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Edición 103

event 04 Octubre 2022
schedule 28 min.
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Santiago Vega Durán
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  • Arauquita se está quedando solo

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    Mamá estaba por empezar su clase. Era febrero de 2022. Miró la lista de sus niños de prescolar y cuando subió la mirada, no encontró a uno de ellos. Así empezó todo, con un niño que un día faltó a clase y no volvió más. En adelante cada vez más pupitres empezaron a quedarse vacíos. 

     

    Arauquita 1

     

    En 2010, llegué a Arauquita, municipio ubicado a cuatro horas de Arauca, la capital del departamento del mismo nombre. Lo hice junto a mi madre y mi tío, de quienes por seguridad debo reservarme sus nombres. Ambos son docentes y recién habían ganado el concurso para ser profesores del magisterio. Viajamos para probar suerte en aquel pueblo de un poco más de 40 mil habitantes, donde mi mamá apenas tenía a un viejo amigo de la universidad.

    “Esa tierra está llena de guerrilla”, nos decían amigos y familiares días antes de mudarnos. En realidad, casi nadie sabía dónde quedaba Arauquita. Escasamente nos llegaban las noticias sobre el conflicto en Arauca. Mamá, al principio, lo vio como un lugar de paso: “Luego voy a concursar para irnos a Cúcuta”, me decía. Y a mí me emocionaba la idea de vivir en una ciudad. Eso, sin embargo, también cambió con el tiempo.

    Cuando llegamos, el paisaje de la guerra era diferente al que nos habían vendido. Claro que había guerrillas: Arauca es un departamento con una fuerte influencia del ELN, en particular del Frente Oriental; también estaban las Farc, incluso después de su desmovilización, desde 2016, el antiguo Frente Décimo (conocido como Martín Villa) permanece en la zona. De acuerdo con el Registro Único de Víctimas, la suma de todas las confrontaciones en Arauquita ha dejado más de 27 mil desplazados y cerca de 2800 personas asesinadas.

    Pero nosotros no encontramos el panorama de guerra que nos imaginábamos. “Los paramilitares nunca han podido entrar porque no hay aeropuerto por donde los puedan meter”, me dijo una vez un profe de bachillerato. Muchas personas consideraban que la presencia guerrillera en el pueblo era una especie de “protección” para la población civil. Sin embargo, nos dimos cuenta de que era una amenaza permanente y una forma de “limpieza social”: expulsaban o asesinaban a los ladrones y consumidores de drogas, extorsionaban a los comerciantes y eran quienes tenían el control de la seguridad.

    La calma que vivimos al llegar fue simplemente suerte. Y fue momentánea o, mejor, selectiva. En 2010, las Farc y el ELN habían firmado un acuerdo entre ellos que daba fin a la guerra que empezaron en 2004 por el control de esa zona. La supuesta paz consistía en dirigir los ataques de ambas guerrillas contra la fuerza pública. Ese mismo año escuchamos por primera vez la expresión “paro armado”, y vimos varias veces la misma imagen: un viejo camión rojo daba vueltas por el pueblo con una bocina que recitaba un discurso y nos ordenaba no salir de casa, pero no ocurría nada más.

    Un año después de nuestra llegada, un día de enero de 2011, salí con mi madre por un algodón de azúcar a la feria del pueblo. Caminábamos hacia el vendedor cuando un hombre sacó una pistola y le disparó tres veces a un policía que hacía guardia. Una multitud de personas corrió asustada buscando refugio. Mi madre me tomó tan fuerte del brazo que el dolor me duró un par de semanas. Corrimos como locos huyendo de un asesino que no nos perseguía. Yo, que no entendía nada acerca de la guerra, estaba triste porque no podía comprar mi algodón de azúcar. Esa fue la primera vez que supe lo que significaba vivir en mitad del conflicto.

    El miedo como regla

    La mañana del 2 de enero de 2022, circuló un panfleto por el pueblo. Era una declaración de guerra contra el ELN y la firmaba el Frente Martín Villa de las disidencias de las Farc. Estos últimos acusaban a los primeros de aliarse con el Ejército, aunque en el fondo lo que existe, según la explicación que hay en Arauquita, es una disputa por controlar una región clave para el narcotráfico en un departamento fronterizo.

    Horas después de la circulación del panfleto, en redes sociales aparecieron fotografías con decenas de cuerpos ensangrentados. Recuerdo las palabras de mi madre ese día: “¡Miércoles!, como que se va a poner fea la cosa”. Muy pronto el Frente Martín Villa anunció un toque de queda; después de las seis de la tarde nadie debía estar en la calle, pero desde las tres el municipio ya era un pueblo fantasma. Así fue la vida durante los primeros meses del año y los muertos empezaron a aparecer en el casco urbano. Eso que parecía cosa solo de las veredas y de lo que uno se enteraba de vez en cuando estaba cada vez más cerca y ahora muchas de las víctimas eran conocidos, vecinos, amigos de los amigos.

    De acuerdo con la información recopilada por la Personería de Arauquita, en varias zonas rurales del pueblo, los campesinos aseguran que las disidencias de las Farc quieren apoderarse del terreno para sembrar coca, pero el ELN no lo permite y eso es lo que ha generado una confrontación que ha forzado el desplazamiento de muchas familias.

    Solo en el primer semestre de 2022, hasta el 30 de junio, 36 personas fueron asesinadas en Arauquita, todas con arma de fuego. Los registros de la Personería Municipal también indican que por lo menos 137 personas salieron desplazadas del municipio en esos primeros seis meses del año. La cifra, sin embargo, puede ser mucho mayor, pues incluye solo a quienes se registran en las dependencias oficiales.

    En la mayoría de los casos, el destino de esas personas desplazadas es Bogotá. Según una fuente de la administración local, cuyo nombre De la Urbe se reserva por seguridad, las personas que salen con miedo se van a las grandes ciudades porque en Arauca no existen garantías de seguridad ni hay capacidad para acompañar a los desplazados.

    Arauquita 2

    En la portería de ingreso al colegio Juan Jacobo Rousseau, un cartel recuerda que el Derecho Internacional Humanitario protege las escuelas y que, por tanto, deben ser espacios libres de actores armados. Fotografía: Santiago Vega Durán.

    Cuando empecé a quedarme solo

    A finales de enero mataron a Frank Segovia, el hermano de un conocido que trabajaba como mecánico en un taller. Lo acusaron de trabajar para el bando contrario, aunque en realidad su único pecado era no preguntarles a sus clientes qué banderas defendían.

    El pueblo ya se veía más vacío. Algunos se iban porque en cualquier momento podían resultar involucrados fácilmente en un malentendido o ser obligados a elegir un bando. Otros no soportaban vivir encerrados en sus casas, sometidos al miedo y con la guerra tocando a su puerta. Ya no se podía pensar en llevar una vida normal, nadie podía salir de noche, había que andar con cuidado, estar en la calle podía ser suficiente motivo para convertirse en un muerto más o ver a alguien convertirse en uno. La mayoría de los muertos y buena parte de los desplazados son hombres jóvenes.

    Muchas familias con los recursos suficientes empacaron y se fueron. O mandaron a sus hijos solos a casas de familiares en otros pueblos del país.

    En febrero, me quedé solo. Mis amigos y muchos otros muchachos abandonaron Arauquita. El rumor de que las guerrillas estaban reclutando a jóvenes mayores de 14 años expulsó a mis amigos más cercanos, que no quisieron quedarse a confirmar la sospecha. La última vez que nos encontramos todos juntos en Arauquita fue el primero de enero. Recibimos el nuevo año escuchando música y celebrando nuestra amistad. Ahora el recuerdo de esa noche es el último que me queda con ellos. Cada quien se fue por su lado y no nos hemos vuelto a reunir.

    El primero en irse fue Sergio. El muchacho atendía un local de videojuegos y computadores con internet. Algunas veces, antes de que la guerra nos tocara tan de cerca, esperábamos a que Sergio cerrara y nos íbamos con él a comer empanadas en el malecón. Con los asesinatos y los desplazamientos de este año, apenas iban un par de muchachos al local en el que atendía Sergio y, antes de que se ocultara el sol, todo el mundo ya estaba de vuelta en sus casas. El negocio ya no producía lo suficiente para pagarle a Sergio por lo que el dueño lo despidió.

    Un día, acostado en una hamaca, Sergio se puso a pensar en qué clase de futuro podría tener en un pueblo donde el miedo habitaba todos los rincones. Por esos días, su madre le dijo que se fuera a vivir a Bogotá con su hermana mientras mejoraba la situación. Sintió tristeza por tener que dejar a su familia en Arauquita, pero a la vez lo entusiasmaba la idea de llevar de nuevo una vida normal. Ya en Bogotá, Sergio no pudo ser más feliz. “Salir a la calle sin pensar en qué momento se forma una balacera no tiene precio, amigo”, me dijo una vez que hablamos mientras él estaba en la capital.

    Yo esperé hasta marzo para irme. Claro que sentía miedo, pero mi madre cumplía años a mediados de febrero y yo me negaba a festejar su cumpleaños estando lejos. Estaba a un par de meses de empezar la universidad en Medellín y eso me pondría a 24 horas de camino de su lado, más de 700 kilómetros. El primero de marzo abordé un avión hacia Cúcuta, en contra de mi voluntad.

    Pasé más de un mes en Cúcuta. Trabajé con mi tío en su escuela de fútbol. Todos los días lo acompañaba en los entrenamientos y los fines de semana le ayudaba como aguatero en los partidos. Estar tan ocupado fue un respiro para mí. Aunque en Arauquita llevaba una vida mucho menos movida, no tenía tanta libertad.

    Mientras tanto, mi madre, su esposo y mi hermanito pequeño seguían viendo cómo el pueblo se iba quedando solo. En el colegio hay cada vez más pupitres vacíos en todos los salones, desde prescolar hasta once. Algunos de los padres que se van dicen que están cansados de vivir con miedo, otros salen corriendo amenazados por no contribuir económicamente con alguno de los grupos que los extorsionan. Las salidas al parque, la biblioteca o la ludoteca se acabaron porque todos los días la radio local reporta muertos y atentados.

    Los comerciantes no han sufrido menos que los profesores y los estudiantes. Muchos negocios cerraron porque las guerrillas no permiten su funcionamiento, pues los acusan de colaborar con el grupo rival. Donde antes había tiendas, talleres o mercados ahora solo hay letreros que dicen “Se vende”. “Si uno le paga vacuna a un grupo, el otro grupo lo pone en la mira, y no da para pagar dos vacunas, por eso muchos negocios prefieren cerrar y los dueños se van”, dice un comerciante local.

    En abril me mudé a Medellín para estudiar Periodismo y he seguido desde la distancia lo que pasa en el pueblo. Mi mamá, que pensaba estar de paso en Arauquita mientras lograba un traslado, ahora insiste en quedarse, doce años después de haber llegado, a pesar de las balas y el miedo. “Yo no me quiero ir, yo lo que quiero es que esto mejore, pero solo parece empeorar”, me dijo la vez que le pregunté si no pensaba que era mejor hacer su vida en otra parte.

    En la tarde del 2 de mayo, mi madre, su esposo y mi hermano salieron a comerse un helado. Mientras mi hermanito correteaba por la heladería, en la acera del frente dos hombres en una moto acabaron con la vida de un tipo que andaba por allí. Con el helado a medio comer se fueron corriendo para la casa.

    Al igual que mamá, estoy seguro de que nadie se fue porque quiso, uno no quiere irse del pueblo en el que han crecido las semillas de lo que sembró. Por ahora, yo me quiero quedar en Medellín. Quiero ser periodista, y no quiero serlo en un lugar azotado por un grupo armado del que no se puede hablar en voz alta. No es digno vivir en medio de una guerra. Hoy da miedo vivir en Arauquita y no hay nada peor que vivir con miedo.

     
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