuarias del Sistema metro por la Secretaría de la Mujer en Medellín, se encontró que el 18% ha sufrido acoso.

Cuando voy en mi ruta diaria del metro, casi siempre estoy ligeramente mareada y alerta. Mis sentidos se agudizan más y mi mente va muy rápido creando todo tipo de escenarios ansiosos. Para controlar mis malestares me concentro en la respiración, me distraigo mirando frecuentemente la ventana y ocasionalmente el celular. En Instagram vi una frase: “Si hay algo de lo que nunca nos arrepentimos es de ser valientes”. Recordé la última vez que lo fui: estaba en el tranvía cuando la discusión de una pareja se coló en mis audífonos. El hombre estaba insultando a la que era su novia. Pausé la música para escuchar mejor: “Yo sí pico a ese hijueputa”, dijo mientras su cuerpo se inclinaba amenazantemente al de ella. Me percaté de que la mujer lloraba, así que lo confronté hasta lograr que la dejara en paz; nadie más en el tranvía dijo algo. A pesar de sentir que era lo correcto, temí por ella y por mí. No puedo evitar pensar que, aunque no me arrepienta de ser valiente, no quiero verme obligada a serlo.

¿Por dónde me muevo? La pregunta seguía dando vueltas: tal vez mas importante que por dónde es con qué. Yo me muevo gracias a/y con este cuerpo de mujer, que se esconde por momentos de miradas fijas que intimidan, que agiliza el paso cuando la calle está deshabitada o cuando no tiene otro cuerpo de confianza cerca. Corrí con mi cuerpo de mujer para que no me dejara el metro, y logré ganar algunos segundos más de mi inminente llegada tarde. Un poco agitada, me recargué en una puerta y una alarma empezó a sonar: “Si eres víctima de acoso o eres testigo del hecho, puedes oprimir el botón rojo ubicado al lado de las puertas. Recuerda que esta situación es considerada una emergencia”. Miré alrededor intentando confirmar que todo estaba bien; con mucha sospecha, con un poco de súplica.

Cuatro estaciones debo recorrer en el tren diariamente. Cada vez que paso por Prado busco con mi mirada la iglesia Jesús de Nazareno, que por estas épocas se observa a través de una construcción. Siempre me han gustado las arquitecturas de los templos católicos. Uno de tantos días, de vuelta a casa, el metro se detuvo unos minutos justo enfrente de la iglesia, por una supuesta falla técnica y vi por primera vez la virgen que está elevada en toda la punta. Entrecerré los ojos para verla mejor, y fue ahí cuando me di cuenta de que la mujer que estaba parada al frente mío leía un libro: Las Muertes Chiquitas, decía el título, Y yo me sentí pequeña.

Recordé la columna de Leila Guerriero titulada “Víctimas Puras” en la que habla de la denuncia de abuso que interpuso una mujer en contra de Dani Alves, el ex futbolista del Barcelona. En esta columna Leila utiliza un fragmento del poema “Tú me quieres blanca” de Alfonsina Storni: “Tú que el esqueleto/ conservas intacto/no sé todavía/por cuáles milagros/me pretendes blanca/ (dios te lo perdone) /me pretendes casta/ (dios te lo perdone) / ¡me pretendes alba!”. Mirando la virgen sentí rabia. Pensé en todos los requisitos que debe cumplir una mujer para estar en lo más alto de ese cielo azul: tiene que ser pura, casta, honesta y ni así basta. Pensé en estas creencias que nos han inculcado y tanto daño nos han hecho, sobre todo en esa que dice que tenemos que soportar aguantar, cargar. Pensé en el feminicidio de Valentina Trespalacios, una DJ bogotana asesinada por su novio extranjero. Pensé en cómo su dignidad ha sido destrozada, “porque se lo merecía”, “por infiel”, “por interesada”. Pensé que nos matan y tenemos la culpa. Pensé que cuando abusan, acosan, maltratan, torturan y matan a una, yo como el título de ese libro, tengo una muerte chiquita.

 Me dirigí hacia el tranvía caminando lento, ya no iba tarde. No se puede llegar tarde a casa, o eso pienso. La mujer que se sentó al frente mío me buscó conversación cuando nuestras miradas chocaron. Me dijo que en sus redes veía procesos de resocialización a habitantes de la calle en fundaciones y que en el mundo hay gente muy mala. Una estación antes de bajarse me dio un consejo: “No confíe en nadie, cuídese de todos; si sale de fiesta llévese su vaso con usted; a cuántas niñas no han violado y matado”. Pensé una vez más que todos los caminos por los que me muevo están cercados por la violencia de género. ¿Por dónde me muevo?, sigo preguntándome Me muevo con este cuerpo de mujer y por esta mente que no sabe cómo calmar el miedo, la impotencia y la ansiedad cuando se trata de la violencia contra las mujeres. Me muevo en un sistema que me roba la movilidad y la salud mental. Pero, aun así, a diferencia de lo que me incomodó al principio, ya no pienso que no hago nada; mi resistencia reside en moverme por mí y por todas.

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