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Versión impresa de De La Urbe

event 26 Julio 2021
schedule 39 min.
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Carolina Londoño Quiceno
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  • Carolo, ¿qué va a pasar cuando vos nos faltés?

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    En junio, cuando el Festival de Ancón cumplió 50 años, hablé con Carolo para escribir sobre la memoria de esos tres días de rock, paz, mucha bareta y un revolcón a los godos paisas. Los cuerpos envejecen y con ellos su memoria. Los cuerpos mueren y llega el silencio. Carolo murió este 25 de julio. ¿Quién nos contará las historias que no vivimos?

     

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    Fotos: Carolina Londoño

    Carolo se quita la camisa manga larga, de un amarillo pastel, dejando ver su pecho de piel floja, y se pone una ruana tejida de colores tierra. De una silla en la que tiene varios sombreros, coge una boina gris y se la prueba. No muy satisfecho —quién sabe con qué aspecto quería estar en su propia casa— se la quita y toma un fedora café, viejo, sudado en la parte de la frente.

    —¿Cuántos años tiene ese sombrero, Carolo?
    —Hermana, más de cuarenta años, hasta para películas me lo han pedido prestado, hermana.

    Enciende el bareto que había armado antes, llama a su perro Bareto, y con bareto en mano y Bareto adelante, caminamos hasta el cultivo de marihuana que tiene en su finca en El Retiro, y ahí pasea entre las hileras de matas, las acaricia, revisa su estado.

    —Tomame una foto así… Con esta otra, hermana… Así…
    Con una mano coge una de las ramas y se la acerca a la nariz. Baja el rostro de costado para que el sombrero tape sus ojos. Sujeta el bareto entre los labios. Le muestro la foto después de tomarla.

    —Vos sí sos muy posudo, Carolo.
    Salimos del cultivo de regreso a la casa. Me habla de sus padres. Ambos murieron este año. Carolo fundó la revista El Pellizco en 1994. En la edición de abril y mayo de 2021 hay dos fotos bajo el título: Flores, legado de mi madre. En la primera se ve un girasol, en la segunda, Carolo en medio del jardín. “Ella quería sembrar unas semillas para que florecieran en primavera. Mi mamá murió sin ver cómo germinaban y crecían sus semillas. Esta semana florecieron. Y yo las disfruto como el último regalo de mi bella madre”, dice el texto que las acompaña. Carolo se detiene a observar una carreta sembrada. Con sus ojos señala un pedazo de tierra vacío.
    —Aquí mi mamá sembró las últimas semillas, hermana, de girasol, tres. Solo creció una. Hermana, sin mis papás a mí solo me quedan El Pellizco y Ancón.

    No pisés la hierba, fumátela

    Ancón. Paz, amor, libertad. Ancón. Los setenta, el rock, la marihuana, los hongos, el LSD. Ancón. Que no quiero vivir más en esta Medellín castrada y goda. Ancón. El padre Fernando nos excomulga. Que tres padrenuestros, dos avemarías y una traba bien profunda nos salven. Ancón. No faltan las camisas de flores, cuadros y bolas, unos zapatos plataformudos, las botas de vaquero, las sandalias, los bluyines y los flecos. Las melenas, los collares, las manillas, las aretas. Me pongo los tenis rotos y sin medias. Ancón. Las guitarras de Santana y Hendrix se meten en los cuerpos y los vuelven posesos. Ancón. Bienvenido Woodstock a este pueblito rezandero entre las montañas.

    ¿Cuál Ancón? ¡El Festival de Ancón, hermano! Los tres días de música, amor y ¡No pisés la hierba, fumátela! 18, 19, 20 de junio de 1971. Carolo cuenta la misma historia siempre: en un viaje de ácido lisérgico que se pegó estando en una playa de San Andrés, cuando tenía 24 años, se le apareció la visión divina: un ejército de ángeles que tocaban clarines, y después, cada vez más claro, vio a unos jóvenes bailando, escuchó la música, vio el escenario. Regresó a Medellín con la idea de montar el festival.

    ¿Por qué Ancón? Carolo —por cierto, se llama Gonzalo Caro, aunque difícilmente respondería a ese nombre— conocía Ancón Sur, un barrio en La Estrella, que tenía un vallecito atravesado por el río. Ese terreno, conocido como el parque de Ancón, lo había comprado el municipio de Medellín años atrás. Era perfecto para lo que él se imaginaba. Afortunados todos los mechudos hippies que contaron con la suerte de que el alcalde de la época, Álvaro Villegas Moreno, no era un híperpuritano entre los conservadores y dio la autorización.

    También apoyó abiertamente al festival y estuvo presente en la inauguración. Después lo presionaron tanto desde la Iglesia y los medios que tuvo que renunciar. “El señor alcalde autorizó a los millares de hippies que nos invadieron como una arrolladora avenida de fango putrefacto para que abofetearan con manos sucias el rostro de la ciudad… Muchas gracias, señor alcalde, por la humillación”, dijo el padre Fernando Gómez en su programa radial, La Hora Católica, el 20 de junio. La mala prensa fue la mejor publicidad que pudo tener Ancón.

    Leonardo Nieto, fundador del restaurante Salón Versalles, donó 5 mil pesos para el festival. Carolo consiguió más de 10 mil prestados y otras ayudas: que amplificadores, que instrumentos, que la lona para la tarima... De resto, era cuestión de fe. Carolo tenía un local en el centro llamado La Caverna de Carolo, que al entrar olía a incienso y a marihuana, donde llegaban los hippies a comprar ropa, medallones, afiches y discos de vinilo. Desde allá se organizó todo.

    Tres días. Un kiosco donde vendieron las boletas por la calculada cifra de 13,20 pesos (once amigos ayudaron a Carolo. Un peso para cada uno, 12 en total, más 10 por ciento de impuesto). El río donde la gente se bañó. Un puente por el que se llegaba al lado de la tarima y que el último día se cayó. Llovió seguido. Pantano hubo todo el tiempo. Gente, mucha gente, que entraba y salía, que iba un rato, o un día, o se quedaba acampando, y que llegó también desde otras partes del país y de Latinoamérica.

    Se habla de unos 200 mil cuerpos que pisaron Ancón. Nadie tiene la cifra exacta. Hubo bandas de rock de Medellín, Bogotá y Cali. Grupos que se formaron en el mismo festival, poniéndose un nombre a la loca e improvisando en la tarima. El alcohol lo decomisaron a la entrada. La marihuana se vendió por montones.

    Como Woodstock, pero sin película

    Una vida entera pasa en cincuenta años. Mueren ideales, otros nacen, como la moda, que va y viene. El cuerpo cambia tremendamente, si todavía vive. Hay que buscar en los ojos alguna señal del rostro pasado. Los objetos que quedan se venden en los anticuarios. Sabemos que solo podemos rasguñar el pasado. Llegará un punto en el que habremos perdido casi todo, porque la mente olvida, los objetos no hablan y en el papel las palabras se borran.

    De Ancón quedan fotos, recortes de prensa y algunas grabaciones. La Biblioteca Pública Piloto tiene unas fotografías de Horacio Gil. También hay un libro, El Festival de Ancón: un quiebre histórico, que treinta años después recopiló testimonios y notas de prensa. Como autores aparecen el periodista Carlos Bueno y Carolo.

    Pero la memoria de los archivos tiene límites. Unas cintas que grabó la Metro Goldwyn-Mayer Carolo las decomisó cuando escuchó que los gringos andaban diciendo que ellos habían montado el festival para hacer una película a lo Woodstock. Esos rollos se los llevó a Canadá y allá se los pasó a su hermano Rodrigo, que quedó de convertirlos a formato betamax, pero Rodrigo murió sin decir a qué laboratorio los llevó. Un libro que estaba haciendo Manuel Vicente Peña, amigo de Carolo, con material que él le había pasado, fue quemado por el mismo editor en un ataque de locura. También enloqueció Guillermo Díez, uno de los dueños de Codiscos, que tenía grabaciones del festival. Tenemos la película completa de Woodstock, pero no la de Ancón.

    Lo que conserva Carolo lo tiene en una caja vieja y azul. Parece más dos pedazos de cartón con papeles en medio. Ha rodado por varias manos porque la presta a quien se la pida. En ella hay, sobre todo, artículos de 1971 y de cada efeméride del festival. También hay fotografías. De una serie de más de 200 fotos, solo están de la 161 a la 191. Lo demás lo conserva digitalizado en su computador. Estos archivos son apenas fragmentos de lo que fue Ancón.

    Hay una memoria más viva, la que queda en las personas, que existe por unas décadas hasta que desaparece de los cuerpos que respiran, lloran y ríen, y es devorada por documentos que por sí solos no cuentan su historia.

     

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    Yo sí estuve en Ancón

    En una de las paredes de su casa repleta de obras de arte, suyas y de otros, Jorge Ortiz tiene un tablero de corcho donde hay varias fotos a blanco y negro de cuando era joven. En una de ellas está de frente, congelados su rostro y su melena larga, negra, cortada en capas desde arriba, con la mirada serena y el bigote crecido.

    Este es el Jorge que hace más de cincuenta años comenzó a fumar marihuana con sus amigos del barrio Conquistadores y se fue a Estados Unidos en 1968 mandado por su papá a ver si así se le calmaba la rebeldía. Tuvo una boleta para ir al Festival de Woodstock en 1969, pero no pudo asistir. Por eso se emocionó tanto cuando en 1971, otra vez en Medellín, supo de Ancón. No sabía cuántas veces había repetido la película de Woodstock. En el teatro América, en el Tropicana, donde la estuvieran pasando.

    Un día antes de que empezara el festival, porque la idea era acampar, salió del barrio a medio día con ocho amigos. Se fueron caminando. Que la distancia fuera larga no importaba, Jorge tenía su buen bareto e iba luciendo una bermuda que había mandado hacer con la bandera de Estados Unidos.

    Cuando llegó a La Estrella vio un gentío que subía desde la autopista hacia el lugar del concierto. Jorge estaba feliz de caminar al lado de esas otras personas que no conocía, pero que sonreían y cantaban. Se sentía parte de eso. Un amigo suyo compró las boletas, cruzaron el puente y cuando anochecía, armaron la carpa. Se durmieron después de haber hecho una fogata, arrullados por la música de un radio.

    En esa carpa estuvieron hasta el lunes. Se aguantaron los tres días de pantano, de orinar detrás de un morro, de no cambiarse de ropa, de comer enlatados. Eso era lo de menos. Jorge saltaba de un viaje de marihuana a uno de LSD. La lluvia resplandecía. Estaba en comunión con el mundo, la música y la naturaleza.

    El día que visité a Jorge en su casa en El Retiro tenía una camiseta de Pink Floyd, la muñeca izquierda llena de manillas, un converse naranjado y el otro azul. Mantiene el pelo largo y el bigote, pero ya blancos. Sobresalen sus pómulos y aún es flaco. Conserva el mismo gesto tranquilo en los ojos, solo que con una aureola blanca en el iris. Tiene 72 años. Lleva 44 siendo artista plástico. Es profesor jubilado.

    De los nueve amigos que fueron, solo él y otro siguen vivos. Luis Alberto Barrera, Mario Hinestroza, Carlos Hinestroza, Carlos Enrique Ramirez, Roberto Aristizabal, Ricardo Llano y Juan Alberto Gaviria ya murieron.

    ***

     A las dos de la mañana del segundo día un muchacho llegó a las carpas donde estaban los músicos y gritó: “¡Que se alisten los de Terrón de Sueños que siguen ellos!”. Johnny Richard, que había ido a Ancón como colaborador de la banda, alistó su Gibson acústica, una guitarra de centro amarillo que al llegar a los contornos se ennegrecía. Días antes había hablado con Carolo.

    —Yo vengo como guitarrista marcante de Terrón de Sueños, pero quisiera cantar.
    —Te voy a poner como solista y cantás con ellos, hermano.

    En la publicidad oficial apareció su nombre: “Johnny Richard. Triunfador Latino en el Festival de Manchester (Inglaterra)”

    Esa madrugada tocaron hasta las cinco de la mañana. Eran siete integrantes, pero se turnaron para aguantar las tres horas. Antes de subir al escenario, Johnny Richard se había tomado un roncito para alejar los nervios.

    Cuando llegó su turno como solista, cantó dos veces Satisfaction de The Rolling Stones y un tema suyo, El ascensor: “Sube el ascensor (tata-rata) toca tu motor (tata-rata) sigue acelerando (tata-rata) la velocidad (tata-rata) sigo subiendo sigo bajando sigo cantando (...) en el ascensor”.

    Johnny Richard dejó de llamarse así en 1983, cuando se retiró de la música y retomó su nombre de pila: Bernardo Echavarría Berrío. Se dedicó a su carrera como pintor y dejó a un lado los días en los que dormía en aeropuertos y discotecas.

    Bernardo vive en Bello. En casa tiene la carátula de un disco suyo de 1971. Está en una tarima con pose triunfal. Apoya una guitarra en el piso y la toma por el diapasón. Tiene un pantalón rojo bota campana, una camiseta negra sin mangas con una flor blanca en el centro, el cabello largo recogido hacia atrás con una cola y un sombrero de alas hacia abajo. Es la ropa que usó en Ancón.

    “Yo me volví un pintor serio”, dice Bernardo a sus 72 años. Es difícil reconocer en él a Johnny Richard. Ahora lleva una camisa polo azul dentro del pantalón. La correa sostiene una pequeña barriga. Tiene el pelo corto. No toma alcohol. Todos los días se levanta a las 5:00 de la mañana y se acuesta a las 10:00 de la noche.

    ***

    “¿Usted me ayuda en cositas allá también?”, le preguntó Carolo a Juancho López, después de invitarlo a cantar en el festival. Juancho había sido miembro de Los Yetis, que en ese momento estaban separados. Aceptó y tres días antes fue a La Caverna de Carolo a reclamar un camibuso con el logo del festival.

    Durante esos tres días Juancho llegó a las nueve de la mañana y se fue a las cinco de la tarde. Al llegar a casa debía limpiar el pantano de sus zapatos. Merodeaba por todo el valle, por los morritos, y recogía a quienes les había dado la pálida por la traba o los ácidos para llevarlos a la carpa de la Cruz Roja que quedaba detrás de la tarima.

    —Vea, aquí hay otro perdido.
    Nunca cantó. Siempre cargó la armónica con la que iba a presentarse, una Hohner roja de una cuarta de largo que le quedaba grande al bolsillo de su pantalón.

    —¿Usted no va a cantar? ¿Lo presento?
    —Deje así, de pronto mañana.

    Juancho ahora tiene 74 años. Le gusta coleccionar armónicas. En una caja guarda las que ha comprado en sus viajes, en tiendas de música o en remates. Conserva la Hohner. La pintura roja está pelada y deja ver parches de acero amarillento debajo.

    —Si todavía la tengo es porque con ella estuve en Ancón.

     

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    Imagenes de archivo: Cortesía Gonzalo Caro "Carolo". 

     Un festival llamado Carolo

    —Pero hermana, ¿vos por qué te vas a hablar con cualquier güevón que no estuvo en Ancón? No, hermana, yo fui el ideólogo, hermana, el organizador.

    La voz ronca de Carolo me reclama del otro lado del teléfono. El día anterior, lunes, fui a El Retiro a hablar con Jorge, pero no pude comunicarme con Carolo, que vive cerca, en la vereda Pantanillo.

    —Cuando llegue al pueblo me llama, hermana. Ahora hablamos, chaito pues.
    Es martes 29 de junio. Vuelvo a El Retiro en la tarde. Cojo un taxi que en menos de diez minutos me deja frente al portal de la finca de Carolo. Me abre Stiven, un pelado que le colabora a él y a su hermano Julián transportándolos en moto y haciendo arreglos en la finca.

    —Detrás de la casa hay una cabañita, entre que ahí está Carolo.
    La cabañita, de dos piezas, está pintada de negro. Afuera resalta el anuncio Carolo Producciones, una placa que tenía en su caverna en el centro. La puerta está abierta y lo llamo. En una pared está enmarcado el afiche de Ancón 1971, y otros cuadros con fotos y menciones. Carolo, el que fue considerado el hippie más hippie de Medellín y que ahora tiene 73 años, sale de la otra pieza en su cuerpo pequeño vistiendo una camisa y un pantalón. Saluda y me ofrece algo de tomar. En su mano tiene una botellita que llenó con vino. Se apoya sobre un escritorio y, sin ninguna pregunta, comienza a hablar.

    —Ancón lo hice yo solo, hermana. Yo reconozco que tuve la ayuda de unas amigas y amigos, pero nadie tenía ninguna responsabilidad, ni nadie era jefe de seguridad, ni de comunicaciones, todo era Carolo.

    Las palabras salen rasgadas de esa garganta que ha recibido el humo de la bareta por más de cincuenta años.

    —El único socio que tuve fue Humberto Caballero, él me ayudó a conseguir los grupos.
    Veo el afiche de la pared y en una esquinita, abajo, leo ambos nombres: “CAROLO-CABALLERO”. Humberto ya murió.

    —Por eso, hermana, a todo el que me necesita yo le hablo o le presto sin condiciones el material. Lo mío es de todos, hermana. Yo he ido a cuarenta países invitado porque hice Ancón.

    Carolo va a la otra habitación, donde está su cama, y trae un pedazo de madera viejo que tiene pegado el volante del festival que repartían en las calles. El papel está raído. Las letras rojas apenas se alcanzan a ver, pero pueden adivinarse el logo y los nombres de las bandas: Gran Sociedad del Estado, Terrón de Sueños, La Banda del Marciano... Y abajo, en un papel pegado, también corroído y escrito a mano se lee: “Es cuestión de fe y nos unimos con música para lograr la paz. Carolo”.

    —Cuando yo hice Ancón, duré once días sin dormir. A mí me dicen que yo lo que sé hacer es pensar, escribir y hacer plata. Hermana, es que yo tengo un poder de manejo del público. Les digo hermanitos, tal y tal, y no se me mueve la gente.

    Carolo vuelve a la pieza y trae tres ejemplares del libro de testimonios y crónicas sobre Ancón. Con sus manos arrugadas me muestra la primera página de cada uno. Todas tienen pegadas una hoja de marihuana.
    —Hermana, este libro se hizo por los treinta años. Tiene cuatro ediciones legalizadas y una pirateada. Yo mismo la piratié, es que eso lo estaban vendiendo muy caro y yo tengo derecho porque lo que está ahí es mío.

    Se sienta en una mesa y comienza a rascar marihuana.

    —Hermana, es que Ancón no fue un evento, fue un cambio de generación, por eso es que no se ha podido volver a repetir, porque no es cuando a un empresario le dé la gana.
    Coge un cuero y con el índice y el pulgar lo va rellenando.
    —Pero para el próximo año sí voy a hacer un Ancón dos.
    —¿Vos creés que Ancón se va a olvidar?
    —Hermana, antes ahora es que está tomando fuerza. Todavía hay gente ignorante que quiere demeritar a Ancón. Pero los frutos de lo que yo hice se van a ver luego. Por ahí me dijeron en Eafit, esa universidad de burgueses: usted en 30 años va a ser un referente para la juventud latinoamericana, como para nosotros lo fue el Che Guevera.
    —¿Y cómo te hace sentir eso?
    —Lástima que no me va a tocar disfrutármelo.
    Acerca el cuero a sus labios para sellarlo con sus dedos gordos.
    —Carolo, ¿vos contrataste a Horacio Gil para que tomara las fotos, las que están en la Biblioteca Pública Piloto?
    —Yo lo contraté, pero esas fotos son mías. Todo el que estuvo en Ancón fue porque yo lo contraté o le di el permiso. Es que hermana, vea, la Piloto cogió esas fotos y dice que no se pueden utilizar sin permiso. No, hermana, esas fotos son mías y lo mío es público.
    Coge la candela y enciende el bareto.
    —Eso sí me emputa, hermana. Ancón es el hijo que yo tengo, el hijo que yo parí, hermana, lo engendré.
    —¿Entonces qué va a pasar cuando vos nos faltés?
    —Hermana por eso yo lo tengo que dejar todo muy bien organizado. Jesucristo no está vivo ahora, pero dejó a sus apóstoles, y tiene curas y eso, hermana.
    —Por ahí leí en un artículo que vos habías hecho milagros.
    —Ahí andan unos proponiéndole al papa mi beatificación, hermana, lo que pasa es que se me adelantaron la hermana Laura y el padre Marianito.

     

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