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Edición 103

event 03 Octubre 2022
schedule 5 min.
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Carolina Londoño Quiceno
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Santiago Bermúdez Toro
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  • Fotógrafo sin cámara

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    Con más de 40 años de carrera, Jorge Ortiz es uno de los artistas más relevantes en la historia de la fotografía contemporánea colombiana. Ha participado en poco menos de 100 exposiciones y su obra hace parte de las colecciones del Museo de Arte Moderno de Medellín, el Museo de Arte Moderno de Nueva York y el Museo Reina Sofía, de Madrid. Desde hace años, Jorge abandonó la cámara y descubrió en los químicos, el papel y la luz el soporte de su obra.

     

    Jorge Ortiz Carlos Tobon

    Fotografía por: Carlos Tobón

    Luz, tiempo, espacio, se repetía Jorge Ortiz mientras ubicaba su cámara de cajón en el patio de la casa. Por el visor veía el cielo cortado a la mitad por un horizonte falso. Hizo la primera anotación a lápiz en una libreta que llevaba consigo:

    Medellín. Latitud 6° 20’ 42’’ 76 N. Longitud 75° 49’ 33’’ 59 O 

    Agosto 31/79 viernes 

    Cll 25D x Crr 102 (Santa Mónica), Boquerón  

    Vientos de oriente a occidente 

    Nubes no definidas* 

    Cámara en sentido suroccidente (punto determinado) 

    Boquerón, noroccidente 

    A las 10:15 de la mañana tomó la primera captura. Y cinco minutos después otra, y cinco minutos después otra, y así. Durante toda esa tarde, la primera de muchas que vendrían en ese patio, con ese mismo encuadre, dibujó pequeñas viñetas en su libreta recreando cada imagen hecha, con su respectiva velocidad, diafragma y hora exacta. Las nubes se movían en el cielo y también en el papel. Jorge solo dejaba de mirar hacia arriba para tomar nota. De resto, mantenía sus ojos encima de Boquerón, ese deprimido de la montaña occidental del Valle de Aburrá. Registraba ese tránsito de las nubes porque ellas, en su paso, armaban un paisaje en el que la luz, el tiempo y el espacio confluían para crear un instante único. No le interesaba tomar fotos bellas. Quería fotografiar el paso del tiempo.

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    “¿Y qué hacemos con él?”, le preguntó Jaime Ortiz, el papá de Jorge, al doctor Arroyave, rector del Colegio Académico de Antioquia, donde su hijo cursaba quinto de bachillerato. El día antes un compañero lo había retado para que explotara un taco en el salón de clases, y Jorge, aventado como era, encendió la mecha con una candela. “¡Todo el mundo pa’trás!”, gritó, y lanzó el taco hacia el techo. “En ningún colegio lo van a recibir… Vea, don Jaime, haga una cosa: mándelo un año a Estados Unidos. Allá él se mejora”, fue la respuesta del rector.

    Jorge tenía 18 años. Había pasado por más de 10 colegios y perdido tres años. El padre estaba cansado de lidiar con su rebeldía. La familia, conformada por mamá, papá y 12 hermanos, vivía en Conquistadores, y fue en el barrio, con los amigos, que Jorge descubrió la marihuana. Luego fue la ropa: jeans de bota ancha, zapatos de tacón, camisas de flores y cuadros, y el cabello... “¡Cortate ese pelo que parecés una mujer!”, le decían. Eran los 60 y apenas estaban brotando los primeros retoños de la psicodelia gringa en Medellín. El sonido de las guitarras amplificadas salía de una radio mientras Jorge prendía el bareto con sus vecinos en el “Raniadero”, una manga cerca de la autopista Sur a la que le decían así por la cantidad de ranas que merodeaban allí. Vos fumabas y las ranas cantaban, una putería.  

    A comienzos de 1968, después de los esfuerzos del padre para conseguir la plata, Jorge viajó a un pequeño pueblo en Carolina del Norte. Allá se quedó un año. Más que estudiar compartió con sus amigos gringos la marihuana que sus vecinos le mandaban rascada en cartas desde Medellín. Cuando regresó, terminó el bachillerato y viajó a Cartagena con sus amigos. Queríamos conseguir trabajo en un barco pa’ irnos pa’ la puta mierda. En dos meses no les resultó nada y Jorge se devolvió para Medellín. Siguió buscando cómo irse. A finales de 1969, empacó maletas y se fue para Nueva York.

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    Llevaba dos años en la Gran Manzana y era mensajero en una agencia fotográfica y de publicidad. Necesitaba dinero, veía el regreso a Colombia inminente y en aquel trabajo podía caminar todo el tiempo por las calles interminables de Manhattan. En el último mes se acercó a Víctor, un puertorriqueño que trabajaba en el laboratorio de la agencia revelando las fotografías de artistas, actores, actrices y bailarinas. “Víctor, ayúdeme a ver si puedo conocer qué es la fotografía”, le pidió.

    Días después, Víctor lo invitó a entrar al cuarto oscuro y Jorge vio por primera vez cómo se revelaba una foto. Eso es mágico... Los aparatos, la luz roja, la luz blanca, los químicos, la alquimia… Cuando salí de allá, me fui con la idea de que iba a ser publicista. 

    Regresó a Medellín en 1971 y comenzó a estudiar Publicidad en el Instituto de Artes, que quedaba en el centro y era el único lugar donde ofrecían esa carrera. Los profesores, entre otros, eran los Once Antioqueños, un grupo de artistas formados como arquitectos pero que, finalmente, se habían dedicado a las artes visuales y a la escultura. Allá estaban Alberto Sierra, Marta Elena Vélez, John Castles, Juan Camilo Uribe, Luis Fernando Valencia, Hugo Zapata y Javier Restrepo, artistas que rompieron con la tradición pictórica paisa de observar con nostalgia una Medellín casi rural para retratar los rostros y paisajes de la nueva urbe.

    No terminó la carrera. Se retiró en 1975. Le faltaron dos materias para terminar. Y yo ahora no me voy a devolver cuarenta años por un cartón. Se casó y comenzó a trabajar en Leo Burnett, una agencia de publicidad en la que estuvo apenas seis meses porque no estaba de acuerdo con su visión. Jorge, más que vender, quería educar a las personas con las imágenes. Luis Fernando Valencia, que en ese momento experimentaba con la fotografía conceptual, lo invitó para que lo acompañara a dictar unos cursos en la Universidad Pontificia Bolivariana. En 1977, en medio del desencanto con la publicidad y de su experiencia como profesor primerizo, Jorge concibió su primera obra: Cables; una serie de fotografías en las que registró, en plano contrapicado, el cableado urbano con su cámara de cajón. Las imágenes a blanco y negro en alto contraste dejaban ver figuras geométricas en las que la referencia a los cables solo se entendía por el título.

    Luz, tiempo y espacio, la combinación ya resonaba en su cabeza. Y apareció una palabra más: “paisaje”. Mis dos primeros trabajos, Cables y Boquerón, fueron fotografía sin ser fotografía, porque yo ahí ya tenía una apuesta por los conceptos. En 1979, con su segunda obra, Boquerón, las intuiciones de Jorge llegaron a su epifanía. En ese patio en Santa Mónica, durante meses, registró el paso incierto de las nubes sobre el cielo. Bajo la acción de obturar había un deseo pleno de comprender ese instante donde la luz, el tiempo y el espacio se encuentran para reproducir un paisaje irrepetible. Con Boquerón, Jorge inauguró el resto de su trabajo artístico. Las obras de los siguientes años serían nuevas miradas al Valle de Aburrá, a las montañas, al cielo. Sin embargo, aún no había ocurrido el error que lo haría abandonar la cámara como medio, y encontrar en el papel y los químicos fotográficos los artífices de su alquimia.

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    En el accidente está la originalidad. Si no hay accidente, no hay origen. En 1981, a pocas semanas de la IV Bienal de Arte, Leonel Estrada, creador y director de las bienales de Medellín, llamó a Jorge: “¿Usted qué va a hacer para esta bienal?”.

    Jorge quería regresar al motivo de Boquerón. La idea mía era subirme a la torre del Cerro del Padre Amaya para fotografiar el Oriente antioqueño. Hacer una fotografía cada 15 minutos moviendo la cámara a lo largo de las montañas para capturar las nubes. Tomar 15 fotos. Y hacer lo mismo en Santa Elena para fotografiar el occidente. Luego esas fotos se unirían en secuencia, qué importa que no casaran. Pero yo me dije: no puedo estar en dos lados a la vez, de allá pa’ acá y de acá pa’ allá. 

    Pero existía alguien que podía hacerse pasar por él: su gemelo, Luis Fernando Ortiz, que era administrador de empresas. Consiguió una cámara de cajón igual a la suya y le enseñó cómo manejarla, y cada uno subió a una montaña. Habían coordinado sus relojes y acordado el mediodía como hora de inicio. Días después, Jorge reveló las fotos. Yo vivía en la finca de mi papá y allá tenía el laboratorio. Las mías salieron bien, pero en las de él no se veía nada.

    ―¿Cómo van las fotos? ―lo llamó Leonel. Faltaba una semana para la bienal.

    ―Yo se las llevo el miércoles ―respondió Jorge.

    Y me dije: “jueputa, ¿qué hago?”. Entonces, se me ocurrió… Párele bolas… Si Jorge se paraba en el centro de Medellín, en dirección al occidente, veía la montaña plana, sin volumen, producto de la contaminación. Es negra, parece un cartón. Y si miraba hacia el oriente, veía cómo bajaban las quebradas y variaba el verde de los árboles y la hierba según la luz. ¿Vos cómo traducís eso conceptualmente? Blanco y negro, así como la fotografía que yo trabajaba. El blanco es la luz y el negro es la no- luz, que sin embargo es otra luz. Yo con mi hermano también soy eso: blanco y negro. ¿Si ve cómo todo se va juntando? 

    Jorge compró dos rollos de papel fotográfico de 15 metros. Uno tenía que volverlo negro, así que lo expuso a la luz y lo reveló. El otro tenía que permanecer blanco, entonces lo fijó así, virgen. En un pasillo del Palacio de Exposiciones instaló cada rollo en paredes enfrentadas. La obra la llamó Medellín, y en el suelo escribió la latitud y longitud del lugar. La bienal había comenzado a mediados de mayo, y por esa misma fecha el Museo de Arte Moderno de Medellín convocó al Primer Coloquio Latinoamericano de Arte No-Objetual y Arte Urbano, al que Jorge también fue invitado. Desde la terraza del museo, Jorge soltó otro rollo largo de papel fotográfico que alcanzó el suelo. Poco después comenzó a llover. Ahí estaba el accidente. Las gotas de lluvia dibujaron trazos sobre el papel sobrexpuesto.

    Comencé a mostrar la fotografía como inicio, que también es la no-imagen, y así empezó mi trabajo sin cámara fotográfica. Jorge fue uno de los primeros exponentes de la fotografía conceptual en Colombia. Después de Cables y Boquerón, abandonó la cámara y se concentró en los soportes de la fotografía análoga: papel, químicos, luz. Y los procedimientos: velado de negativos, mezclas inadecuadas de químicos y alteraciones en el proceso de revelado y fijación. Y no solo eso. Jorge se rebeló contra el revelado tradicional y encontró su propia manera: hacer fotos como pintándolas, en un lienzo brillante que recibiría los químicos y la luz. El arte no se trata de técnicas sino de ideas, y las ideas pueden ser como quieran. Yo soy un fotógrafo sin cámara. 

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    Cuando Jorge era joven leyó a Fulcanelli, el seudónimo de un autor de textos sobre alquimia y cuya identidad es desconocida. Los alquimistas occidentales buscan la fórmula para mezclar metales y crear oro, pero para enriquecerse. Los alquimistas orientales también buscan esa mezcla, pero para ellos el oro es el privilegio de quien lo consiga. Esa sustancia de proporciones adecuadas es la piedra filosofal. 

    Para revelar una fotografía es necesario un cuarto sin luz, que los químicos estén a la temperatura ideal y en las cantidades precisas. Jorge conoció las reglas para hacerlas a un lado y crear las suyas. Yo llevo cuarenta años malpreparando químicos, y ya sé cómo mal preparados me dan lo que necesito. Una vez en clase, puso a sus estudiantes a mezclar los químicos para encontrar el color dorado.

    ―¿Y a mí por qué no me da? ―le preguntó un estudiante después de un rato.

    ―Aprenda, intente, trabaje. Yo me demoré 25 años para que me diera el dorado ―le respondió Jorge.

    En el período poscámara, que ha sido casi la totalidad de su obra, Jorge ha trabajado la fotografía como idea. Mirar, observar, ver, percibir. A partir de estos cuatro ejercicios, él aprehende su entorno, que es el paisaje, que es también todo lo que está al frente mío. En su obra, la naturaleza y la urbe son la excusa para encontrar las formas que constituyen ese paisaje. Esa es su manera de leer el mundo. Las nubes de día son figurativas y de noche son abstractas. Los árboles de día son abstractos, y de noche son figurativos. Lo que está escrito en el cielo está dibujado en la tierra. Los árboles son el espejo de las nubes.

    El poseedor del conocimiento alquímico penetra en el vasto bosque de las formas. Con su mirada accede a lo abstracto que no son más que los pliegues de lo real. No es el más allá. Es la atención a lo pequeño, a lo oculto. La luz alumbra, la luz da forma, la luz es principio creador. En Medellín es un labio (2012), Jorge volvió de nuevoa los cerros del Valle de Aburrá e hizo una abstracción de su silueta que, vista desde un punto cenital, parece un labio: el inferior es Santa Elena y el superior, el occidente, y marcando el arco de cupido está el deprimido de Boquerón. En Hitos de la geografía (2011) y Primavera (2014) hizo uso del descubrimiento de años atrás: el papel crepé para pintar el papel fotográfico. El color comienza a tener un rol importante en el paisaje. Las montañas son pintadas en su abstracción.

    Actualmente, Jorge está trabajando en una nueva obra: un televisor obsoleto es el marco de un lienzo pintado con químicos de revelado. En la pantalla plana, el químico blanco hace aparecer figuras que se transformarán a medida que pase el tiempo. Hay unas partes que ya están doradas. Toda la pantalla deberá quedar de ese color. Cuando uno está ante la televisión, ¿qué ve? Un programa, una película que continúa y continúa. Estas son mis películas, porque esto sigue cambiando y cambiando. Una película mía puede durar meses. ¿Cuándo acaba? Cuando se fije ya del todo, cuando ya el químico se cristalice, cuando no cambie más. Entonces mi trabajo es orgánico, porque la luz hace que las texturas varíen... Yo no estoy buscando el oro, yo trabajo con los químicos de la fotografía. Esa es mi piedra filosofal. 

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    ¡Este es el principio de la fotografía! ¡Este es! ¡La luz!, dice Jorge mientras recorre su taller, que está en la parte trasera de su casa. Tiene 73 años y vive en El Retiro hace ocho, pero antes también vivió en Medellín y en Bogotá cuando era profesor en la Nacional, los Andes, Bellas Artes, la UPB, la Tadeo Lozano, la Colegiatura. Sobre una larga mesa pegada a la pared hay montañitas de papel, bolsas con revelador fotográfico y fijador en polvo, tarros con químicos líquidos que usa como pócimas. En las paredes, cuadros, fotos y un poema, Tiempos de paisaje: “... la luz hace visible el tiempo / le impone modos de ver / lo hace cambiar de idea…”. El poeta Gustavo Adolfo Garcés lo escribió para Jorge.

    El resto de la casa parece la de un coleccionista. Las paredes, al igual que el taller, no tienen un solo espacio libre. Tiene fotografías de su familia, recuerdos de toda una vida, obras suyas y de amigos. Hay reproducciones de sus trabajos, pruebas de artista; los originales ya están en museos, colecciones privadas, vendidos o intercambiados. En un tablero de corcho hay una fotografía suya a blanco y negro de cuando era joven. Tiene el cabello largo, el bigote muy crecido y la mirada tranquila. A sus 73 años, Jorge conserva el mismo semblante, aunque las canas, las manchas y las arrugas revelan el paso de los años.

    Ya está jubilado como profesor. Dedica sus días a ver cómo pasa el tiempo sobre sus obras, cómo la luz las va cambiando, cómo el espacio se vuelve otro. Sin embargo, debe trabajar con mesura. Hace 12 años le diagnosticaron Epoc. El médico me dijo que más que tanta fumadera son los químicos que aspiré durante años. Me dijo que bregara a trabajar menos, y yo le dije que eso era imposible. Como les decía a mis estudiantes, “gánenle a todo y no se dejen ganar de nada”. Yo sigo trabajando, ya menos. Pero lo que me tocó, me tocó, y si me toca irme me voy, y les voy a jalar las patas, y entonces se ríe y su cuerpo se estremece de gozo. 

    Afuera de su casa hay un corredor con una mesita cubierta por una gran sombrilla. Allí se sienta todos los días en la tarde a contemplar las montañas de El Retiro. Más de 40 años de exposiciones y obras, y todavía toma su celular para fotografiar el paisaje que tiene enfrente: el filo de la montaña, las nubes y los cables de luz que atraviesan el encuadre de un cielo azul. Sábado, 9 de julio del 22. A las 6:00 de la tarde toma la primera foto. Y 15 minutos después la otra, y 15 minutos después otra, y así, hasta que a la montaña se la traga la noche.

    Jorge ortiz foto

    Boquerón, 1979. Gelatina de plata sobre papel de fibra. De las 236 fotografías que capturó, Jorge escogió estas 24.Fotografía por: Jorge Ortiz

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