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Edición 103

event 24 Agosto 2022
schedule 7 min.
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Mateo Asturcón
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  • Un silencio doméstico

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    Es 28 de abril de 2022. Janeth Foronda y Nancy Estela Gómez conversan sobre la masacre de Altavista. No es tan casual el encuentro. Están a punto de remover sus recuerdos para colaborar con la investigación del montaje teatral 1996, del director Daniel Baena. Ambas son vecinas desde niñas y viven en el barrio Manzanares, que colinda con el cuadradero de buses donde fueron asesinados dieciséis jóvenes y resultaron heridos otros tres ese 29 de junio de 1996. Elkin de Jesús, una de las víctimas mortales, era el esposo de Janeth. Y Juan Mauricio Toro Gómez, uno de los sobrevivientes, es hijo de Nancy.

    Las dos mujeres están en la casa de Nancy, a la orilla de la quebrada Buga. Están sentadas frente a frente, en un comedor de cinco puestos. Janeth tiene 44 años, el cabello largo, viste una blusa, una falda de yin, y aunque habla bajito lo hace con la convicción de quien lleva una vida religiosa. Pertenece a la Iglesia Pentecostal. Nancy, por su parte, tiene 59 años, el cabello tinturado de rojo, usa unas gafas que le aumentan el tamaño de los ojos, escucha tímidamente y se corta a veces para recobrar el aliento. Por momentos se le encharcan los ojos y los lentes le amplifican las lágrimas. Ninguna de las dos es muy alta y sorprende pensar que esos cuerpos pequeños han tenido que soportar los rigores de la violencia, la pérdida, el duelo y el miedo.

    Nancy: Pero, ¿usted y yo por qué no hemos hablado de eso?

    Janeth: Como que quisimos guardar silencio. Yo esto lo hablo cuando me preguntan, por ejemplo, en las audiencias.

    Yo reaccioné el día que nos hicieron un acto aquí hace dos años. Ahí supe que esto había que denunciarlo, sacarlo en los medios. Ese día yo dije: “Bueno, ¿entonces nosotras vamos a seguir en silencio toda la vida?”.

    Nancy: Es que tenemos miedo.

    Janeth: ¿De qué tenemos miedo?

    Nancy: Cómo que de qué. ¿Quiénes vinieron a hacer eso acá?

    (…)

    — ¿Como si hubieras presentido algo?

    Doña Janeth jpg

    Janeth Foronda

    Mecla Janeth jpg

    Archivo de Janeth Foronda. Arriba, una fotografía de su matrimonio con Elkin. Abajo, un recorte de prensa del día siguiente de la masacre.

    Janeth: Eso fue un sábado. En la mañana mi esposo estaba construyendo la casa de un señor al que también mataron en la masacre. Don Jair, el dueño del quiosco. Estaban amarrando las vigas para al otro día vaciar la losa.

    En la mañana, Elkin me dijo estas palabras: “Amor, tengo tanto frío. Y por qué si yo dormí bien… Pero tengo mucho frío”. Entonces yo le dije: “No vaya todavía; ahorita”. Y me dijo: “No, yo tengo que terminar porque mañana vaciamos la losa, me tengo que parar así con frío y todo”. Se paró, se bañó, tomó tinto, se puso la ropa de trabajo y se fue. Y yo me quedé lavando las ventanas, la puerta, el andén. En la tardecita, entre las dos y las cinco, dormí mucho. Y en la nochecita, como yo de mi casa podía ver la casa que estaban construyendo, me paré en la reja a mirar hacia arriba y a esperar a que él me mirara para preguntarle si necesitaba algo… Yo quería irme para allá, pero me daba pena porque había muchos hombres. Y nunca me miró. Entonces me aburrí ahí parada y me entré.

    Como a las seis y media llegó, me abrazó y tenía las manos muy untadas, muy roñosas, como del alambre. Él me abrazó y me cogió de los brazos. Yo no sé por qué, pero yo sentí como que ese abrazo fue una despedida. Fue algo impresionante. Yo lo miré y le dije: “Ay, ¿usted por qué me está abrazando así?”. Me dijo: “¿Cómo, mi amor? Normal”. Yo: “No, no es normal, lo que yo sentí no es normal”.

    Le serví jugo, se bañó, se organizó y se acostó un ratico porque seguía con frío. Entonces yo le dije: “Usted está enfermo o está muy cansado, venga yo le doy unas pastillitas”. Y se recostó un ratico. De pronto se paró y me dijo: “Amor, voy a ir a la terminal”. Entonces yo le dije: “¿Pero a esta hora? Usted no ha comido, venga yo le doy comida primero”. Entonces me dijo: “Déjeme la comida ahí tapadita que yo no me voy a demorar, amor, se lo prometo que no me demoro, ya vengo”. Eran las ocho y media, casi las nueve.

    Nancy: ¿Sí, Janeth? ¿O sea que él salió y ahí mismo llegaron esos hombres?

    Janeth: Sí… Entonces se paró. Se estrenó unas botas. Eran amarillas, eso era el furor en ese momento, y él estaba emocionado por sus botas. Y yo le dije: “¿Pa qué te vas a estrenar eso a esta hora? Mañana domingo cuando vayamos a la iglesia”. Y me dijo: “No, yo quiero hoy”. Y se fue.

    Tapé la comida y me senté a ver Sábados Felices, a esperar a que él viniera. Cuando estaba sentada en la orilla de la cama mirando la televisión escuché el primer disparo. Yo quedé paralizada.

    Nancy: Como si hubieras presentido algo…

    Janeth: Se me bajó algo como de acá de la garganta al estómago. Traté de abrir la puerta y no pude, no fui capaz, porque el dolor en el pecho no me dejaba. Era un taco acá. Yo no podía respirar. Doña Amanda y doña Amada me vieron y se entraron a mi casa, que qué era lo que estaba pasando… Ellas estaban ahí en la ventanita, y yo les hacía señas de que me estaba ahogando y las balas sonaban.

    Amanda y Amada me ayudaron a abrir la puerta. Ya pude reaccionar un poco. No dejaban de sonar las balas. Yo les decía: “Algo le pasó a Elkin, algo le pasó”. Ellas me decían: “No, tranquila, tranquila”. Y en eso subió un muchacho a la carrera diciendo: “Escóndanse, corran que nos van a matar a todos, corran, corran, corran”. Por toda la calle el muchacho iba gritando: “Corran pa arriba”, y yo corría, pero de para abajo. Y todo el que me encontraba me trataba de atajar. La gente corría a esconderse y yo corría para donde estaban los muertos. Encontré a mi papá, y cuando me miró me dijo: “Mija”. Yo le dije: “Apá, ¿qué le pasó a Elkin?”. Me dijo: “Lo mataron”. Yo: “No, pero cómo así, pero por qué, pero por qué”. Y él me decía: “A todos, amor, a todos, pero a todos, a todos, a todos, a todos, a todos...”.

    En el reversadero, mi hermana, muy pequeña todavía, adolescente, cogía a los muertos del pelo, les volteaba la cabeza, buscando a mi hermano. Luego supimos que él no estaba en el reversadero en ese momento. Buscándolo fue que encontraron a Elkin.

    Ya yo perdí claridad de lo que estaba sucediendo. Me cuentan que yo me tiré encima. Y que le metí la mano en la herida del pecho bregando a quitarle lo que tenía ahí. Y le decía que se parara: “Por favor, párese, vamos para la casa, no me haga eso, por favor párese”. Yo tenía un cabello largo, abundante, y quedó envuelto en la sangre de todos. Era como si a mí me hubieran vaciado una canecada de sangre. Se soltó a llover. Los perros aullaban. Y por toda esta calle de Manzanares la sangre se lavaba lentamente hacia abajo. Yo miraba esos arroyos y decía: “Dios mío, qué es esto, pero por qué”.

    Cuando a él se lo llevaron para la Unidad Intermedia lo fuimos a esculcar y no tenía ni billetera, ni anillo, ni plata. A Elkin lo robaron el día de la masacre. Y el anillo por ninguna parte, la argolla del matrimonio no estaba. Pues resulta que él y yo habíamos hecho un pacto antes de casarnos. Él me dijo: “Si yo me muero primero, y usted se enamora de otra persona, se quita la argolla, no se la vuelve a poner; y si es al contrario, entonces igual”. Hicimos ese trato muy recién casados.

    Cómo le parece que cuando yo me vine a los ocho días, luego de viajar a Campamento para enterrar a mi esposo, me puse a desocupar la casa en que vivíamos. Y fui a descolgar un adorno, una fresa de porcelana que tenía en la pared de la cocina, y cuando la descolgué cayó el anillo al piso. Era la argolla de matrimonio. Elkin la metió en la cavidad de la fresa hacia adentro. Ahí estaba. Nosotros nos quedamos impactadísimos. Él nunca se quitaba ese anillo ni para trabajar ni para nada. Y ese día se lo quitó. Mi mamá todavía no sale del asombro.

    Nancy: Dicen que uno como que presiente cuando le va a llegar la muerte. Y ustedes tenían un pacto…

    Janeth: Él me dejó ir. “La voy a dejar ya y usted puede hacer lo que quiera”. Yo le regalé el anillo a la mamá de él. En este momento tengo tres hijos. En mi nuevo matrimonio tengo dos. Y hemos construido una vida, hay que seguir viviendo de todas maneras.

    Todos los seres humanos tenemos un amor que es para siempre, el amor eterno. Yo hablo desde mi experiencia de vida y Elkin es mi amor eterno. El que ahora tengo yo lo amo con todo mi corazón, pero Elkin fue un amor diferente, un amor que nunca se olvida. Así pasen y pasen los años, siempre va a haber algo acá, que transforma el corazón, y que se siente distinto.

    — Dios no lo necesitaba ese día

    Nancy jpg
    Nancy y de fondo la fotografía de su hijo Mauricio, entregada en el Acto de perdón por parte del Estado, el 4 de octubre de 2017.

    Nancy: Yo estaba muy joven, tenía 33 años. Mis hijos… Mauricio, el de la masacre, tenía 16 años. El otro, el menor, tenía 14. Yo estaba trabajando en un puesto de comidas rápidas con una cuñada por los lados de Cedepro. Los fines de semana me iba a trabajar allá. Yo me dedicaba a eso y a criar a mis hijos.

    Ellos estaban en un grupo de oración. Venían del colegio, hacían sus tareas y de pronto se iban para donde Andrey y Harley, amiguitos a los que mataron. Y tenían un grupo de hip hop y hacían presentaciones. Vestían pantalones y camisetas anchas.

    Mi esposo tenía un taxi. Y manejó ese taxi hasta que pasó la masacre… La masacre nos cambió la vida a todos.

    Ese día fue normal. A las tres de la tarde les di el almuerzo. Y les dije: “Suban a comer por la noche”. Y ellos que salían del grupo de oración a esperar el bus en la terminal, cuando llegó toda esa gente. Mi hijo menor se fue con el primo a la tienda, mientras Mauricio se quedó en la terminal. Y me dice mi hijo que llegaron y les dijeron: “Fiscalía, una requisa”.

    Empezó uno que tenía bozo de candado a decir: “Hijueputas, a ver, quiénes son los milicianos”. Y todo mundo callado. “Digan a ver dónde están”. Quién iba a decir nada, si los milicianos mataban a los muchachos si los delataban. Y ellos se cansaron de decir que ellos no eran milicianos. Entonces les dispararon en las piernas. Él alcanzó a arrastrarse debajo de los buses. Él me dijo: “Ma, yo me iba a meter debajo de un bus, pero ya estaba lleno de gente escondiéndose. No había espacio para mí”. Entonces se hizo pegado de una pared del cuadradero de buses. Ahí estaba paradito, temblando, herido. Y él me dijo: “Ma, cuando yo estaba ahí parado llegó uno revisando”. Y él que estaba de camiseta blanca… Dios no lo necesitaba ese día.

    Janeth: El man que los estaba buscando no lo vio...

    Nancy: Mauricio me dijo: “Ma, cuando yo vi que ellos se fueron, yo salí y me tiré al quiosco”. Ya no le daban más las fuerzas. Pero estaba bañado en sangre… Y ahí mismo lo montaron a un bus y se lo llevaron para la Unidad Intermedia.

    Yo estaba en las comidas rápidas y se veía todo el cielo blanco. Era un humero. Un primo subió a la carrera y le dije: “Mono, ¿qué pasó?”. Me dijo: “Hubo una matazón en el reversadero”. Y yo le dije: “No le puedo creer… yo creo que allá estaban mis hijos, que iban a subir a comer”. Y me dijo: “No, prima, tranquila que ellos no están allá, ya me informaron y ellos no están allá”. Él después habló conmigo y me dijo: “Prima, yo ya sabía”, pero él no me quiso decir en ese momento.

    Mi cuñada fue al teléfono público a llamar a la casa de ella y le dijeron: “Hubo una matazón en el cuadradero, y mataron a Mauricio Sánchez, a Piolín”. Era un vecino. Yo no lo podía creer. Cerramos y bajamos a pie porque no subía ni bajaba ningún carro. Como que los pasos no alcanzaban. Cuando estaba por la estación de Policía me encontré a Irma, una vecina. Y mi cuñada le dijo: “Irma, Irma, ¿verdad que mataron a Mauricio, el de Rubiela?”. Y ahí mismo Irma dijo: “No, a Mauricio el suyo”, y me señaló.

    Yo ya no me di cuenta de nada más. Quedé paralizada, me cogieron y me bajaron. Llegué donde mi suegra y me sentaron en una silla y yo de allá no me paré. Nos quedamos ahí un rato, porque la gente decía: “Si nos movemos nos matan más abajo”. Tenía un paquete de cigarrillos y yo fumaba y fumaba y apagaba uno y prendía el otro y apagaba uno y prendía el otro.

    Ya al mucho rato llegó un camión, el que llevó los muertos. Mi esposo lo mandó por mí. El que manejaba el camión subió allá con el papá de pasajero. Me dicen que cuando yo vi a ese muchacho del camión, salí corriendo, bajé al papá y lo tiré para montarme yo. Les juro por mi madre que no me acuerdo.

    Cuando llegué a ese centro de salud, a la Unidad Intermedia, alcancé a ver los muertos de lejos, filados, y la gente gritando al pie de ellos. Llegué donde mi hijo, estaba vivo, y ya lo estaban sacando para el San Vicente, lo iban a trasladar. Estaba en una camilla y lo estaban atendiendo. Estaba cogiéndole la mano y me la apretó. Yo le dije: “¿Qué le pasó, hijo?”. Llegaron unos hombres armados, vestidos de civil. “Mauri, ¿qué te pasó?”. Y él se quedó mirándolos y me dijo: “Ma, ellos estaban allá arriba disparando”. Y yo le dije: “Estese callado, no diga nada, lo que le pregunten usted no los conoció, ni los reconoció, ni los quedó reconociendo”. Es que él era un niño, una cosita mi muchacho. Tenía 16 años. Y él me dijo: “Bueno”. Cuando ellos llegaron donde él y le preguntaron “¿Cómo te llamas?”, él les dijo el nombre. “¿Recuerdas algo de allá?”. Y yo lo vi pálido. “¿Recuerdas alguna cara, alguna facción de alguien?”. Y él les dijo: “Yo no me acuerdo de nadie, uno en ese momento no ve a nadie”. Si él decía que sí se acordaba, porque a él se le quedó grabado el hombre con la barba de candado, ahí mismo me lo rematan. A eso iban. Como en la sala de espera había tanta gente de esa masacre, se quedaron escuchando comentarios, haciendo inteligencia. Yo le dije a mi mamá: “No hablen, calladas”.

    Pero cuando me senté en la sala y vi que ellos estaban ahí al pie, dije: “Qué pesar, qué tristeza que no cayó ningún miliciano de los que iban buscando, le dañaron el hogar a mucha gente”. Dije eso con la rabia que yo tenía, el dolor. Y los médicos empezaron a decir: “Mataron a este, a este, a aquel otro, al otro”.

    Mi hijo quedó muy mal porque una bala le rozó la vena femoral. A él le dieron tres tiros en las piernas. Le hicieron varias cirugías y se quedó como doce días en el hospital. Y después ya subimos.

    Hasta que un día salimos. A Mauricio lo motilaba Inés, la mamá de Jony…

    Janeth: A Jony también lo mataron, tenía 15 añitos, no los había cumplido. Al otro día era el cumpleaños. Ese día le habían comprado la ropa.

    Nancy: Inés le cogió un amor muy grande a Mauricio porque Jony y él eran muy amigos. Yo la llamé y le dije: “Inés, ¿usted está en capacidad de motilar a Mauricio?”. Porque ella estaba en su duelo, en su dolor tan grande. Y me dijo: “Nancy, para mí es un aliciente motilar a Mauricio, como si estuviera motilando a Jony”. Entonces bajamos y Mauricio llevaba muleticas. Antes de llegar donde Inés, subió una camioneta blanca. Mauricio se nos maluqueó, porque él quedó marcado. Cuando lo entramos donde Inés, nos dijo: “Ma, es que ese carro es parecido al que llegó a la masacre”.

    Eso marca a cualquiera.

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